AVANCE EDITORIAL
Los reyes de la mudanza
Joshua Cohen
«El transporte público seguía funcionando, pero solo el metro, y encima con retrasos, de forma que les tocó caminar un par o tres de millas: aletargados, demacrados y huraños.»
«La estrategia era que un equipo entraba por delante y barría la casa hacia atrás y el otro entraba por detrás y la barría hacia delante; los dos equipos se encontraban en el medio y trataban de no aniquilarse entre ellos.»
«De camino al vestíbulo, Yoav dobló una esquina y se topó con una pistola. Tom le estaba apuntando con ella a la boca.»
«Para mitigar pérdidas. Fraunces Bower no contrataba a gente especializada en mover bultos pesados solo para que luego esa gente llamara a la policía.»
¿Qué tienen en común el jefe de una gran empresa de mudanzas, recién divorciado y con una hija rebelde que se desengancha de las drogas y colabora en una ONG, con dos jóvenes judíos que se buscan la vida en Norteamérica después de su paso por el ejército israelí, y un veterano de la guerra de Vietnam que es desahuciado? Hay lazos familiares entre algunos de ellos, orígenes comunes, creencias, historias compartidas, pero, sobre todo, dos países y sus circunstancias, Israel y Estados Unidos, y una gran urbe donde todos se acaban encontrando: Nueva York.
La editorial De Conatus se estrena con la publicación de Los reyes de la mudanza, de Joshua Cohen (Nueva Jersey, 1980), considerado uno de los mejores autores de la reciente narrativa estadounidense por la revista Granta, cuya trayectoria está avalada por títulos como Witz, Four new messages y Book of numbers, obras que han seducido a la crítica y a los lectores más exigentes con la originalidad de su estilo y la provocación de sus enfoques.

Esta novela, traducida al español por Javier Calvo, se zambulle de cabeza en las contradicciones del presente, explorando las experiencias, las ambiciones, los miedos y escalofríos de personajes rotos, desplazados, abocados a la marginalidad.
Todas las predicciones decían que la tormenta aflojaría después de sepultar Nueva Jersey, pero otro frente que bajaba por el Hudson colisionó con ella y la dejó atrapada, bloqueando todas las salidas y sellando el cielo con tablones. La tormenta se dedicó a acechar y a rabiar y por fin simplemente se plantó y se puso en cuclillas.
Aquella noche la blancura descendió sobre todo, igualitaria. Con fuerza y aplomo, y cuando los vientos se pusieron a aullar como una ambulancia por las calles laterales, la nieve que ya había caído volvió a levantarse del suelo, hasta que el asfalto mismo pareció igual de inestable que una nube y empezó a dar la impresión de que cualquier paso podía ser un paso en falso letal.
Eso fue lo que hizo salir a los chavales, el riesgo.
Lo confirmó por la tele aquella mujer del tiempo blanca con pinta de maestra y rociada de espray bronceador hasta ser de una raza indeterminada: la escuela había sido oficialmente cancelada.
Los chavales se congregaron en las esquinas y en lo alto de las escaleras del paso elevado para bajar por las pendientes que formaba la nieve con sus trineos hechos a base de tapas de cubos de basura, tapacubos de ruedas y cajas de cartón aplanadas. Le ataron una cuerda a un cuadriciclo y se dedicaron a remolcarse entre ellos sobre láminas de aislante Tyvek, lanzándose a la carrera para hacer volteretas y derrapes. Fabricaron ídolos de sí mismos, los vistieron con pedazos de bolsas de basura y los animaron con rasgos hechos de golosinas, ojos de chocolate, orejas de aros de fruta y bocas hechas de pececitos de gominolas.
Se tiraron nieve los unos a los otros, y nieve helada, y nieve con piedras dentro. Luego hielo y piedras, sin nieve.
Por fin a los chavales más pequeños los llamaron para que volvieran a sus casas. Solo quedó fuera una panda de chavales mayores que procedieron a atacar la casa de Capitolina.
