Laura Freixas
«Una cultura de veras universal será la que incorpore, en la misma proporción (como sucede en la realidad), a uno y otro de los dos sexos que componen la humanidad.»
«Nuestra historia no la hemos contado nosotras (ni hemos hecho las leyes, ni inventado la teología, ni tomado las decisiones políticas… que nos afectaban).»
«La cultura se ha construido, por decirlo así, contra la maternidad. Ha sido concebida como la respuesta masculina a la procreación.»
«Con frecuencia, en vez de escribir sobre escritoras como sería de esperar, las autoras prefieren hacerlo sobre mujeres dedicadas a otros terrenos artísticos.»
Olvídense de la «sensibilidad femenina». No sabemos qué es eso, y no es esa la cuestión. Lo que las escritoras aportan es otra cosa: unas vivencias, unos temas, unos personajes, que están ausentes (o son tratados de paso, con poco conocimiento y a menudo poco respeto) en la literatura escrita por varones.
¿Una literatura «de mujeres»? Sí: son mujeres quienes la escriben, y el género las marca (también a ellos) tanto como la pertenencia a un país o una generación. «¿Sobre mujeres?». Sí: suelen serlo sus protagonistas. «¿Para mujeres?». En absoluto: tan universales son las vivencias y los personajes femeninos como las vivencias y personajes masculinos. Precisamente una cultura de veras universal será la que incorpore, en la misma proporción (como sucede en la realidad), a uno y otro de los dos sexos que componen la humanidad.
EL AMA DE CASA
Dice Isabel Coixet que distingue una película hecha por un hombre de otra dirigida por una mujer en que en la primera no aparece nadie haciéndose la cama y en la segunda sí. Vale, es una boutade, pero razón lleva. Yo diría lo mismo de los diarios de escritoras/es: los de ellos suelen hablar de ideas, pensamientos, lecturas, con algún encuentro con amigos para fundar una revista o redactar un manifiesto, o con una amiga para echar un polvo. En cambio en los diarios de escritoras, entre lectura y lectura aparece el cambio de sábanas o la visita al pediatra o la cocina.
Todas somos amas de casa, en mayor o menor medida, a tiempo completo o parcial. Y, claro, son escritoras las que han creado los correspondientes personajes de ama de casa. Madame Bovary es ama de casa, sí, pero Flaubert no la presenta como tal, sino como esposa, lectora, amante, suicida… Numerosas autoras, en cambio, han puesto en escena a personajes cuya condición de ama de casa es el centro de su vida. Quizá mis favoritas son las de Carmen Laforet y Clarice Lispector. Las primeras, habitantes de un libro suyo poco conocido (Siete novelas cortas), son mujeres que encuentran en «sus labores» (así se llamaba entonces, bajo el franquismo) un placer sensual y una poesía secretas, inconfesables; y contemplan con cierto desdén los valores burgueses, masculinos y capitalistas a los que se someten los hombres con poder y dinero de su entorno. Me encantan, también, las amas de casa que protagonizan muchos cuentos de Clarice Lispector (Amor, La imitación de la rosa, Devaneos y embriaguez de una muchacha…). Parecen tan modestas, tan sumisas… tan convencionales, incluso aburridas… y sin embargo, qué vida interior tan tumultuosa tienen, qué problemas metafísicos abordan, qué tremendas pueden llegar a ser mientras todo el mundo las mira con desdén o lástima…
LA AMANTE
Erica Jong… Almudena Grandes… y no se me ocurren muchos ejemplos más de narradoras (no especializadas en el género erótico, quiero decir) que hayan creado personajes femeninos con un gran interés por el sexo, al modo de los personajes masculinos de Henry Miller o Philip Roth. Pero sí hay un caso extraordinario, una escritora que es ella misma su personaje, que vivió en una vorágine de amores, y que escribe, además, maravillosamente: Anaïs Nin. Sus Diarios amorosos me resultan fascinantes: por lo mucho que se enamora, lo mucho que hace el amor, lo sincero de sus sentimientos… y al mismo tiempo, ¡con qué maestría maneja el arte de la mentira! Les miente a todos, todo el tiempo. Y disfruta del sexo, y de la relación afectiva e intelectual con sus amantes, y disfruta de su libertad, y disfruta, last but not least, de cómo les manipula a todos: a su marido (un banquero muy soso, pero que le conviene para mantenerla y darle respetabilidad), a Henry Miller (su gran amor), a June, la mujer de Henry Miller (un enamoramiento fugaz), a su padre (que fue también su amante, o eso cuenta ella, con pelos y señales), a su psicoanalista (Otto Rank, a ratos psicoanalista también de su marido, el cual iba a contarle lo «inocente» que era Anaïs), a un peruano guapo y comunista llamado Gonzalo (con quien se encontraba a escondidas en una péniche en el Sena alquilada por ella para ese fin)… Nada que ver, por cierto, con las novelas de Miller: en estas, los personajes masculinos establecen con las mujeres unas relaciones sexuales en las que hay poco respeto, ningún amor y mucha hostilidad.
