La fuerza expresiva de las situaciones dramáticas y los diálogos brillantes de los grandes clásicos de Hollywood como Casablanca (Michael Curtiz, 1941), film que este año celebra el 75 aniversario de su estreno, evocan, más allá de sus icónicas imágenes, una manifiesta devoción por las palabras. Diversos escritores de prestigio fueron requeridos, a golpe de talonario, para dar lustre a las producciones de los grandes estudios, pero, paradójicamente, sus experiencias no siempre resultaron gratificantes.
«Idiotas con Underwoods». Así describía el todopoderoso Jack Warner, responsable de producción de Warner Bros., a los escritores que merodeaban por Hollywood durante la época dorada. Los grandes estudios reclutaron, prácticamente desde sus orígenes, a miles de autores venidos de diversos campos (el periodismo, la publicidad, el teatro, la literatura popular y, sobre todo a partir de los años treinta, la literatura considerada «de calidad») para escribir los libretos de filmes producidos en serie, siguiendo los métodos del trabajo en cadena de la industria del motor.
Las majors hollywoodienses ofrecían toneladas de entretenimiento, sí, pero también se enorgullecían de crear arte, sobre todo en la ceremonia de los Óscars y las cenas celebradas con críticos y periodistas. Para aportar un toque de sofisticación a sus producciones, los estudios contrataron a tantos autores europeos que, en el departamento de escritura de Metro-Goldwyn-Mayer, el guionista de screwball comedy Charles Lederer colgó un cartel en el que podía leerse: «Aquí se habla inglés». El productor Samuel Goldwyn, por su parte, lanzó una serie de películas con el lema Eminent Authors, para las que contactó con autores ajenos al mundo del cine, como el poeta y dramaturgo simbolista Maurice Maeterlink, que trató de adaptar, con escaso éxito, su inadaptable ensayo alegórico La vida de las abejas (1901).
Las adaptaciones de obras literarias de prestigio y los contratos en exclusiva a narradores como Francis Scott Fitzgerald o Raymond Chandler servían para dar un barniz de prestigio a las producciones comerciales, aunque los jefes de los estudios, en privado, se mostraban incómodos con las frecuentes discusiones con los autores sobre cuestiones «artísticas», que ellos consideraban meras veleidades intelectuales. El recelo era mutuo: los escritores como Ernest Hemingway despreciaban ese mundo lujoso y superficial que parecía creado para arruinar la existencia de «almas sensibles» como Dashiell Hammett o Scott Fitzgerald; escritores que, tras pasar por Hollywood, ya no consiguieron recuperar el brillo del pasado. En el extremo opuesto, la compañera sentimental de Hammett, la dramaturga y guionista Lilian Hellman, responsable de los libretos de películas tan distintas como La loba (1941), de William Wyler, o La jauría humana (1966), de Arthur Penn, pasó del desdén intelectual inicial al entusiasmo hacia las posibilidades que el nuevo medio ofrecía a los escritores sin prejuicios. Con el tiempo, el mito del creador literario que termina perdiendo su talento (y a veces la razón) trabajando para el cine se ha convertido en un lugar común representado una y otra vez en títulos tan distintos como Cautivos del mal (1952), de Vincente Minnelli, o Barton Fink (1991), de los hermanos Coen. Pero, ¿cuáles fueron las razones que dieron lugar a este frecuente desencuentro entre los grandes escritores y el mundo del cine?
Industria versus arte
En los años del Hollywood dorado, Jack Warner soñaba con escuchar desde su despacho un batallón de máquinas de escribir tecleando sin parar de nueve a seis, pero los guionistas, que insistían en cultivar conductas que los ejecutivos consideraban poco productivas, replicaban que las musas rara vez atendían a horarios. Los estudios contraatacaron contratando a responsables en eficiencia, que restringieron el uso de los afiladores de lápices y los turnos de café, en un intento desesperado de luchar contra la dispersión creativa. Pronto empezó una guerra, inicialmente velada, más tarde mucho más explícita, entre escritores y productores, que, tal y como reflejan películas más recientes como Adaptation (El ladrón de orquídeas) (Spike Jonze, 2002), todavía perdura.
