Tiempos de swing, finalista del National Book Critics Circle Award y best seller de la lista de The New York Times, quinta novela de Zadie Smith y uno de los acontecimientos literarios más esperados del año, demuestra de nuevo la notoria capacidad de su autora para radiografiar el presente con asombrosas dosis de lucidez, humor y delicadeza.
Ambientada desde los años ochenta hasta la actualidad en Londres, Nueva York y África Occidental, Tiempos de swing es una historia sobre la búsqueda de la felicidad en las condiciones más precarias, y sobre la tristeza más honda que puede embargarnos cuando todos a nuestro alrededor son felices. Tiempos de swing es también una historia sobre la importancia de las decisiones que tomamos y de las que toman por nosotros. Pero, por encima de todo, cuenta la historia de cómo una amistad puede servir para afianzarnos, para definirnos e incluso para transformarnos para siempre.
Prólogo
Fue el primer día de mi humillación. Me metieron en un vuelo de vuelta a casa, a Inglaterra, y me instalaron temporalmente en un piso de alquiler en St. John’s Wood. Era un octavo, las ventanas daban al estadio de críquet. Lo habían elegido, creo, por el conserje, que ahuyentaba a los curiosos. No salí para nada. El teléfono de la pared de la cocina sonaba una y otra vez, pero me advirtieron que no contestara y que dejara el móvil apagado. Miraba los partidos de críquet, un juego que no entiendo, que no llegaba a distraerme de verdad, pero aun así era mejor que contemplar el interior de aquel apartamento de lujo en el que todo estaba diseñado para resultar perfectamente neutro, con los cantos redondeados, como un iPhone. Cuando se acababa el críquet, me quedaba mirando la pulcra máquina de café encastrada en la pared, y dos imágenes de Buda —uno en bronce, el otro en madera—, así como la fotografía de un elefante arrodillado junto a un niño indio, también de rodillas. Las habitaciones eran sobrias y grises, unidas por un prístino corredor con moqueta de lana canela. Me abstraía mirando las estrías del tejido.
«Había estado setenta y dos horas desconectada, y recuerdo que pensé que debía considerarse una proeza de estoicismo personal y resistencia moral en nuestros tiempos.»
Así pasaron dos días. Al tercero, el conserje llamó desde abajo y dijo que el vestíbulo estaba despejado. Eché una ojeada a mi teléfono, que seguía sobre la encimera en modo avión. Había estado setenta y dos horas desconectada, y recuerdo que pensé que debía considerarse una proeza de estoicismo personal y resistencia moral en nuestros tiempos. Me puse la chaqueta y bajé por las escaleras. En el vestíbulo me encontré con el conserje. Aprovechó la ocasión para quejarse y refunfuñar («No tiene ni idea de lo que han sido estos días aquí abajo, ¡caramba, si parecía Piccadilly Circus!»), aunque no logró ocultar cierta contrariedad, e incluso un punto de desilusión: para él era una lástima que aquello se calmara, se había sentido muy importante durante cuarenta y ocho horas. Con orgullo me contó que había mandado a varios listos «a paseo», que les había hecho saber a éste y al otro que si creían que iba a dejarlos pasar ya podían «esperar sentados». Me acodé en su mostrador mientras lo escuchaba. Llevaba fuera de Inglaterra el tiempo suficiente para que muchas de aquellas simples frases coloquiales me sonaran exóticas, incluso absurdas. Le pregunté si creía que a última hora vendría más gente, y dijo que le parecía que no, no había venido nadie desde el día anterior. Quise saber si era prudente recibir una visita durante la noche.
—No creo que haya problema —dijo, con un tono que me hizo sentir ridícula por preguntar tal cosa—. Siempre está la puerta de atrás.