LA VÍCTIMA SEXUAL
Sé que el título no es muy bonito, pero tampoco es bonito lo que han sufrido muchas mujeres, y que ellas han callado… hasta estos últimos años. Me refiero a la violación y los abusos sexuales. Son cosas que a veces han contado los hombres, idealizándolas. Ya saben: Lolita se considera casi unánimemente «una gran historia de amor», lo mismo se aplica a Memoria de mis putas tristes de García Márquez, y Neruda en Confieso que he vivido cuenta de paso, en unas pocas líneas, cómo violó a la criada que le vaciaba el orinal, cuando él vivía en Sri Lanka. Solo recientemente las han contado algunas mujeres, con un tono —¿nos sorprende?— muy distinto.
Sobre este tema mi favorito es el anónimo Una mujer en Berlín, diario auténtico de una periodista alemana que estaba en Berlín cuando entraron las tropas rusas, violando a diestro y siniestro. La vergüenza de las víctimas era tal, que no se atrevió a publicarlo más que muchos años después, en otro país y sin su nombre. Y eso que en el diario, ella no se muestra para nada avergonzada, ni siquiera, o apenas, humillada, sino como una mujer inteligente, que sufre, pero también analiza y actúa. Es una maravilla de libro.
Últimamente aunque sea con cuentagotas, empiezan, a publicarse otros testimonios: El incesto, Un amor imposible y Una semana de vacaciones, de Christine Angot, en los cuales narra, de distintas maneras (es comprensible que una experiencia así necesite ser abordada varias veces), el incesto al que la sometió su padre cuando ella era adolescente; Violación Nueva York, de Jana Leo, o Te encontré. En busca del hombre que me violó, de Joanna Connors.
MADRES VISTAS POR HIJAS/OS
Se dice que las mujeres hemos sido siempre «heterodesignadas». Perdón por el palabro. Significa, simplemente, que nuestra historia no la hemos contado nosotras (ni hemos hecho las leyes, ni inventado la teología, ni tomado las decisiones políticas… que nos afectaban). Esto es doblemente aplicable en el caso de las madres: nunca han hablado por sí mismas, al menos públicamente.
La tradición literaria está llena de guerreros, viajeros y enamorados (enamoradas incluidas), pero las madres más bien brillan por su ausencia. Hay pocas, y tienden, además, a dividirse claramente en buenas y malas (cosa que no pasa con los padres). Las buenas son las sacrificadas, como la que retrata el escritor francés Albert Cohen en El libro de mi madre (una obra para mí insufrible: lo que Albertito alaba en su madre es que no existe más que para adorar y servir a su marido y a su hijo). O las que apoyan incondicionalmente a su hijo, como La madre de Gorki. Las que no corresponden a ese modelo son malas, como Doña Perfecta de Galdós, Bernarda Alba de Lorca o Madame Lepìc en Pelo de zanahoria de Renard.
En el cine, tres cuartos de lo mismo: las madres o son buenísimas, como el personaje de Naomi Watts en Madres e hijas de Rodrigo García, o son malas malísimas, esas madres (o madrastras) frías y egoístas, o «vampírico-pantanosas» (como las define, con su gracia habitual, la crítica cinematográfica feminista Pilar Aguilar), que encontramos en Sonata de otoño, La ley del deseo, La pianista, Furtivos, Blancanieves… y un sinfín de otras películas. Las buenísimas lo son porque se sacrifican (la de Madres e hijas incluso muere), y las malas, por el poder que ejercen. En la cultura patriarcal, la mujer poderosa siempre es amenazadora y perversa, y las madres no iban a ser una excepción.
