El arte de ser cuidadoso ha acompañado a los europeos en distintas épocas oscuras, pero siempre hubo valientes que dijeron lo que tenían que decir pesase a quien pesase.
Es cómodo defender la libertad de expresión en un acto de apoyo a los raperos condenados por la Audiencia Nacional en el que todos los asistentes piensan como ellos, pero la defensa radical de este derecho nos obliga a defender, también, la de quienes nos ofenden a nosotros.
La vida está hecha de leyes que castigan al criminal, pero la literatura no debe someterse a esas leyes.
Los principios fundamentales de la literatura son la subversión moral, la separación entre la obra y el autor, el respeto a la incomodidad y la capacidad para aprender de ella, y, sobre todo, el pacto de la ficción.
En Europa acogemos a los represaliados del islam que escribieron obras de arte y tuvieron que huir por no ser suficientemente cuidadosos. El arte de ser cuidadoso ha acompañado a los europeos en distintas épocas oscuras, pero siempre hubo valientes que dijeron lo que tenían que decir pesase a quien pesase. La moral de la época siempre es enemiga de ciertas voces disolventes. Da lo mismo que la moral sea nacional católica, comunista, o políticamente correcta. El poder siempre es el poder, y siempre hay poder cuando alguien calla por miedo. El poder proyecta su poder sobre el escritor, porque el poder, por ridículo que parezca, siempre teme a la palabra libre.
Un día me preguntó un periodista quiénes eran mis autores de referencia y, al nombrarlos, descubrí que todos tenían en común haber sido víctimas de la censura. Mijaíl Bulgákov desafió a Stalin dando su verdad sobre la URSS con la novela Corazón de perro y más tarde le escribió una carta suplicándole el exilio. Cansinos Assens escribió las mejores crónicas de la vida disoluta de principios del XX en Madrid y tuvo que morir sin ver publicada su Novela de un literato. Stefan Zweig hubo de alejarse de los que habían sido sus amigos intelectuales por decir que la I Guerra Mundial era un acto de inconsciencia y más tarde se vio obligado a marcharse a Brasil, donde se suicidó, creyendo que Europa había muerto. Hoy acogemos en París al afgano Atiq Rahimi, un novelista de estilo descarnado que tiene en España otro hogar literario gracias a las traducciones, y cuidamos de la seguridad de Salman Rushdie, condenado a muerte por los ayatolás por Los versos satánicos. Escuchamos al hombre que, tras el velo de Yasmina Khadra, disecciona con novelas naturalistas la realidad podrida de Argelia. Y a lo largo de la historia, ¿cuántos no habrán venido aquí y a EEUU buscando el derecho de hablar sin encontrar la muerte o el ostracismo?
La moral reinante no siempre está encarnada en las estructuras de poder. Las comunidades han demostrado ser igual de inflexibles a la hora de apartar a sus apestados. Fernando Savater y José María Calleja tuvieron que vivir fuera de su patria chica por hablar claro sobre el terrorismo. Albert Boadella se convirtió en un paria en Cataluña por enfrentarse al nacionalismo catalán. El repudio en sus comunidades les empujó a abrazar a otros extremistas, a los que consideraron, creo yo que equivocadamente, demócratas. Y ¿qué hay de Ayaan Hirsi Ali, la somalí que denuncia la situación de la mujer en los países islámicos, obligada por la intransigencia de la izquierda multicultural a militar en las filas de la derecha holandesa? Y ¿qué diremos del difunto Samir Kassir, asesinado por defender la idea de que los árabes tuvieron su ilustración en momentos en que el monstruo fanático dormía, y al que pocos #JeSuisCharlies reivindican porque también señaló los pecados de Occidente? El factor común entre todos ellos es la muralla que separa a los lectores y las obras: la red de desconocimiento, la ignorancia, el prejuicio. Lo que llamo pos censura.
La libertad es horrible
La libertad no es hermosa, como cantan los que no la conocen, los que la añoran. La libertad es muy incómoda. Siempre repito esto en entrevistas y programas de la tele, y siempre tengo la impresión de que no se entiende lo que digo. Es cómodo defender la libertad de expresión en un acto de apoyo a los raperos condenados por la Audiencia Nacional en el que todos los asistentes piensan como ellos, pero la defensa radical de este derecho nos obliga a defender, también, la de quienes nos ofenden a nosotros.