La única manera en que alguien como [Raymond Chandler] podía contribuir con su arte a Hollywood consistía precisamente en desafiar las convenciones de Hollywood, lo que con frecuencia sumía al escritor en un bucle de enfrentamientos e incomprensión que solía culminar con la carta de despido.
Raymond Chandler se quejaba, en una carta al actor Charles Morton, de las contradicciones del denominado «sistema de estudios»: «El guion tal como existe es el resultado de una enconada y prolongada batalla entre el escritor (o los escritores) y la gente cuyo objetivo es explotar su talento sin darle la libertad de usar ese talento». Efectivamente, las constantes interferencias de los ejecutivos de los estudios en el contenido de los libretos (sumado al desconocimiento de los códigos narrativos del guion cinematográfico por parte de los escritores que provenían de la novela o el relato breve) causaban enojo y frustración en unos creadores que, eso sí, recibían unos suculentos emolumentos por las molestias. El mismo Chandler ─que en 1944, en el momento de escribir a Morton, tenía un contrato bien remunerado con Paramount por tres años─ se lamentaba de un sistema de retribución que, a la larga, producía «una clase de escritores mantenidos sin iniciativa, independencia o espíritu de lucha». La única manera en que alguien como él podía contribuir con su arte a Hollywood consistía precisamente en desafiar las convenciones de Hollywood, lo que con frecuencia sumía al escritor en un bucle de enfrentamientos e incomprensión que solía culminar con la carta de despido. Hellman, por el contrario, discrepaba del victimismo general alegando que «no te sientes tentado a prostituirte, a no ser que quieras ser una puta».
Inadaptados en Hollywood
La leyenda cuenta que el torrencial William Faulkner apenas aportó cuatro líneas al guion de Tierra de faraones (Howard Hawks, 1949), después de pasar cuatro meses en Egipto con los gastos pagados.
En cualquier caso, pronto empezó a quedar claro que la «alta cultura» tenía dificultades para adaptarse a un sistema que premiaba el olfato comercial y el sentido del espectáculo sobre las sofisticaciones intelectuales y las pretensiones autorales. La leyenda cuenta que el torrencial William Faulkner apenas aportó cuatro líneas al guion de Tierra de faraones (Howard Hawks, 1955), después de pasar cuatro meses en Egipto con los gastos pagados. Y Chandler, tras trabajar codo con codo con Billy Wilder en la adaptación de la novela de James M. Cain Perdición (1944), acabaría quejándose de que el director y coguionista del filme le trataba «como un empleado» y describiendo el trabajo en equipo con éste como «una experiencia asesina». Algunos, como Ray Bradbury o Scott Fitzgerald, incluso rompieron cualquier pacto de silencio para ajustar cuentas en sus libros con la crónica de sus amarguras hollywoodienses.
Lógicamente, los narradores surgidos de las revistas de literatura criminal hard boiled (que podríamos traducir como «dura de pelar»), como Hammett, Cain u Horace McCoy fueron los que obtuvieron mejores resultados (al fin y al cabo, su obra evocaba con frecuencia imágenes de factura cinematográfica), pero aquellos que provenían de imaginarios culturales en las antípodas ─como Jean-Paul Sartre, que escribió un primer borrador de guion de más de 300 páginas, repleto de detalles insignificantes, para el film biográfico Freud, pasión secreta (1962), de John Huston─ descubrieron que sus virtudes no siempre eran apreciadas en la Meca del Cine. Quizá por eso, los guionistas más exitosos y prolíficos de la historia del cine clásico, como Ben Hecht (considerado el Shakespeare de Hollywood), Billy Wilder, I. A. L. Diamond, Niven Busch o Frank S. Nugent fueron casi siempre tipos pragmáticos, amantes del estilo directo, la concisión narrativa y la réplica brillante, alejados del canon de la literatura highbrow.
Más allá de la censura
La voluntad de los escritores norteamericanos del siglo XX de cuestionar los fundamentos del American Way of Life colisionaba con las pretensiones edificantes de ciertos productores y el puritanismo asociado a la moral de los colonos.