A la mañana siguiente, a Yoav y a Uri los sacó de sus sueños (uno en el que Yoav no pasaba una inspección de equipamiento del escuadrón) (otro en que el exministro de finanzas Yair Lapid hacía desfilar a Batya Neder atada con una correa por el bulevar Rothschild) la diana del timbre del teléfono americano.
Tom los llamaba solamente para avisarles de que el trabajo no se había cancelado y de que no los iba a pasar a buscar.
El transporte público seguía funcionando, pero solo el metro, y encima con retrasos, de forma que les tocó caminar un par o tres de millas: aletargados, demacrados y huraños. Las aceras eran indistinguibles de las calzadas y no había tráfico ni en unas ni en otras. Los letreros de stop temblaban bajo las ráfagas de viento y los semáforos cambiaban para nadie. Jesucristo regresaría a la tierra antes de que alguien pasara la máquina quitanieves por aquel vecindario.
A los isras les dio la bienvenida una puerta que parecía unas fauces abiertas. Todas las ventanas de la casa estaban hechas trizas para dejar ver unos vacíos de bordes dentados y encerrados entre rejas.
Tom llegaba tarde y los isras estaban solos y tenían frío y la nieve los estaba dejando tan indefensos que apenas les daba la sensación de tenerse el uno al otro.
Uri agarró una rama de pino partida del contenedor encallado por la nieve y trepó por los escalones del porche. Yoav le iba justo detrás.
─¿Crees que hay alguien dentro?─ dijo, y después─. Si crees que hay alguien, esperemos, ¿no?
Uri se giró, se llevó el dedo a los labios y señaló con la rama a lo largo de las verjas que flanqueaban la casa.
–Uri, es temprano y me duele la barriga. No hagamos esto.
Uri negó con la cabeza y le dio un golpe –suave, pero aun así un golpe con un trozo de madera– a Yoav. Dejándole la mejilla cubierta de carámbanos afilados.
Por supuesto que Yoav no se había olvidado, y por supuesto que tampoco lo había entendido mal: la estrategia era que un equipo entraba por delante y barría la casa hacia atrás y el otro entraba por detrás y la barría hacia delante; los dos equipos se encontraban en el medio y trataban de no aniquilarse entre ellos. Aunque por lo general había más que un solo soldado por equipo, y más de dos equipos por casa, además de francotiradores apostados en los tejados.
Yoav caminó haciendo crujir con las botas el banco de nieve que se había formado contra el revestimiento lateral astillado de la casa. Así no iba a coger por sorpresa a nadie, pero tampoco lo estaba intentando. La nieve estaba inmaculada y recubierta de cristales rotos. Avanzó moliendo los cristales resplandecientes y convirtiéndolos en escarcha. Dobló la esquina del jardín de atrás sintiendo que ya le subía como bilis por la garganta, aquel flujo o inquietud familiar, y al mismo tiempo nunca familiar: la aproximación de un momento no planeado y para el que no había recibido entrenamiento. Aquel momento en el que no se aplicaban los protocolos y la autoridad se venía abajo, en el que todo el que actuaba se convertía básicamente en general.
El viento le trajo un silbido. Uri le estaba haciendo una señal.
Luego otras voces se pusieron a gritar, ya no en hebreo, y por la puerta de atrás sin pomo de la casa salieron corriendo tres chavales con parkas voluminosas, las capuchas puestas y tirándose de los vaqueros hacia arriba. Dos de ellos rodearon a Yoav pero el tercero corrió directo hacia él y lo tiró al suelo, justo cuando Uri estaba saliendo en tromba de la casa.
Yoav se puso de pie como pudo y lo agarró para inmovilizarlo, pero Uri le dio un golpe con la rama y lo volvió a derribar y luego soltó un grito lastimero, porque los chavales ya se habían escabullido por un agujero de la alambrada y se habían perdido en la blancura.
─Ben zoná, ben sharmuta, ¿ni siquiera eres capaz de mantener tu posición contra una panda de críos drogados?
Y se fue resoplando a buscar su rastro como si fuera un beduino en invierno.
Yoav se quitó la escarcha que tenía encima y se metió en la casa.
