En los últimos doscientos años, la literatura ha redefinido y ampliado la idea de la Navidad como época de cambio, fantasía y revelación, creando un género guiado por una brújula moral pero despojado de religiosidad.
Cualquier ateo medianamente informado les dirá que todo lo que rodea a la Navidad es un cuento, y ni siquiera uno original: la lista de similitudes entre Jesús y otros dioses más antiguos, como Horus, Krisna o Mitra, esquiva la casualidad y conjura la idea de que quizás exista un mito universal relativo al nacimiento de dioses, un patrón narrativo similar al de El héroe de las mil caras de Joseph Campbell. Sin embargo, el objeto de este artículo no es repasar la mitología comparada, sino dar testimonio de la relación entre la literatura y la Navidad, de su evolución y de vencer cualquier posible reticencia a disfrutar de este género literario.
De cómo Dickens reinventó la Navidad
Buceando en sus orígenes, los eruditos parecen coincidir en que el primer cuento inspirado en la Navidad lo escribió en el siglo II el filósofo griego Celso. Se trata de un texto en el que se burla de la afirmación de que Jesús es hijo de Dios, le increpa directamente preguntándole cuáles fueron sus hazañas y asegura que es el fruto de una judía amancebada con un soldado romano. Es decir, nada que ver con lo que nos vendría a la mente si alguien nos pidiera que le contáramos una historia la noche del veinticuatro de diciembre. Ni un apunte de buenos deseos, lecciones morales, sentido de comunidad, espíritu edificante, tragicomedia o epifanías sobre la condición humana; resumiendo: nada de Charles Dickens, uno de los escritores más importantes de la historia y la prueba de que, a pesar de la creencia popular, se puede ser un artista, incluso un genio, y sin embargo ser buena persona. Fue él quien escribió en 1843 el relato fundacional que sentó las bases del género, su celebérrimo Cuento de Navidad (o Canción de Navidad, con ambos nombres se encuentra). Su publicación fue un éxito tan extraordinario que transformó la celebración religiosa y austera de los puritanos ingleses en una fiesta familiar de reencuentros, recuerdos, alegría, comidas especiales, generosidad e intercambio de regalos. Y a partir de entonces, Dickens comenzó su propia tradición de publicar un cuento navideño cada año.
Aunque Dickens no fue el primero. Hubo otros escritores que sumaron ficción y Navidad antes que él, como los hermanos Grimm en Los táleros de las estrellas (1812) o E.T.A. Hoffmann con El cascanueces y el rey de los ratones (1816). En este cuento, una niña recibe la noche de Navidad un juguete que cobra vida y que la transporta a un mundo mágico poblado por muñecos; como la Toy Story de Pixar, pero con ratones belicosos y escrita casi doscientos años atrás. También merece ser destacado un breve y encantador cuento de Nathaniel Hawthorne, Las hermanas (1839), que narra el encuentro la noche del 31 de diciembre de dos hermanas, una anciana que es el año que acaba y una joven que es el que está a punto de empezar.
No fue el primero, pero fue Dickens el que sentó las bases, la poética de este nuevo género. Porque sí, digámoslo ya, el cuento navideño es un género por derecho propio. Al igual que existe una literatura de verano, en la que abundan las bicicletas, los amores fugaces, las escenas de playa, las noches calurosas que marcan vidas y la nostalgia; narraciones que habitualmente tienen un estricto carácter realista. Por el contrario, en las historias navideñas abunda la fantasía, la magia parece más probable, más propicia, la imaginación impone sus reglas. Si en la literatura veraniega se acostumbra a señalar con añoranza o culpabilidad lo que pudo ser y no fue, en la navideña todo es posible, se abraza lo fantástico, lo sobrenatural. En Markheim (1884), de Robert Louis Stevenson, el protagonista que da nombre al cuento comete un crimen el mismo día de Navidad, momento en que se le aparece un extraño personaje (¿el mismo Diablo? ¿Un ángel?), que le hace reflexionar acerca de lo que acaba de hacer y del futuro que le espera. En este inquietante cuento encontramos algunas de las características que acotan el género: la más obvia es la época, de Navidad al día de Reyes; otra se refiere a los personajes: siempre individuos en situaciones límite, ya sea a un nivel existencial o puramente físico; una tercera regla es que las peripecias de dicho personaje desembocan en una revelación. Markheim, en lugar de matar a la criada, le pide que llame a la policía. Otra lección de Dickens: a menudo esa moralidad redunda en una crítica social. En el simple y tristísimo La niña de los fósforos (o La pequeña cerillera) (1845), de Hans Christian Andersen, la protagonista no se atreve a volver a casa porque no ha vendido nada y su padre le pegará si regresa sin una moneda. Aterida de frío e ignorada por todos, la niña enciende una cerilla tras otra para tratar de conseguir unos segundos de calor, mientras en las casas las familias se disponen a dar cuenta de suculentos banquetes.