Probablemente, en el relativo fracaso de los escritores «modernos» en Hollywood jugaron un papel importante las imposiciones del denominado Código Hays. Tal y como señala Gregory D. Black en su interesante monografía Hollywood censurado (Akal, 2012), la voluntad de los escritores norteamericanos del siglo XX de cuestionar los fundamentos del American Way of Life colisionaba con las pretensiones edificantes de ciertos productores y el puritanismo asociado a la moral de los colonos. Autores como Theodore Dreiser ─de quien Josef von Sternberg firmaría una pronta adaptación cinematográfica en Una tragedia humana (1931)─, Upton Sinclair, John Dos Passos, Nathanael West o Eugene O’Neill mostraban una visión desencantada del género humano, que a la práctica suponía el fin del idealismo wilsoniano que el cine se empeñaba en difundir. El impulsor del tristemente famoso código de regulación de los contenidos de las películas, el senador William H. Hays, arremetía contra «la morbosidad» y la «orgía de autorrevelación» de los autores contemporáneos. Además, en la era de la Caza de Brujas, la revelación de que entre los supuestos comunistas abundaban los escritores, como Dalton Trumbo, Ring Lardner Jr. o Alvah Bessie, no contribuyó a mejorar la reputación de esos «idiotas con Underwoods», de los que las majors habían sospechado desde los inicios.
Rompiendo las barreras entre literatura y cine
Durante mucho tiempo, el cine se empeñó en llevar a la gran pantalla grandes obras de la literatura, como Oliver Twist o Guerra y paz, pero los resultados rara vez solían estar a la altura del original. La mejor elección parecía ser ─como ya había advertido el siempre sagaz Alfred Hitchcock─ partir de una «novelita de tren» que, si era necesario, podía ser traicionada sin remordimientos. Daphne du Maurier podía ser, pues, una mejor elección que Jane Austen, del mismo modo que el cine de hoy siente una especial predilección por autores populares como Stephen King. Sin embargo, los textos de los escritores «modernos» se convertirían en el material de partida para el derrumbe del clasicismo cinematográfico y el inicio del denominado manierismo. El imaginario de los «góticos sureños», desde Tennessee Williams a Carson McCullers o Erskine Caldwell, encontraría una fecunda prolongación visual en las películas de los cineastas de la «generación perdida», como Elia Kazan, Richard Brooks, John Huston o Anthony Mann. Aunque rara vez fueron ellos mismos los encargados de escribir los guiones, el espíritu de sus obras sí se hacía patente en los filmes de los cineastas del Hollywood de los años cincuenta y sesenta, que ponían fin al eterno «viaje del héroe» del relato épico tradicional, para introducir interesantes elementos crepusculares.
La crisis del clasicismo sirvió para romper las eternas barreras entre literatura y cine. De repente, un escritor como Graham Greene podía firmar un ejercicio de estilo en torno a las historias de espionaje como El tercer hombre (Carol Reed, 1949), que solo después convertiría en novela. O un cineasta como Orson Welles se atrevía con un escritor tan poco visual como Franz Kafka en El proceso (1962). Con el tiempo, el cine acabaría atrayendo a autores tan distintos como Norman Mailer o Paul Auster, que se acercarían a él libres de los viejos prejuicios de los tiempos del cine clásico, convencidos de que, como afirma la estudiosa Ana Recio, «el cine es otra literatura».
Momentos estelares de la adaptación literaria
Adiós a las armas (Frank Borzage, 1932)
Pese al desprecio de Hemingway hacia el mundo del cine, lo cierto es que Hollywood contribuyó notablemente a su fama. La temprana adaptación de Adiós a las armas sacaba partido del dramatismo y el lirismo de la puesta en escena del estilista del melodrama Frank Borzage. A partir de los años cuarenta vendrían otras adaptaciones como Por quién doblan las campanas (Sam Wood, 1943), Tener y no tener (Howard Hawks, 1944) o Forajidos (Robert Siodmak, 1946).
Las uvas de la ira (John Ford, 1940)
El guionista, y también director, Nunnally Johnson consiguió hacer justicia a la novela de John Steinbeck en esta acerada cinta de John Ford, punta de lanza del drama naturalista norteamericano. La fotografía en violento claroscuro de Gregg Toland y la sobriedad de un Ford alejado del optimismo del western convierten esta crónica de la Gran Depresión en la confirmación de que Hollywood también produjo gran cine literario.