Por suerte, hay escritoras. A veces también pintan madres terribles (la de El baile de Irène Némirovsky o la de La pianista de Elfriede Jelinek), pero hace cosa de un siglo empezaron a crear unos personajes de madre (en general retratando a las suyas) que no eran ni angelicales ni diabólicos, sino humanos. Se agradece. Colette con Sido, Simone de Beauvoir con Una muerte muy dulce, Annie Ernaux con Una mujer, Christine Angot con Un amor imposible… entre las francesas; y en otros países, la austríaca Waltraud Anna Mitgutsch (Entre mujeres), la italiana Carla Cerati (La mala hija), la nigeriana Buchi Emecheta (Las delicias de la maternidad)… En España yo misma hice una antología (Madres e hijas, publicada en 1996 y que lleva quince ediciones), y hay también libros como el testimonio de Soledad Puértolas en Con mi madre o la novela de Inma Monsó Tot un caràcter.
También en cine, han sido las directoras quienes han introducido personajes de mujeres que son madres, pero no son solo madres, ni son claramente buenas o claramente malas. Las que aparecen en Mi vida sin mí, de Coixet, Hola, ¿estás sola? de Bollaín, A mi madre le gustan las mujeres de Fejerman y París, y muchas otras, son seres humanos, con hijas/os, pero también con amistades, con carrera profesional, con amores… En fin, no existen ni son vistas solo en función de si se sacrifican (¡bravo!) por sus hijas/os, o se preocupan por sí mismas (las muy egoístas). Añadamos finalmente que algunos escritores (y cineastas) varones han aportado también retratos matizados de madres, como Amos Oz, en su maravillosa autobiografía (Una historia de amor y oscuridad), Hervé Guibert (Mes parents) o Richard Ford (Mi madre).
MADRES VISTAS POR SÍ MISMAS
Punto de vista de la hija, punto de vista del hijo… El que sigue faltando, escandalosamente, es el punto de vista de la madre. ¿Por qué será que las madres no escriben de su propia experiencia, ni a otras/os escritoras/es se les ocurre colocarse en su punto de vista?… Puede haber muchos motivos, pero uno me parece evidente: la cultura se ha construido, por decirlo así, contra la maternidad. Ha sido concebida como la respuesta masculina a la procreación: ya que vosotras creáis seres de carne y hueso, nosotros crearemos obras del espíritu; esta creación, la cultural, nos pertenece en exclusiva (la mujer artista no es una verdadera mujer), y la vuestra, la procreación, es solo algo natural, completamente ajeno a la cultura. Obviamente, esto es falso: la procreación pertenece a la naturaleza, sí, pero como toda experiencia humana, está atravesada por la cultura, lo mismo que ocurre con la muerte. Solo que la cultura que rodea a la maternidad es una cultura de segunda, en el sentido de que no se le concede el rango artístico (libros de autoayuda, leyes, tratados médicos… pero no cuadros, esculturas, poemas, películas, novelas), y/o es una cultura concebida y creada por hombres, donde las mujeres apenas tienen voz.
¿Qué poemas, novelas, películas, cuadros…, insisto, conocemos, que hablen de partos, o de abortos, o de relación de la madre y el bebé? Son realidades universales, cosas que suceden constantemente (en España viene a haber, en números redondos, 400.000 partos y 100.000 abortos cada año), pero que la literatura, el cine, el arte, no reflejan. Solo en las últimas décadas empieza a haber una corriente, aún débil, muy vinculada con el feminismo, que ha producido relatos como el magistral El acontecimiento, donde Annie Ernaux cuenta su aborto clandestino en la Francia de los años cincuenta, poemas como los de Sylvia Plath y Adrienne Rich, testimonios como Tiempo de espera de Carme Riera o Nueve lunas de Gabriela Wiener sobre su embarazo, o El bebé de Marie Darrieussecq sobre su maternidad, o novelas como Un milagro en equilibrio de Lucía Etxebarría. También cuadros como los de Frida Kahlo (Después del aborto, Mi nacimiento…), los impactantes de Paula Rego sobre abortos clandestinos, y fotografías como las Ana Álvarez Errecalde o Ana Casas Broda.