Suspiró, y justo entonces una mujer se paró a pedirle si podía recoger la ropa que le llevarían de la tintorería mientras ella estaba fuera. Me pareció grosera e impaciente, hablaba con el conserje mirando el calendario del mostrador, un bloque gris con pantalla digital que informaba a quien estuviera delante de en qué momento exacto se encontraban. Era el día veinticinco del mes de octubre, del año dos mil ocho, a las doce y treinta y seis con veintitrés segundos. Me volví para marcharme; el conserje despachó a la mujer y se apresuró a dar la vuelta al mostrador para abrirme la puerta del vestíbulo. Me preguntó adónde iba; le dije que no lo sabía. Eché a caminar por la ciudad. Era una magnífica tarde de otoño londinense, fresca pero luminosa, bajo algunos árboles había una hojarasca dorada. Dejé atrás el campo de crí quet y la mezquita, Madame Tussauds, subí Goodge Street y torcí por Tottenham Court Road, atravesé Trafalgar Square, y cuando me di cuenta había llegado a Embankment y estaba cruzando el puente. Pensé, como a menudo pienso al cruzar ese puente, en dos jóvenes estudiantes a los que asaltaron allí una noche a altas horas y los tiraron al Támesis por encima de la baranda. Uno salió con vida y uno murió. Nunca he entendido cómo se las arregló el que sobrevivió, a oscuras, en medio del frío absoluto, conmocionado y con los zapatos puestos. Pensando en él, me pegué al lado derecho del puente, paralelo a la vía del tren, y evité mirar el agua. Cuando llegué a la orilla sur, lo primero que vi fue un cartel que anunciaba un «diálogo», esa misma tarde, con un cineasta austríaco. Empezaba al cabo de veinte minutos en el Royal Festival Hall, y en un impulso decidí comprar una entrada. Conseguí una butaca en la galería, en la última fila. No esperaba demasiado, sólo quería distraerme un rato de mis problemas, sentarme a oscuras y oír hablar de películas que nunca había visto, pero en la mitad de la charla el director pidió al moderador que pusiera un corte de Swing Time, una película que conozco muy bien, de niña no me cansaba de verla. Me erguí en la butaca. En la enorme pantalla delante de mí, Fred Astaire bailaba con tres figuras recortadas a contraluz. Las figuras no pueden seguirle, empiezan a perder el ritmo. Finalmente las tres tiran la toalla, haciendo ese gesto tan americano de «¡Bah!» con la mano izquierda, y abandonan el escenario. Astaire sigue bailando solo. Entendí que las tres siluetas en sombra también eran Fred Astaire. ¿Me había dado cuenta, de niña? Nadie acaricia el aire igual, ningún otro bailarín dobla las rodillas de esa manera. Mientras tanto, el director hablaba de una teoría suya sobre el «cine puro», que empezó a definir como la «interacción de luz y oscuridad, expresada como una especie de ritmo, en el curso del tiempo», pero esa noción se me antojó aburrida y difícil de seguir. Detrás de él, por alguna razón, volvió a reproducirse el mismo corte de la película, y mis pies, al son de la música, empezaron a tamborilear en el asiento de delante. Sentí una ligereza maravillosa en el cuerpo, una felicidad absurda que parecía surgida de la nada. Había perdido mi trabajo, cierta versión de mi vida, mi intimidad, pero aun así todas esas cosas me parecieron insignificantes comparadas con la sensación de alegría que experimenté al ver el baile y seguir sus ritmos precisos con todo mi ser. Empecé a perder la noción del espacio que me rodeaba, elevándome por encima de mi cuerpo, contemplando mi vida desde un punto muy lejano, suspendida en el aire. Me recordó a los trances que explica la gente que ha tomado drogas alucinógenas. Vi pasar todos los años de mi vida de golpe, pero no asentados uno sobre otro, experiencia tras experiencia, forjando algo con sustancia… Todo lo contrario. Se me estaba revelando una certeza: que siempre había intentado arrimarme a la luz de los otros, que nunca había brillado con luz propia. Me vi a mí misma como una especie de sombra.
«Había perdido mi trabajo, cierta versión de mi vida, mi intimidad, pero aun así todas esas cosas me parecieron insignificantes comparadas con la sensación de alegría que experimenté al ver el baile y seguir sus ritmos precisos con todo mi ser.»
