UN LUGAR DONDE, APARENTEMENTE, NUNCA PASA NADA
«Soñaba con una novela policíaca ambientada en un lugar alejado de los escenarios habituales de la novela negra: Las grandes ciudades».
«El mal se encuentra en cualquier lugar y alguien tiene que desenmascarar a los culpables. Ahora ambiento mis novelas en Castellón; ya no echo de menos las grandes ciudades».
Me gustaba leer con un mapa al alcance de la mano. Veinte mil leguas de viaje submarino, Drácula, Colmillo Blanco, Frankenstein. Más tarde, las novelas policíacas despertaron mi curiosidad y hacía lo mismo: leía y consultaba los mapas. Recorrí las calles de Barcelona desde las letras de Manuel Vázquez Montalbán y el estómago de Pepe Carvalho. Descubrí que la literatura palpable (pisable en mi caso, permítanme la palabra) era la que más me gustaba. Me deleitaba visitando los lugares que los personajes de las novelas leídas habían transitado, los bares en los que habían bebido, los restaurantes en los que habían comido y los callejones en los que habían asesinado a alguien. Kurt Wallander, del genial Henning Mankell, me puso en las manos un mapa de Suecia; Ian Rankin, uno de Edimburgo. Aquellas novelas me hicieron conocer otros lugares mientras leía y también después de leer. No visité la supuesta isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, pero recorrí la cara siniestra de Londres tras el rastro de Jack el destripador.
Años después escribí varias novelas en las que los viajes eran la verdadera razón de la existencia de sus personajes. Traté de llevar al lector por todos aquellos lugares en los que había estado y de los que atesoraba grandes recuerdos.
Pero yo quería escribir novela negra, novela policíaca, de intriga. Lo que me gustaba leer. Y como Barcelona era mi ciudad, y Madrid o Londres mis ciudades de adopción, todo lo que se me ocurría guardaba parecido con lo que antes habían escrito mis autores de cabecera.
Resido en un pueblo de la provincia de Castellón. Cuando llegué a estas tierras y las descubrí a fondo quedé maravillado. Bosques, playas, rica gastronomía, montañas y campos de naranjos, olor a azahar, olivos milenarios, castillos templarios y muros de piedra en seco que serpentean entre las agrestes tierras del norte como una humilde muralla china. Tesoros mediterráneos poco conocidos, rincones mágicos, historia, naturaleza en estado puro. Silencio, tan poco apreciado y tantas veces añorado.
Tenía una trama, un principio y un final para mi primera novela policíaca. Y también un protagonista del que empezaba a sentirme orgulloso. Pero me faltaba la ambientación, los lugares por los que se moverían los personajes y donde desarrollar lo cotidiano: comer, beber, vivir. Y se me ocurrió que un policía nacido en Barcelona (mi Barcelona) podía descender a algún lugar de esta tierra en la que ahora habito. Tuve claro que su radio de acción partiría desde la ciudad de Castellón. El reto se presentaba complicado. Mover aquí una serie de novelas (ya van cuatro y la quinta está en marcha) no es sencillo. Parar un taxi levantando el brazo en mitad de la calle es prácticamente imposible; desplazarse en coche por la capital no tiene demasiado sentido, pues andando se llega pronto a todas partes. Los lugares emblemáticos se acaban terminando, por no hablar de la posibilidad de repetirse una y otra vez hasta aburrir al lector. Sí, era complejo; algunos dijeron que era un disparate. Pero era un desafío y me motivaba. Soñaba con una novela policíaca ambientada en un lugar alejado de los escenarios habituales de la novela negra: Las grandes ciudades.
Cuando me puse manos a la obra, convencido de que Castellón era un lugar perfecto para desarrollar los casos de mis personajes, llegaron nuevos dilemas. Si el poli protagonista descendía de la famosa ciudad de Peñíscola, temía mancillar una de las grandes obras de Blasco Ibáñez, El Papa del mar, de la que aprendí tanto sobre literatura viajera; si procedía de Morella, la inigualable población de las montañas castellonenses, sospechaba que la memoria de Vázquez Montalbán y sus amigos morellanos podía verse enturbiada por mi estilo literario. No en vano fue él quien dijo: «Si tuviera que escoger dos líneas del cielo europeas, recurriría a San Geminiano, en la Toscana, y Morella, en Els Ports, alzada sobre una montaña prodigio que aparece en el horizonte, como el refugio de alguna cosa importante…». Y dicho esto, poco más nos queda a los demás por escribir.
