Con el pretexto de una nueva traducción de El fin del affaire (Libros del Asteroide), recordamos la que Vargas Llosa –autor del epílogo– considera la mejor obra de Graham Greene, famoso por otras obras adaptadas al cine.
Qué tendrá la personalidad de Graham Greene para que haya ido despertando un sinfín de cotilleos sobre su vida y un debate controvertido acerca de su mayor o menor grandeza literaria. ¿Será por su oscura relación con el espionaje?; ¿su fama de mujeriego pese a su condición de esposo católico?; ¿el alcance popular de obras que él mismo dividió entre entertainments y novelas «serias»?; ¿ese deje de desprecio por lo intelectual que aún confunde a los académicos y críticos, incapaces de decidirse por si le corresponde la columna de narradores de primera o de segunda fila?
Algo raro pasa en torno a su figura para que altere de forma histérica a sus biógrafos, que se insultan en los medios de comunicación: tras los dos volúmenes de La vida de Graham Greene que publicó Norman Sherry –elegido por el propio autor por haber descrito antes la trayectoria de Joseph Conrad, su mayor referencia literaria–, aparecería un provocador trabajo de Michael Shelden que, sobre todo, pretendía mostrar la supuesta cara oculta del británico. Por otra parte, W. J. West expondría las razones por las que Greene habría decidido dejar su país en 1966 a la vez que cortaba su relación con el MI6 (los Servicios Secretos ingleses).
El caso es que, cuando descubrió que el jefe del MI6 era un agente doble en Moscú, Greene, que se dedicaba también a labores de espionaje, dimitió de su puesto sin confesar a sus superiores tamaña traición. Según West, este tipo de identidades secretas le inspiraría a la hora de crear, por ejemplo, el protagonista de El tercer hombre, el Harry Lime al que puso rostro Orson Welles en 1950, pues Greene repetía no tener imaginación y basarse, para sus personajes, en la gente de su entorno.
En la prensa inglesa de 1991, apareció un día esta frase: «Greene invadió y modeló la imaginación pública más que ningún otro escritor serio de este siglo». ¿Resulta vigente semejante afirmación? Ciertamente, él reflejó con abrumadora facilidad, en obras de teatro, novelas y cuentos aunando política, historia, religión, diversidad cultural e indagación psicológica, siempre con un estilo directo y una estructura sencilla, tramas ordenadas y accesibles. Desde luego, todo eso era un reclamo perfecto para el cine, y aunque no le satisfizo ninguna de las versiones de sus obras, pocos pueden presumir de ver cómo directores de la talla de Lang, Ford, Mankiewicz, Cukor o Preminger han llevado sus textos a la gran pantalla.
Vargas Llosa dice en el epílogo de El fin del affaire (en nueva traducción de Eduardo Jordá) que sus objetivos estuvieron por debajo de su talento, pero que con esta obra «se acercó más a la obra maestra que nunca llegó a escribir». Lo hizo en el hotel Palma de Capri, en días de diciembre de 1948 en que leía Grandes esperanzas, de Dickens. Tenía cuarenta y cuatro años y había creado una primera frase sensacional para esta novela que se publicaría en 1951: «Una historia no tiene comienzo ni fin: arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia desde el cual mira hacia atrás o hacia delante». En el año 1999, Neil Jordan adaptaría la obra, con el protagonismo de Ralph Fiennes y Julianne Moore: él, un escritor enamorado de una mujer casada, justo después de la Segunda Guerra Mundial, en una historia formada por un triángulo amoroso en que, con el aliño de un sacerdote, como en tantas de sus creaciones, y un marido indolente y derrotista, en efecto, Greene alcanzó cotas psicológicas y emocionales –en parte gracias al ejercicio autobiográfico que se asoma mediante diversos elementos– como en ningún otro de sus libros.
EL FINAL DEL AFFAIRE
Una historia no tiene ni principio ni fin: uno elige arbitrariamente un momento de la experiencia desde el cual mirar hacia delante o hacia atrás. He dicho «uno elige» con el impreciso orgullo del escritor profesional al que, en las pocas ocasiones en que se le ha tomado en serio, se le ha elogiado por su pericia técnica, pero ¿elijo por voluntad propia la oscura noche de enero de 1946, cuando vi a Henry Miles cruzando el parque bajo un vasto río de lluvia, o más bien esa imagen me ha elegido a mí?