Perdición (Billy Wilder, 1944)
Aunque Raymond Chandler recordó amargamente la experiencia, el trabajo junto a Billy Wilder en la novela Double Indemnity de James M. Cain revolucionó los códigos del film noir aportando mundanidad y una sugestiva amoralidad que mandaba al traste las restricciones del código Hays. Un filme (todavía hoy) inusualmente moderno.
La noche del cazador (Charles Laughton, 1955)
El escritor y periodista James Agee, ganador del Pulitzer por la novela autobiográfica Una muerte en familia, fue uno de los pocos que consiguió firmar también dos obras maestras del cine: la inmortal cinta de aventuras La reina de África (John Huston, 1941), basada en una novela de C. S. Forester, y el tenebroso «cuento infantil» La noche del cazador (adaptación de una novela de David Grubbs).
La pequeña tierra de Dios (Anthony Mann, 1958)
Películas como El largo y cálido verano (Martin Ritt, 1958) o Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962) dieron a conocer el universo del «gótico sureño» más allá de los círculos literarios. Entre la larga lista de películas encuadradas en esta tendencia temática y estética, cabe reivindicar esta adaptación correosa de Erskine Caldwell firmada por el guionista Philip Yordan y dirigida por el gran Anthony Mann. Un filme de culto con fotografía de inspiración expresionista y un humor ácido y desolador que cuenta con grandes interpretaciones de Robert Ryan y Aldo Ray.
El último magnate (Elia Kazan, 1976)
El dramaturgo galardonado con el Nobel Harold Pinter fue el encargado de adaptar la novela inconclusa de Francis Scott Fitzgerald, en la que evocaba con tintes agridulces sus años en la industria del cine. La última película dirigida por Elia Kazan es un indiscutible canto del cisne del cine clásico; un filme funerario que revisa con nostalgia un mundo en ruinas.
Casablanca, el esplendor de lo clásico
La célebre película de Michael Curtiz puede considerarse la perfecta encarnación del espíritu creativo del cine clásico: un filme que nació como una pura explotación de los filmes exóticos de aventuras como Argel (John Cromwell, 1938) y que terminó convirtiéndose en mito inmortal, gracias a la reivindicación posterior de los estudiantes universitarios que, en las proyecciones golfas de la película, conectaron con el tono romántico y al tiempo desencantado del filme y también con el humor áspero del Rick interpretado por Humphrey Bogart. Aunque el argumento, inspirado en la poco conocida obra teatral Everybody Come To Rick’s, de Murray Burnett y Joan Alison, contenía abundantes clichés del folletín romántico y las cintas de propaganda estrenadas durante la Segunda Guerra Mundial, sus guionistas consiguieron desafiar los límites expresivos del código Hays creando una obra inmortal que, como bien ha afirmado el filósofo esloveno Slavoj Žižek, está diseñada para satisfacer al público más inocente y también al más sofisticado.
La leyenda dice que el guion fue fruto de una serie de hallazgos y casualidades felices. Lo cierto es que, pese a las improvisaciones, el resultado final es una muestra elocuente del talento indiscutible de los guionistas del «sistema de estudios». Los hermanos gemelos idénticos Julius J. y Philip G. Epstein fueron los encargados de escribir el primer borrador del libreto; tarea que simultanearon con su participación en los documentales de propaganda de Frank Capra Why We Fight (1942-1945). La carga de trabajo propició que pronto entraran otros escritores: Howard B. Koch, autor del guion de la provocadora versión radiofónica de La guerra de los mundos de Orson Welles, y Casey Robinson, que incluso escribió escenas durante el rodaje. Al parecer, la frase final que Bogart le dice a Claude Rains («Louis, presiento que éste es el comienzo de una hermosa amistad») fue escrita por el productor Hal B. Wallis. El posterior éxito del filme propició que tanto los hermanos Epstein como Koch trataran de atribuirse en exclusiva la paternidad del guion. La película testimonia, con su sugestiva combinación de elementos en apariencia contradictorios (cinismo y romanticismo, aventura y melancolía, propaganda y nihilismo…) las complejidades del relato clásico y la calidad de una forma de escritura comunal que Hollywood impulsó durante décadas.