Volviendo a la literatura, recomiendo vivamente una antología de narradoras, poetas, ensayistas, de lengua inglesa (han sido las primeras) sobre el tema que nos ocupa: Maternidad y creación, coordinado por Moyra Davey. Una joya.
LA ARTISTA
Una larga tradición literaria nos presenta al artista (pintor, escritor…), su vocación, su lucha… Pensemos en las novelas de Balzac La obra maestra desconocida o Las ilusiones perdidas, en La obra de Zola, el Retrato del artista adolescente de Joyce… Son retratos heroicos, o en todo caso, hechos desde la comprensión, la admiración, la empatía. Sus autores son varones y sus protagonistas también. En cambio, cuando en alguna obra masculina aparece una mujer con aspiraciones artísticas o intelectuales, o simplemente culta, se la suele ridiculizar, de Las preciosas ridículas de Molière o la «culta latiniparla» de Quevedo, a la poetisa de Mort de dama de Villalonga o la señorita pedante de Padres e hijos de Turgueniev.
Forjar personajes de mujer artista que resulten verosímiles, humanos, que, sin ser idealizados, no caigan tampoco en la caricatura, ha sido y es un empeño en el que coinciden numerosas escritoras, desde Madame de Staël o Cecilia Böhl de Faber (Fernán Caballero), en el xix, hasta Carmen Martín Gaite o Clarice Lispector, pasando por Willa Cather, Sylvia Plath, Lucía Etxebarría, Lourdes Ventura o María Teresa Álvarez, en el xx.
Lo curioso es que con frecuencia, en vez de escribir sobre escritoras como sería de esperar, las autoras prefieren hacerlo sobre mujeres dedicadas a otros terrenos artísticos. Si existen algunos personajes de mujeres que se dedican o aspiran a dedicarse a la literatura (la Corinne de la obra homónima, en su tiempo famosísima, de Madame de Staël, la protagonista de La campana de cristal de Plath, la de Fuera de temporada de Ventura), es más habitual que se trate de otras artes. Tal vez porque de ese modo, la siempre embarazosa referencia autobiográfica resulta menos obvia. Pero sea cual fuere la forma de creación a la que se consagran estas protagonistas, el conflicto entre la condición de artista y el papel tradicional de la mujer forma casi siempre el nudo de la historia. Así, la cantante de ópera que protagoniza The Song of the Lark, de Willa Cather, tiene que elegir entre cumplir un sueño profesional o cuidar a su madre moribunda. Es más habitual, sin embargo, que el dilema sea amoroso.
Corinne, poeta y mujer independiente, es abandonada por su amante, que prefiere una esposa más convencional. En La gaviota, la ultraconservadora Böhl de Faber nos presenta a una niña con buena voz, hija de un pescador, que se convierte en cantante de ópera y, cegada por su éxito, menosprecia a su marido, cae en manos de un seductor, y termina en una «merecida» desgracia: su amante muere, ella pierde la voz, y acaba volviendo al pueblo y casándose con un bruto… Es curioso que siglo y medio más tarde, no sea mucho más feliz la historia de Ruth, la guionista, cineasta y actriz que protagoniza De todo lo visible y lo invisible de Lucía Etxebarría: su relación amorosa con un joven poeta desemboca en un intento de suicidio cuando el chico la deja… Guionista de cine, al menos a ratos, además de diseñadora, es también la protagonista de Irse de casa, de Carmen Martín Gaite, y en Lo raro es vivir aparecen una cantante y compositora de rock y una pintora. Y son pintoras o escultoras las protagonistas de otras muchas novelas escritas por mujeres: La verdad sobre Lorin Jones de Alison Lurie, La pasión según GH, Agua viva y Un soplo de vida de Clarice Lispector, Corazón de napalm de Clara Usón…
Laura Freixas es escritora de larga trayectoria. Su última novela es Todos llevan máscara (Errata Naturae).