Cuando terminó el acto, volví a recorrer la ciudad hasta el apartamento, telefoneé a Lamin, que esperaba en una cafetería cercana, y le dije que todo estaba en calma. A él también lo habían despedido, pero en lugar de dejarle volver a casa, a Senegal, me lo había traído conmigo aquí, a Londres. Llegó a las once, cubriéndose con la capucha de la sudadera por si había cámaras. El vestíbulo estaba despejado. Con la capucha estaba aún más joven y más guapo, y me pareció casi escandaloso ser incapaz de sentir nada por él. Después nos quedamos tumbados en la cama con nuestros portátiles y, para no revisar el correo electrónico, me puse a navegar en Google sin un propósito concreto hasta que me acordé del fragmento de Swing Time y lo busqué. Quería enseñárselo a Lamin, me picaba la curiosidad por ver qué opinaba, ahora que también era bailarín, pero me dijo que no sabía quién era Astaire ni lo había visto nunca. Mientras pasaba la escena, Lamin se enderezó en la cama y frunció el ceño. A duras penas pude entender lo que estábamos viendo: Fred Astaire con la cara pintada de negro. En el Royal Festival Hall me había sentado en la galería, sin gafas, y la escena se abre con Astaire en un plano general. Sin embargo, nada de eso explicaba cómo me las había ingeniado para anular en mi memoria la imagen de la infancia: los ojos saltones, los guantes blancos, la sonrisa de Bojangles. Me sentí estúpida, cerré el portátil y me acosté. A la mañana siguiente me desperté temprano y dejé a Lamin en la cama, fui rápidamente a la cocina y encendí mi teléfono móvil. Esperaba cientos de mensajes, miles. A lo sumo tenía treinta. Era Aimee quien en otros tiempos me mandaba cientos de mensajes en un solo día, y de pronto comprendí al fin que ya nunca volvería a mandarme ninguno. No sé por qué tardé tanto en comprender algo tan obvio. Fui pasando una lista deprimente: una prima lejana, unos pocos amigos, varios periodistas. Entonces vi uno titulado «puta». Tenía una dirección absurda de números y letras y un vídeo adjunto que no se abría. El cuerpo del mensaje era una única frase: «Ahora todo el mundo sabe quién eres en realidad.» Parecía una de esas notas que podría mandar una cría de siete años resentida y con una idea implacable de la justicia. Y por supuesto, si puede ignorarse el paso del tiempo, era exactamente eso.
PRIMERA PARTE
Los comienzos
«Mi madre era feminista. Llevaba el pelo a lo afro y muy corto, su cráneo estaba perfectamente modelado, nunca usaba maquillaje y nos vestía a las dos con la mayor sencillez posible. El pelo no es esencial cuando te pareces a Nefertiti.»
Si todos los sábados de 1982 pueden concebirse como un mismo día, conocí a Tracey a las diez de la mañana de aquel sábado, caminando por la gravilla polvorienta del patio de una iglesia, cada una de la mano de su madre. Allí había muchas más niñas, pero por razones obvias nos fijamos una en la otra, en nuestras similitudes y diferencias, como suelen hacer las niñas. Ambas teníamos exactamente el mismo tono de piel morena, como si a las dos nos hubieran cortado del mismo rollo de tela marrón, nuestras pecas se concentraban en las mismas áreas y éramos de la misma altura. Sin embargo, mi cara era más recia y melancólica, con una nariz larga, seria, y los ojos un poco mustios, igual que la boca. La cara de Tracey era vivaracha y redonda, parecía una Shirley Temple oscura, salvo porque tenía una nariz tan problemática como la mía, enseguida me di cuenta, una nariz ridícula: apuntaba hacia arriba como la de un cerdito. Bonita, pero también obscena: las fosas estaban en exposición permanente. Podría decirse que en cuestión de narices empatábamos. En cuanto al pelo, en cambio, ella ganaba de calle. Tenía unos tirabuzones que le caían hasta la cintura, recogidos en dos trenzas brillantes por algún aceite, prendidas en la punta con unos lacitos de raso amarillo. Los lacitos de raso amarillo eran un fenómeno desconocido para mi madre, que simplemente me echaba hacia atrás el pelo crespo formando una nube enorme y lo sujetaba con una cinta negra. Mi