Si creemos en este derecho, tendremos que defender también la libertad expresiva de los abyectos, la vigencia de las obras de los indefendibles. Raúl Barón Biza, autor de El derecho a matar, quemó la cara de su mujer con ácido antes de suicidarse. Knut Hamsun, premio Nobel en 1920, hirió al país que lo consideraba su hijo predilecto cuando apoyó la invasión nazi de Noruega. El francés Céline fue condenado por su colaboración con los antisemitas. Mircea Eliade lloraba cuando el Eje se desmoronaba.
Cuando las ideas o los actos son nefastos, escritor y obra se escinden. La vida está hecha de leyes que castigan al criminal, pero la literatura no debe someterse a esas leyes. La obra continúa con vida después de la existencia de su autor.
No tenemos por qué comulgar con las ideas de escritores que amamos. ¿Debió condenar el castrismo Gabriel García Márquez para ser amado? ¿Fue más inteligente que el resto Albert Camus al alejarse del estalinismo cuando sus coetáneos hablaban del asesinato masivo con la boca pequeña? ¿Es el giro al neoliberalismo de Mario Vargas Llosa algo más malo que la comodidad en el viejo comunismo de José Saramago? Hay quien piensa que defender a un escritor que apoyó a los nazis es inmoral. Yo digo que es un acto de justicia artística.
Knut Hamsun
Mi escritor de referencia es Knut Hamsun, al que algunos siguen llamando nazi. Cuando el rey de Noruega viajó a su antigua casa en 1992 y dio la mano al hijo de Hamsun, uno de los diarios de mayor tirada escribió: «Harald V da la mano al hijo de un traidor.» Camilo José Cela hizo de Hamsun una emocionante defensa: «Se equivocó con su apoyo a Vidkun Quisling y su gozo ante el invasor alemán no fue un prodigio de oportunidad, pero su fallo fue dejarse arrastrar por los engañosos y melodiosos cantos de sirena de la política.» Knut Hamsun nació en Noruega en 1859 y murió en 1952.
Pasó hambre, buscó fortuna en EEUU sin encontrarla, publicó 37 obras y ganó el premio Nobel de Literatura en 1920. Veinticinco años después quedó fascinado por el III Reich y apoyó al nazismo que invadía su país, regaló su medalla del Nobel a Goebbels y dijo que Hitler había sido un «luchador por la humanidad y el derecho de todas las naciones», palabras de las que no se desdijo jamás hasta su muerte en 1952.
Quien toma partido por la idea equivocada tiene muy mala fortuna, pero es peor si esa idea resulta además derrotada y maldita. Diego Moreno, editor de Nórdica, que está publicando todas las obras del noruego, llama la atención sobre una curiosa paradoja: si el nazismo hubiera triunfado en Europa, la obra de Hamsun seguiría teniendo exactamente la misma calidad, aunque él fuera un héroe. La traductora de Hamsun en España se llama Kirsti Baggethun, vive en España y se ha convertido en una promotora de la obra literaria de este autor. Sus traducciones, hechas en colaboración con Asunción Lorenzo, son las primeras directas del noruego en nuestro país y abren una brecha de conocimiento en la ignorancia. Hasta los años sesenta la publicación española de Hamsun fue bastante sólida (y mediocre, con traducciones del alemán y un aspecto de novela romántica en la mayor parte de los libros) pero con la Transición y la necesidad de publicar a quienes habían sido censurados la estrella distante declinó.
Dice Kirsti Baggethun, que es mujer de izquierdas, que «escritores por encima de toda sospecha defienden a Hamsun como autor». ¿Ocurrió esto antes o después de su resbalón político? Thomas Mann dijo que «nunca antes alguien mereció tanto recibir el premio Nobel», homenaje al que se sumó Maxim Gorki, pero esto ocurrió en el 29.
