«Hay gente a la que la vida le va bien. Por supuesto, también se esfuerzan y ponen de su parte».
«Creo que, en el fondo, la gente se siente menos culpable de lo que pensamos. Crimen y castigo es una cosa… ¡y la realidad es otra!»
«Iniciamos la historia con dos niños de los setenta que ni se fijan en las niñas y pasamos a las niñas y mujeres del 2000, donde víctima y agresora son femeninas».
«Hablé con gente que sufrió bullying y que aún hoy se pone a llorar. Esos odios infantiles quedan, te comen la moral, modelan tu personalidad. Seguramente no fue tan grave, pero algo queda ahí para siempre».
«Creo que ahora el acoso es distinto (…) Ahora el enemigo es difuso, global y se multiplica al minuto: cuelgan algo de ti en Internet y no controlas quién lo ve. La vergüenza lo cubre todo».
Probablemente al lector español no le es familiar el nombre James Bulger, pero a cualquier británico mayor de edad le remitirá a un escabroso asesinato sucedido a principios de los noventa en Inglaterra, cuando dos niños de ocho años secuestraron y mataron fríamente a otro más pequeño, Bulger, de dos. Este fue el pistoletazo de salida en la génesis de Tigres de cristal, de Toni Hill. Psicólogo de formación, conoce bien el mundo editorial y ha traducido a autores como David Sedaris, Jonathan Safran Foer, Glenway Wescott, Rosie Alison, Peter May, Rabih Alameddine y A. L. Kennedy. En 2011 se estrenó en la novela con la exitosa El verano de los juguetes muertos, seguida de Los buenos suicidas (2012), Los amantes de Hiroshima (2014) y Los ángeles de hielo (2016).
Todas ellas han sido éxitos de ventas, se han traducido a numerosas lenguas y le están consagrando como uno de los autores más sólidos del suspense.
Hill domina el lenguaje, perfila con maestría los personajes y maneja a la perfección las estructuras del tiempo narrativo para dejarnos sin aliento hasta la última página. Es esta obra un drama psicológico y criminal con toques poéticos, situado entre el presente y finales de los años setenta, al inicio de la Transición, en el cinturón rojo barcelonés cuando el 15 de diciembre de 1978 tuvo lugar un crimen. No se la pierdan: soberbia.
No me resisto a empezar preguntándole cómo pergeñó la trama.
Quería hablar de niños que cometen un crimen en los setenta y trasladarlos a la edad adulta. El caso Bulger me dejó muy impactado, pues aparte de la pobre criatura asesinada, me he preguntado desde entonces cómo el culpable vive con eso el resto de su vida. Sin embargo, no pretendía escribir una historia tan bestial, ya que no puedo concebir un crimen así.
Escribí una primera versión en que los asesinos cambian de identidad —como sucedió con los niños ingleses—, pero en los setenta esto no existía y los menores no estaban tan protegidos como ahora. Así que confluyeron dos cosas: un asesinato infantil y las ganas de dejar el elegante entorno de la burguesía barcelonesa, donde situé mi última novela, para irme al otro extremo. Me sentía en deuda con los barrios de mi infancia: reniegas de ellos, te marchas, pero siguen ahí. Y pensé que merecían una novela. Hay mucho escrito sobre Barcelona, el Guinardó… pero muy poco sobre el Baix Llobregat (imagino que del Besós tampoco); apenas algo de Candel, sí, pero es muy genérico. Son barrios dejados de la mano (literaria) de Dios, y ¿no se merecen una novela? Así que confluyeron estos dos aspectos. El resto… (ríe) son noches sin dormir, cosas que encajan muy bien, otras que no, reelaboraciones… Es un período en que ese universo literario va tomando forma.
En primer lugar, estaban los dos protagonistas (Juanpe y Víctor), el entorno de la víctima, los padres de cada uno, que para mí son esenciales. Reflexioné sobre el entorno escolar, sobre cómo debía ser el acoso en los setenta y cómo es ahora. Y para no repetirme con otro niño, surgió el personaje de Alena.