Así pues, creí que la solución era llevar a mi personaje a otro lugar menos conocido de la provincia, y elegí la población de Vilafranca del Cid por varios motivos: la belleza de su paisaje de montaña; los moradores de la comarca que emigraron a la efervescente Cataluña de la época y crearon allí sus empresas textiles; la arquitectura modernista que aquellos emigrantes devolvieron como impronta de su riqueza a la población; el nombre, del Cid, que adorna y ensalza el topónimo a la hora de escribir; por ser la última localidad de la provincia de Castellón antes de adentrarse en tierras aragonesas; por los muros de piedra en seco que dan carácter a una comarca donde el viento se mimetiza con el paisaje y el silencio la convierte en única; por la magia del Maestrazgo, comarca que más que eso parece un mundo por sí misma. Y, sobre todo, por mi pasión por el mundo rural.
Sí, de allí descendería el personaje principal de mis novelas, el inspector Monfort, cuyo triángulo vital uniría Barcelona con la ciudad de Castellón y la población de Vilafranca del Cid, creando un espacio en el que dar rienda suelta a lo que saliera de mi imaginación, con acercamientos a Peñíscola, al macizo del Penyagolosa o a las playas de Benicàssim.
Y me sentí cómodo escribiendo sobre esos lugares, plasmando las aventuras del personaje que había creado para que se moviera entres sus gentes, sus paisajes y sus delicias gastronómicas.
Bartolomé Monfort Tena nació en Barcelona, en el seno de una acomodada familia de empresarios textiles provenientes de Vilafranca del Cid. Decidió ingresar en la Policía tras un doloroso suceso que marcaría el resto de sus días. Melómano y gastrónomo, el inspector Monfort se considera un policía de los de antes, uno de esos que piensan que cuando los de su especie abandonen las calles, estas dejarán de ser seguras para la población.
El inspector Monfort acudió a la ciudad en su viejo Volvo después de muchos años ausente. Se alojó en una habitación del céntrico hotel Mindoro, que a partir de ese primer caso, al que llamaron «Asesinato en la plaza de la farola», se convirtió en lo más parecido a su propio hogar. Monfort descubrió, entre pista y pista, la magnífica oferta gastronómica de Castellón y no pudo evitar viajar hasta Vilafranca del Cid para recordar el lugar en el que nacieron sus padres. Redescubrió paisajes únicos que creía olvidados, lugares de ensueño que había arrinconado en el fondo de su corazón; sensaciones que solo allí, a más de mil metros de altitud, rodeado de piedras que crean muros y casetas de pastores, consiguió rememorar una vez más. El silencio, la montaña, el viento, las sinuosas carreteras, la música, sus verdaderos compañeros en el viaje.
En Castellón, Monfort conoció a la que a partir de ese primer caso se convirtió en su compañera profesional, La agente Silvia Redó, su polo opuesto pero también su alter ego; alguien con quien mantiene una especial amistad que va mucho más allá de una simple relación de trabajo. Ambos resolvieron ese primer caso, y también los que vinieron después.
El inspector Monfort y la agente Silvia Redó se han convertido en una pareja indispensable para las novelas. Son mis Sherlock Holmes y el doctor Watson, de Arthur Conan Doyle; mis Erica Falck y Patrik Hedström, de Camilla Läckberg; mis Siobhan Clarke y John Rebus de Ian Rankin o mis Pepe Carvalho y Biscuter de Manuel Vázquez Montalbán.
Así son las cosas. Yo leía con un mapa cerca para poder consultar los lugares por los que transitaban los personajes de mis novelas preferidas, para descubrir otros países, otras ciudades, otros pueblos. Ahora escribo con esos mismos mapas a mano, y en ellos consulto, imagino, visualizo, recorro con la yema del dedo índice carreteras, valles, montañas… Y recuerdo que cuando era un chaval viajé con el conde Drácula desde los montes Cárpatos de Transilvania hasta Inglaterra; o con el doctor Victor Frankenstein, que persiguió a su creación por lugares fascinantes de la vieja Europa, y que finalmente murió entre los hielos del Ártico.
El mal se encuentra en cualquier lugar y alguien tiene que desenmascarar a los culpables. Ahora ambiento mis novelas en Castellón; ya no echo de menos las grandes ciudades para escribir, tampoco para leer. Mis personajes se sienten cómodos en lugares menos conocidos, y lo que más deseo es que los lectores sientan ganas de venir a conocerlos.
Es la meta, la causa y el fin.
Julio César Cano trabajó durante años como músico y mánager de grupos. Es autor de varias novelas políciacas protagonizadas por el inspector Monfort, publicadas todas en Maeva.
FLORES MUERTAS
Julio César Cano
Maeva, 384 pp., 19,90 €