El pasado 18 de mayo, murió en Barcelona Mihály Dés, escritor, crítico literario y traductor húngaro, fundador de la revista Lateral, que durante once años ejerció de puente entre Europa del Este y el lector español. Dés nos dio a conocer autores como los futuros Nobel Elfriede Jelinek o Imre Kertész y, por otro lado, tradujo al húngaro obras de Borges, García Márquez y Cortázar.
El periodista Guillem Martínez nos hace una semblanza (Por cortesía de CTXT).
Pues la verdad, conocer a Mihály Dés fue un lujo. Le entregué una reseña hace 10.000 años y se rio. Eso fue importante. Todos los textos que había entregado en ese momento a un medio serio –estaba estudiando aún, creo, y tenía, literalmente, prisa; es decir, hambre– habían supuesto mi despido inmediato. Algo meritorio cuando ni siquiera me habían aceptado. Por aquel entonces, en fin, estaban penalizados el humor y la primera persona. Lo que, glups, dibuja toda una época. De penalizaciones no formuladas. Eso de la penalización del humor y el yo, por cierto, me lo formuló un jefe de sección antes de echarme a la XXXX calle, llorando de risa tras leer un texto que calificó como «impublicable». Mihály era, en el momento de reír y aceptar mi artículo, el director de Quimera, revista que había vuelto a ser sexy e interesante después de cierto tambaleo tras la etapa Juanjo Fernández ─una etapa también brillante; Fernández es un olvidado de la Barcelona actual; gamberro, anarquista, homosexual, brillante, del grupo de Cardín y de Ocaña, había dado cuerda a tipos como Jordi Costa, para mí, un héroe, el primer tipo de mi edad que fue periodista en la Barcelona no future de los 80-90─.
Recuerdo que hice algunas cosas para Quimera, y que luego Mihály desapareció. Se fue a El Observador, un diario en castellano con el que CDC quería chulear a La Vanguardia. Estaba sufragado con el dinero que, de forma clara y transparente, facilitaba De la Rosa con sus chanchullos. Un Mihály aún no intimado me llamó un día, para ir a hablar con los sumos sacerdotes del diario, a ver si me daban el OK. Recuerdo que me vestí como todo el mundo que asiste a su primera entrevista seria. Con un traje de su padre. Que, en mi caso, ocupaba 10 tallas más que yo. El día de la entrevista ─la redacción del diario estaba en la Zona Franca/Las Quimbambas─. Llovía. Como sólo llueve en Barcelona cada 10 años. Llegué mojado como un pollo. Por un error de cateto, además, me metí en la redacción del diario de al lado. El País. Desde donde, por cierto, expliqué una milonga y telefoneé a Mihály, después de verme reflejado en un cristal y ver mi estado lastimoso, para decirle que me había salido un imprevisto en el Club de Cricket, y que no podría ir. Quedamos al día siguiente. No recuerdo la entrevista, pero la superé. Por lo que deduzco que no hablé con jefatura, sino que dejé hablar a Mihály.
Se inició en ese momento una etapa estupenda. Tenía una novia I+D y un trabajo chachi. Por entonces ─yo no lo sabía─ el periodismo había dejado de ser hacía escasos años un oficio cutre de pluriempleados o de adheridos inquebrantables al Régimen ─lo que es ahora, vamos─ para pasar a ser una profesión. Sin lugar a dudas, fue determinante en toda esta felicidad de la que les hablo el contacto con Mihály, cada vez más próximo. Mihály era húngaro, como su nombre indica. Era hijo de un mandatario comunista, el único ministro depuesto tras la revolución húngara, por ser demasiado estalinista. Lo que tiene guasa. Siempre explicaba que el secretario de su padre era Soros, que salió por piernas a Austria en plena revolución. Nunca pude averiguar si eso era cierto. Mihály siempre te explicaba cosas divertidas, que no eran necesariamente ciertas. De hecho, eran inverosímiles. La sensación es que valoraba más la sinceridad que la verdad, ese producto tan poco tangible y que tanto atrae a los fanáticos. En mi primer viaje a Cuba me pasó su agenda personal. Allí, a través de escritores que nunca había soñado llegar a conocer, descubrí que gran parte de la biografía de Mihály era cierta. Incluidas las mentiras, que son las partes más ciertas de una biografía. Su vida, ya en el momento de conocerle, había sido una aventura. Lo que, ahora que sé que mi vida es también una aventura, no sé si es para tirar cohetes. Se había criado en un cabaret comunista, había vivido en Cuba, había sido traductor, guía turístico, gauche divine en un Estado comunista que no estaba por filigranas divines, y actor de éxito en Hungría ─»una suerte de Resines», decía─. Por su formación académica, su cosa centroeuropea, su itinerario cultural, y su carácter ─el carácter es el destino─, era un hombre culto, elaborado en otra cultura, en colisión con la española y la catalana. Lo que me resultó una bendición. Era un tipo, por tanto, que hacía cosas exóticas en el periodismo español, como devolverte un artículo porque no daba la talla, hacerte cambiar un párrafo por confuso, o discutirte un concepto utilizado por su ambigüedad. No sabía leer ─y eso es importante─ las reglas no escritas de la cultura local, lo que se traducía en una libertad inaudita. Exigía valentía, decisión, jugársela ─es decir, evidenciar la subjetividad, de manera que el lector pudiera leerla y ponderarla─, y penalizaba el pintar en blanco, esa dinámica bienqueda del periodismo local, en especial del cultural. Trabajar para él suponía una formación y unos corpus de lecturas continuos. Para un tipo que empezaba, eso era un lujo. Intentaba utilizar lo aprendido, todo ese lujo, en las secciones del diario a las que iba accediendo. La simbiosis, el entendimiento y la tutoría intelectual de Mihály fueron dando paso a una fuerte amistad. Recuerdo que un día, por ejemplo, compré un plato y una silla para que viniera a cenar a casa. Recuerdo ─ ¿en qué momento de la vida se acaba la disponibilidad?─ que siempre estábamos disponibles para irnos a cenar y liarla. Por mediación de él conocí a un grueso de escritores europeos y americanos, con los que acabábamos cantando La Parrala. Y a Ignacio Echevarría, un gran amigo desde aquellos tiempos. En esas cenas imprevistas hablábamos de literatura y ensayo centroeuropeos, que descubrí gracias a él y sus mapas. De la actualidad, sus aspectos brillantes y sus óxidos. Y, sobre todo, hablábamos de la vida. La amistad es una relación sentimental ─estoy por decir que la más alta y elaborada─, por lo que, como en toda relación sentimental, sus integrantes nunca se aburren porque siempre hablan de ellos mismos.
