La edición de una novela de Nabokov siempre es una excelente noticia, motivo de fiesta. La que nos ocupa fue escrita en ruso en Berlín, publicada en París en 1932 y traducida al inglés por su hijo Dmitri con supervisión (cómo no) del propio autor. El título no es un nombre de mujer, como Lolita, sino que es una aproximación al ruso original Podvig, que se traduciría por «gran hazaña» y que cobra sentido en el lector al finalizar la novela.
Al comenzarla, puede uno caer en la tentación de pensar que estamos, por temprana, ante una obra menor. En absoluto. Menor, ¿respecto a qué? ¿A la literatura en general? ¿A la suya propia? Hay autores que no tienen obras menores, Y Nabokov es uno de ellos. Es un titán. Incluso una novela corta como El hechicero, considerada unánimemente como una suerte de esbozo de Lolita, resulta una delicia (perturbadora, pero delicia), un texto de un talento impredecible, único. Todo en Gloria lleva su sello: ese lenguaje musical, sinuoso, elegante y sabio; el dibujo de los personajes en su esencia, la forma de iluminar las frases con un detalle, una ironía que nunca es condescendiente, el sentido lúdico, esos comienzos inesperados que capturan al lector a pesar de no recurrir nunca a la intriga. Y esta me parece que es una idea subrayable: Nabokov es todo lo contrario de un escritor de bestsellers, nunca se podría decir de él que es un page-turner; no por espeso, al contrario, es que el gozo de su lectura hace que uno vuelva la página pero para retroceder, para releer, para prolongar el disfrute.
Quizá sorprenda descubrir que se trata de una novela de aprendizaje (me niego a decir bildungsroman), con algún eco de la biografía del propio autor y una sombra de nostalgia. El protagonista, Martin Edelweiss, joven ruso de buena familia y abuelo suizo, es un exiliado que recorre Europa junto a su madre mientras persigue el amor y un propósito para su vida. En su periplo por Crimea, Suiza, Francia, Inglaterra y Alemania, Martin se cruza con otros emigrantes, exiliados de una tierra a la que no pueden regresar pero que no se aleja de ellos, gente en busca de una identidad (autentico tema de la novela en mi opinión), siempre de viaje a ninguna parte: «Pensó en qué vida tan extraña, tan sumamente extraña le había tocado en suerte; era como si nunca hubiera dejado de estar en un tren rápido, como si solo se hubiera desplazado de un vagón a otro».
En su periplo, Martin conoce primero el deseo en brazos de una mujer poco mayor que él: «Casada a los dieciocho años, le fue fiel a su marido durante más de dos años (…). Varones bien afeitados, persistentes, fijaban su suicidio para el jueves a las siete de la tarde, la medianoche de Nochebuena o a las tres de la madrugada bajo su ventana». Luego, mientras cursa estudios universitarios en Cambridge (tal como hizo Nabokov), entra en contacto con Sonia, otra rusa exiliada, que parece a un tiempo alentar y humillar sus avances amorosos, conduciéndole a la frustración sexual y a la idea de que debe realizar una gesta para ganar su admiración. Martin acabará por abandonar Inglaterra para vagabundear por Francia, trabajando como jornalero, anónimo y fuera de lugar: «Despreocupado visitante oriundo de una lejana orilla, se paseaba por los bazares de los infieles, y todo le resultaba entretenido y lleno de color, pero, fuera donde fuera, nada podía debilitar en él la sensación maravillosa de ser diferente, de ser un elegido». Esa sensación de predestinación le lleva a urdir un plan que no voy a contar, pero que Nabokov sí cuenta con un giro final inesperado e inolvidable.
Por ponerle una única y pequeñísima pega a esta obra maestra, diré que en la página 69 se lee «La noche era negra como boca de lobo», comparación indigna de un autor de su tamaño, y que por eso mismo llama aún más la atención. Un autor capaz de genialidades del tipo «Un caballero corpulento con cara de reptil cortés…». Un regalo: no se la pierdan.
Gloria, Vladimir Nabokov. Anagrama, traducción de xxx, 262 pp., 19,90 €
Josan Hatero