¿Cosas de niños?
Paradójicamente, las características que lo definen como un género único lo abocan a la estantería de los entretenimientos, del divertimento menor. Si pretenden dar una lección moral y recurre a la fantasía, seguro que debe ser para los críos, ¿no? Como los juguetes. De hecho, algunos escritores abandonaron sus géneros favoritos para abordar el cuento navideño a modo de regalo para sus hijos. Es el caso de J.R.R. Tolkien, que desde 1920 hasta 1943 les escribió cartas a los suyos haciéndose pasar por Santa Claus. Recopiladas en un volumen, Las cartas de Papá Noel, relatan el trabajo de los elfos fabricando juguetes y sus aventuras defendiéndose de los ataques de los trasgos.
Sin abandonar las narraciones de asumido aire infantil, conviene destacar ¡Cómo el Grinch robó la Navidad!, una vuelta de tuerca al género, volver a contar la misma historia pero desde el punto de vista de una especie de reverso de Papá Noel.
Miedo a perder sus regalos tiene el niño protagonista de El regalo (1952), un breve cuento de Ray Bradbury. Aquí el autor emplea una excusa de otro género, la ciencia ficción, para reformular la lección. Una familia está a punto de coger una nave espacial con destino a Marte, donde piensan celebrar la Natividad. En la aduana no les dejan subir el árbol de Navidad y el regalo del pequeño por exceso de peso. El niño exige su regalo y, mientras suenan villancicos, el padre le ofrece a su hijo la vista del espacio, donde las estrellas brillan como «cien mil millones de maravillosas velas blancas».
La cabalgata de los Reyes
Y hablando de regalos, hasta hace relativamente poco en nuestro país ese era negociado exclusivo de los Reyes Magos. Leopoldo Alas «Clarín» publicó en 1901 El rey Baltasar, en la que narra los apuros de un humilde oficinista para comprarle un regalo a su hijo pequeño.
Quizás más ambiciosa, Emilia Pardo Bazán escribió hasta ocho cuentos con los Reyes Magos de protagonistas, profundizando en sus razones y sus personalidades.
No son casos aislados en nuestro país: numerosos autores han abordado el cuento navideño, desde Gustavo Adolfo Bécquer hasta Ana María Matute, pasando por Azorín, Valle-Inclán, Benito Pérez Galdos, Blasco Ibañez y Francisco Ayala. Una tradición que parece gozar de buena salud gracias a antologías como El último árbol. Cuentos de Navidad (2011), en la que participan hasta veinte autores iberoamericanos.
¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?
¿Es muy diferente el cuento navideño actual del fundacional de Dickens? Sí y no. Los autores actuales se acercan al género desde un punto de vista más irónico, muy consciente, alejados de cualquier pretensión moralizante. Y, sin embargo, la mayoría establecen un diálogo (consciente o no) con la obra de Dickens. En El cuento de Navidad de Auggie Wren (1990), Paul Auster explica como un periódico le encarga un cuento navideño y pasa varios días «guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros (…) ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?». Y sin embargo, él lo consigue. Para terminar este artículo, quizá la pregunta debería ser: ¿por qué debería alguien leer un cuento de Navidad? La respuesta es sencilla: por los autores. No hay un género malo o aburrido, solo libros malos o aburridos, y eso depende del talento (o de su ausencia) del escritor. Y pocos géneros pueden presumir de una lista de autores con tantísimo talento como el cuento navideño. Como recomendación final, mis dos favoritos: La Navidad de un niño en Gales (1952) de Dylan Thomas, escrito con su característico lenguaje rico y musical, y Una Navidad (1982) de Truman Capote. Ah, y no es necesario esperar a la noche de Reyes para leerlos.