Cuando le conocí ya estaba familiarizado con la tristeza judía, pero gracias a él conocí la alegría, la pasión, la vulgaridad ─es decir, la sensibilidad solucionada─ del judaísmo. Pésimo contador de chistes, siempre recordaré sus chistes judíos. Una cultura fundamentada en el verbo da, por fuerza, unos chistes memorables. En especial el de los dos judíos húngaros que emigran a New York, quizás el mejor chiste de la historia de la Humanidad. Lo estoy recordando en este preciso momento y me estoy partiendo el pecho de la risa. Laico, no, lo siguiente, la cultura judía era una pieza clave de sus marcos intelectuales. Es decir, también de su carnalidad. Así, me llamaba cuando su madre le enviaba un paquete desde Budapest con productos kosher. Recuerdo el foie húngaro. Espectacular. Una juerga. Recuerdo el pastel de semillas de amapola, hecho por su madre. Recuerdo un alcohol de ciruela que, al estar elaborado por hombres justos bajo supervisión del rabino, es decir, al ser absolutamente puro, evitaba que, a la mañana siguiente, se te cayera la frente a trozos. Algo importante, porque recuerdo que bebíamos y reíamos como cosacos. Recuerdo que, junto a todos estos productos, venía, en el mismo paquete, un salchichón húngaro denso, elaborado con todos los cerdos magiares. Recuerdo, en fin, aquel periodo como un periodo en el que vivir, morir y liarla eran las dimensiones del escenario. Días densos de pasión, de aprendizaje, en los que siempre estaba escribiendo, descubriendo, experimentando, leyendo, riendo, hablando y dando crujos a la vida. No creo que eso, en su brutalidad, hubiera sido posible en otro punto del periodismo peninsular. El resultado de tanta energía gastada fue, me temo, el aprendizaje de un oficio muy raro. Consiste en hacer lo que Montaigne. Saber qué han dicho los antiguos ─los otros, vamos─ y, luego, decir lo tuyo. Ser consciente de que vertebrar una opinión propia es una tensión ética. Y de que, con o sin primera persona, con o sin humor, fundamentalmente, vertebramos tensiones éticas.
Cuando chapó aquel diario en el que conocí a Nora Catelli y a Edgardo Dobry, empezaron las reuniones para hacer una revista. Debía de ser una revista que recogiera esa dinámica de amistad, de hambre de gol y de rigor intelectual creados entre tantas personas y empatías. Una gamberrada próxima a la alta cultura, un objeto improbable por aquí abajo. Una aventura. Parecía factible y fácil. La sensación es que aquel grupo ─creo que éramos, en el momento inicial, Nora Catelli, Edgardo Dobry, Santiago del Rey, Claudio López Lamadrid, Ignacio Echevarría, Constantino Bértolo─ se veía capacitado para ello. Para elaborar una publicación que no existía en castellano y que, por dinámicas culturales que entonces veía, pero que no podía ni sabía aún formular, no se había hecho. Al final, Ignacio y yo decidimos irnos al, creo, segundo número. Por entonces, se había producido ya una gran separación entre Mihály y yo. Discreta, sin escenografías. Pero efectiva. Creo que aquella fue mi primera separación. Duelen. Más cuando los distanciados son amigos, esa condición eterna. Por eso, los tipos divertidos ─Mihály y yo lo éramos─ no se recrean en ellas. Literalmente, así, no recuerdo nada de aquella época. La vida es un objeto frágil y con pocos premios. Mis años de aprendizaje y explosiones con Mihály fueron uno de esos escasos premios. Cuando una editora me informó de la muerte de Mihály, me quedé de pasta de boniato. Pero sereno. Nuestra relación ya era un objeto denso, cerrado y equilibrado. Y Mihály ya era un poco para mí lo que es, definitivamente, tras su muerte. Algo importante. Una presencia sobre tu hombro. Te acompaña sobre el hombro. Sabes cuándo ríe, sabes cuándo no. Con los muertos pasa como con los vivos. No está claro que lo sean. Mihály, en fin, es posible que esté en estas líneas, construidas de una manera y no de otra. Y en las líneas de otras personas, que conoció y formó en Lateral. Un legado no es mucho más que eso. Por aquí abajo, no hay tantos legados.