Según las reglas de mi oficio, lo apropiado, y lo correcto, es empezar justo ahí, pero si en aquel momento hubiera creído en Dios, también debería haber creído en una mano que me daba un golpecito en el codo y me insinuaba:
«Habla con él, aún no te ha visto».
Porque ¿qué razón había para que yo hablara con él?
Si el odio no es una palabra demasiado exagerada para usarla en relación con un ser humano, yo odiaba a Henry, y también odiaba a su mujer, Sarah. Y él, supongo, tuvo que empezar a odiarme después de los hechos de aquella noche; del mismo modo que tuvo que odiar a su mujer y a ese otro en cuya existencia, por fortuna, ni él ni yo creíamos en aquellos días. Así que esta es una historia de odio mucho más que de amor, y si en algún momento digo algo a favor de Henry o de Sarah se puede confiar en mí: escribo en contra de mis prejuicios porque mi orgullo profesional me impulsa a elegir la casi-verdad por encima, incluso, de mi casi-odio.
Me resultó raro ver a Henry en una noche como aquella: era muy comodón y después de todo —o eso pensaba yo— tenía a Sarah. Para mí, la comodidad es como un recuerdo equivocado en el lugar o en el momento equivocados: si uno está solo, prefiere la incomodidad.
Y había un exceso de comodidad en la habitación que yo tenía alquilada en el lado malo del parque —el que daba al sur—, amueblada con los desechos olvidados por los anteriores inquilinos. Se me había ocurrido dar una vuelta bajo la lluvia y tomarme una copa en el pub local. El estrecho vestíbulo de mi casa, atiborrado de trastos, estaba lleno de sombreros y abrigos de desconocidos —el hombre que vivía en el segundo piso había invitado a cenar a unos amigos— y cogí por error un paraguas que no era mío. Luego cerré la puerta con vidriera y bajé con cuidado los escalones que, en 1944, habían recibido el impacto de una bomba y que aún seguían sin reparar. Tenía motivos para recordar aquel suceso y el hecho de que la vidriera —sólida y fea, de estilo victoriano— hubiera resistido la explosión con la misma entereza que demostraron tener nuestros abuelos.
En cuanto empezaba a cruzar el parque me di cuenta de que llevaba un paraguas equivocado —tenía un agujero por el que se colaba la lluvia y me estaba empapando el cuello de la gabardina—, y fue entonces cuando vi a Henry. Me hubiera resultado muy fácil esquivarlo: no llevaba paraguas y a la luz de la farola pude darme cuenta de que la lluvia no le dejaba ver nada. Los negros árboles sin hojas no le ofrecían protección alguna: se desparramaban a su alrededor como cañerías rotas, así que la lluvia resbalaba por su oscuro sombrero de ala dura y se derramaba a chorros sobre su abrigo negro de funcionario. Si yo hubiera pasado por delante de él no me habría visto; además, podría haberme asegurado de que no me viera apartándome medio metro de su camino; pero le dije: «Henry, ¡no se te ve el pelo!», y noté que sus ojos se iluminaban como si fuésemos viejos amigos.
—Bendrix —dijo afectuoso, a pesar de que todo el mundo se inclinaría a pensar que era él, y no yo, quien tenía motivos para odiarme.
—Henry, ¿qué haces aquí con esta lluvia?
Hay hombres frente a los que uno siente el deseo irreprimible de tomarles el pelo; hombres cuyas virtudes no poseemos.
Contestó con evasivas:
—Quería que me diera el aire.
Tuvo que agarrarse el sombrero cuando una súbita ráfaga de lluvia y viento estuvo a punto de llevárselo volando hacia el lado norte del parque.
—¿Cómo está Sarah? —pregunté, porque podría parecer raro que no lo hiciera, aunque nada podría haberme alegrado más que oír que estaba enferma, triste o que se estaba muriendo. En aquellos días yo pensaba que cualquier padecimiento suyo podría aliviar el mío, que si ella se moría podría sentirme libre: así ya no tendría que imaginar todas las cosas que imaginaba en las innobles circunstancias en que me encontraba. Incluso pensé que podría haber llegado a tomarle aprecio al pobre tonto de Henry si Sarah estuviera muerta.