madre era feminista. Llevaba el pelo a lo afro y muy corto, su cráneo estaba perfectamente modelado, nunca usaba maquillaje y nos vestía a las dos con la mayor sencillez posible. El pelo no es esencial cuando te pareces a Nefertiti. Ella no tenía necesidad de maquillaje, productos de belleza, joyería o ropa cara, y así su situación económica, sus ideas políticas y su estética encajaban a la perfección, muy oportunamente. Los accesorios sólo entorpecían el conjunto, incluida (o así lo sentía yo entonces) la niña de siete años con cara de caballo que iba a su lado. Al mirar a Tracey diagnostiqué el problema opuesto: su madre era blanca, obesa, aquejada de acné. Llevaba el pelo rubio y ralo peinado hacia atrás, muy tirante, en lo que sabía que mi madre llamaría un «lífting estilo Kilburn». Pero el encanto personal de Tracey era la solución: ella se había convertido en el accesorio más llamativo de su madre. El aire de la familia, aunque no encajara con los gustos de mi madre, me fascinó: logos, pulseras y aros de bisutería, estrás a mansalva, deportivas caras de esas que mi madre se negaba a reconocer como una realidad del mundo («Eso no son zapatos»). A pesar de las apariencias, sin embargo, nuestros orígenes no eran tan distintos. Tanto su familia como la mía vivían en los bloques de protección oficial, sin subsidios. (Una cuestión de orgullo para mi madre, un ultraje para la de Tracey: había intentado muchas veces que le dieran «la paga de discapacidad», en vano.) Según mi madre, eran precisamente esas similitudes superficiales las que concedían tanta importancia al buen gusto. Ella se vestía para un futuro que aún no existía, pero que esperaba conocer. Para eso servían sus pantalones lisos de lino blanco, su camiseta «bretona» a rayas blancas y azules, sus alpargatas con la suela deshilachada, su severa y hermosa cabeza africana: todo tan sencillo, tan austero, completamente desacorde con el espíritu de la época y con el lugar. Un día nosotras «saldríamos de aquí», ella acabaría sus estudios, se convertiría en una mujer radical y sofisticada de verdad, a quien tal vez incluso se nombrara junto a Angela Davis o Gloria Steinem… Las sandalias de esparto formaban parte de esa visión enérgica, apuntaban sutilmente a los ideales más elevados. Yo era un accesorio sólo en el sentido de que mi propia falta de gracia constituía un símbolo admirable de contención materna, porque se consideraba de mal gusto (en los círculos a los que aspiraba mi madre) vestir a tu hija como una buscona. Tracey, en cambio, encarnaba sin ningún pudor las aspiraciones frustradas de su madre, era su única alegría, con aquellos electrizantes lacitos amarillos, una falda de tutú con muchas capas y un top que dejaba al descubierto una franja de la barriguita infantil y aceitunada, y cuando nos apretujamos con ellas para entrar a la iglesia arrastradas por la corriente de madres e hijas, observé con interés que la madre hacía pasar a Tracey delante —de ella, y también de nosotras—, valiéndose de su propio cuerpo para atajarnos, la carne de sus brazos temblando como gelatina, hasta que llegó a la clase de danza de la señorita Isabel con una expresión que delataba su orgullo y su nerviosismo, dispuesta a depositar su preciosa carga al cuidado provisional de terceros. La actitud de mi madre era en cambio de resignación y hastío, con un punto de sorna, porque la clase de danza le parecía ridícula, ella tenía mejores cosas que hacer, y al cabo de unos cuantos sábados (en los que se desplomaba en una de las sillas de plástico alineadas ante la pared de la izquierda, disimulando a duras penas su desdén por toda la maniobra), empezó a acompañarme mi padre en vez de ella. Esperaba que el padre de Tracey se encargara de llevarla también, pero no fue así. Resultó, como mi madre había adivinado a la primera, que no había ningún «padre de Tracey», al menos en el sentido convencional de matrimonio al uso. Eso también era un ejemplo de mal gusto.
«Soberbia. La novela más entretenida que leerás este año.» The Times Literary Supplement