Franz Kafka se refirió a La bendición de la tierra con palabras muy elogiosas, también antes de que el noruego cometiera su crimen. Walter Benjamin demostró su admiración por Vagabundos, pero el autor murió en 1940, de forma que se fue a la tumba sin saber lo que deparaba a los admiradores de Hamsun. Saltando en el tiempo, encontramos palabras elogiosas de Paul Auster, quien dice que «en Hambre se plantea un pensamiento nuevo sobre la naturaleza del arte.» Pero, ¿qué pasó cuando todos le dieron la espalda? Esta indefinición ha sido la constante en todo lector relacionado con Knut Hamsun. Kirsti Baggethun cuenta que, a la muerte de Hamsun, los periódicos dedicaron escuetas necrológicas al que había sido el paladín de las letras junto a Ibsen. «Precisamente porque estaba en lo más alto, su caída fue terrible –explica, pero nadie entiende por qué hizo lo que hizo, el país se quedó absorto y se ha mantenido así, entre la ira y la reflexión, durante cincuenta años.»
Poco después de su muerte, mientras los periódicos bogaban entre el desprecio y la discreción, se editaron sus obras completas y la edición tardó muy poco en agotarse. Frases como «no digas a nadie que estoy leyendo a Hamsun» comenzaron a escucharse en voz baja: su obra se estudiaba en la escuela, se emitía en forma de radionovela por la emisora estatal, pero toda mención al autor era… incómoda. Esta incongruencia tensa, mezcla de admiración por una obra y dolor por el ángel caído, fue atenuándose con los años. En 2009, año del sesquicentenario de su nacimiento, se construyó en Hamaroy, donde tuvo su última residencia, una espectacular torre diseñada por Holl, torcida y negra: el Centro Hamsun, homenaje y recuerdo de una vida con doble sentido. Se han celebrado festivales y conferencias, se ha reeditado, ha vuelto a los medios de forma más positiva.
Eso sí, sigue habiendo voces disonantes: colectivos de memoria sobre el Holocausto, políticos de ambas tendencias ideológicas. En la plaza de Grimstad, donde los tribunales lo condenaron, se erige hoy un monumento en su honor que alguien decoró después con esvásticas. La reina de Noruega respondió entonces a la indignación diciendo que los homenajes a Hamsun serían una lección contra el totalitarismo. Repasando su última obra, Por senderos que la maleza oculta, escrita después de que Noruega lo juzgase por su apoyo al nacionalsocialismo, descubrimos que Hamsun no se defiende de forma escandalosa. Sencillamente espera a que la tormenta pase, habla de lo que fue su amor por la vida rústica, destaca su creencia (algo hipócrita) en el individuo libre, y espera que «dentro de 100 años todo se haya olvidado.»
Malos tiempos
Pero una poderosa corriente de opinión se está levantando en occidente. Desde uno de los sindicatos mayoritarios se anima a prohibir (textualmente) en nuestras escuelas la obra de Pablo Neruda o Javier Marías, que las autoras del documento consideran machista. Varios colectivos animan a tumbar la estatua de Woody Allen en Oviedo por cuestiones que nada tienen que ver con su obra cinematográfica. Se convierte la acusación por acoso del cómico Louis CK en una coartada para obligar a HBO a suprimir sus monólogos de la plataforma. Se elimina, por los mismos motivos, a Kevin Spacey de una película que ya está rodada, y se nomina al Óscar al actor que aceptó interpretar de nuevo este papel.
La corriente de opinión que persigue a las obras y a los autores con la misma fiereza y por los mismos motivos debe ser combatida, porque es contraria a los principios fundamentales de la literatura: la subversión moral, la separación entre la obra y el autor, el respeto a la incomodidad y la capacidad para aprender de ella, y, sobre todo, el pacto de la ficción.
Tenemos que combatir estas corrientes represoras por un motivo mucho más importante que la libertad individual de quienes son víctimas de la censura. Si acabamos con la libertad de expresión, si permitimos que cualquier autoridad nos diga lo que podemos o no podemos leer, no sólo hemos derribado el derecho a expresarse, sino que estamos violando el derecho de todo ciudadano a recibir una información plural.
Juan Soto Ivars es escritor y periodista, que colabora en diversos medios. Si última obra es Arden las redes (Debate).