La cocina estaba destrozada. Los armarios habían sido arrancados de las paredes. Yoav estaba pisando cuencos y platos hechos añicos. Iba dando patadas a botellas y latas por todo el suelo pringado de baldosas.
Una franja blanca como de cola de mofeta recorría el pasillo. El espejo estaba pintarrajeado, las puertas correderas salidas de sus raíles y pintadas con espray: Fuera de nuestra calle cabrones Iros a la mierda Chase BanKKK, BAM BWER y Mudanzas King Ahora vamos a vuestra casa.
En la sala de estar parecía que una mano codiciosa hubiera perforado las paredes y hubiera hecho añicos las vidrieras del dintel. La barandilla de la escalera estaba hecha pedazos y el rellano era una mezcla de yeso y nieve. La corriente de aire arremolinaba páginas sueltas de libros. En lo alto de la casa, una paloma aleteaba atrapada bajo la claraboya.
De camino al vestíbulo, Yoav dobló una esquina y se topó con una pistola. Tom le estaba apuntando con ella a la boca.
Ron-ríguez y Talco estaban fuera quitando con palas la nieve de alrededor del camión; el día anterior se habían llevado el camión contenedor pero habían dejado el de remolque.
Uri estaba esperando en la calle. Se hicieron algunas llamadas telefónicas mientras Yoav permanecía encorvado junto al contenedor de basuras, jadeando.
La casa, después de una sola noche blanca desatendida, había sido profanada. Por unos chavales asilvestrados que solo querían plasmar sus «iros a la mierda». ¿Pero a quién se lo estaban diciendo? ¿A la gente de las mudanzas o a la gente desahuciada?
Era posible que ni siquiera lo supieran a ciencia cierta.
Cada vez que Yoav echaba un vistazo, Tom estaba hablando por teléfono. Luego Uri se puso a hablar también, pero Yoav no lo escuchó, o bien lo que fuera que Uri estaba diciendo se vio disipado a la fuerza por las preguntas que le estaba haciendo Tom, y Yoav quedó atrapado entre ellos, entre Tom, que quería una explicación, porque su padre, Paul, estaba exigiendo una explicación, y Uri, que a modo de disculpa le estaba contando a Yoav la primera vez que había visto nieve: su familia había ido al Monte Hermón, donde una hermana suya había estado destinada brevemente, todos metidos en el coche y él sentado entre sus otras dos hermanas durante lo que pareció una eternidad mientras conducían perdidos por entre las aldeas drusas de lo alto de las colinas ─si cabían todos en el coche era solamente porque estaban visitando a Orly, que estaba haciendo el servicio militar─, y por fin encontraron la carretera en la que se suponía que tenían que estar y condujeron tan cerca de la cima como pudieron, pero tuvieron que parar en un control de carretera y salieron del coche y se desperezaron y su madre dijo: «Mirad, hay nieve». Y su padre dijo: «Mirad, ahí está Beirut y ahí está Damasco.»
–¿Me oís, isras? –estaba gritando Tom–. Es hora de reunirse, venid a la piña.
La situación era la siguiente: expolio.
Más o menos la mitad del botín, de las cosas –del mobiliario–, estaba demasiado roto para llevarlo al almacén, porque estaba demasiado roto para monetizarlo. No iba a haber forma de amortizar. No con un ropero de rodillas partidas y una cajonera de asas rotas. Un reloj de pared con la puerta de cristal rajada y una pecera agujereada y con un solo cacho de coral de poliuretano traqueteando dentro.
Si aquel fuera un contrato cualquiera, Tom les diría que lo dejaran correr, o bien le recomendaría a su padre que lo dejaran correr, pero como era el primer contrato que tenían con Bower, les tocaba quedarse. Para proteger la mitad de los bienes que quedaban y para proteger su reputación. Para mitigar pérdidas. Fraunces Bower no contrataba a gente especializada en mover bultos pesados solo para que luego esa gente llamara a la policía.
Los reyes de la mudanza, Joshua Cohen, De Conatus, traducción de Javier Calvo, 280 pp., 19,90 €