El de Ciudad Satélite es un barrio extrapolable a muchas otras ciudades, incluso en el extranjero. Llegué a ver los planos: eran campos totalmente vacíos donde se pretendía construir ciudades muy avanzadas para la época, con muchísimos espacios verdes… hasta que se dieron cuenta de que era más rentable sustituirlos por bloques de pisos. El resultado fueron calles muy raras, sin sentido; al principio, los carteros de volvían locos.
Todo se llenó de bloques pero sin aceras, ni servicios. Yo llegué en el 79, justo la época en que sitúo la novela, pero los ochenta ya fueron más modernos y locos.
A la voz narrativa, le concede la potestad de decidir el destino de los protagonistas.
Sí, Ismael es un voyeur, como todos los escritores, pues le interesa más la vida de los demás que la propia. Él está escribiendo la historia de ese crimen, del que es mudo espectador, pero ni Víctor ni Juanpe lo saben. En el colegio, Ismael era el típico niño que intenta agradar y al que nadie le hace caso, algo que sucede incluso con los adultos. Y Víctor se irrita, se lo quiere quitar de encima, le parece un niño aburrido.
¿Es Víctor un falso ganador?
Al personaje de Víctor, en el fondo, le gusta que le admiren. Es una especie de líder natural, ¡el hijo de Sandokán! Sandokán y su mujer son una especie de príncipes modernos que destacan en un barrio de gente modesta y sin formación. Fíjate, cuando se habla de inmigración parece que ha de ser todo muy triste y gris, y yo quería explicar que aunque tengan que deslomarse a trabajar y sean pobres, también saben divertirse. ¡Y hay mujeres muy guapas! Tan guapas como Maribel.
Hay gente a la que la vida le va bien. Por supuesto, también se esfuerzan y ponen de su parte y, en el caso de Víctor, dejando de lado lo que le sucedió a sus doce años, no le va nada mal. Tiene una carrera, se casa con una mujer tan agradable como Mercedes, trabaja para su suegro aunque le toque aguantarle de vez en cuando… Es en definitiva un ganador a pequeña escala, un ganador mediocre si quieres, pero un ganador con conciencia. Dicha conciencia se hace muy evidente cuando Ismael le enseña una foto escolar. Desde el punto de vista de un adulto, Joaquín también era un crío aunque fuera un cafre. Un cafre que no paraba de repetir curso, que se metía en líos, mimado por su madre y con una figura paterna que no pintaba nada… pero un crío, al fin y al cabo. Y a pesar de que su comportamiento no es justificable, sí es explicable.
Culpa, expiación y redención están muy presentes…
Con Víctor quería jugar con la tradición judeocristiana de la culpa, pues creo que, en el fondo, la gente se siente menos culpable de lo que pensamos. Crimen y castigo es una cosa… ¡y la realidad es otra! Víctor se ha autojustificado toda la vida con que fue una cosa de críos sin mala intención. Hasta que vuelve al barrio y se siente responsable de un efecto colateral: haber dejado colgado a Juanpe. Ciertamente, él no podía hacer nada en aquel momento; de hecho no recuerda exactamente lo que pasó —cosa que parece rara pero es muy habitual—. Al final se da cuenta de que quien mandaba era él y que podría haber vuelto antes, incluso podría haber apelado a su padre, a ese padre tan potente, con lo que estaba sufriendo Juanpe; si bien en esa época, si ibas a tu padre a quejarte de que en el cole te pegaban, quedabas ridículo. Durante esos años, la violencia estaba normalizada: pegabas a tu mujer, a tus hijos… Emilio debió de dar más de un guantazo a sus hijos. El extremo es el padre de Juanpe, ¡pero nadie se mete!
Y Sandokán traiciona sus ideales.
Quizás se impone una tendencia natural. Aún no se había salido mentalmente de la dictadura, Emilio tiene unos cuarenta años, ha vivido en ese mundo y aunque quiera luchar para cambiar las injusticias, también es fruto de sus circunstancias. La sociedad española cambió, sí, pero tardó lo suyo. Emilio tiene unos ideales, cierto, pero a la hora de la verdad, hace lo que se ha hecho toda la vida (velo por mis asuntos). A ello se suma un sentimiento, creo que es muy de la época, que considera que el pobre Juanpe «no tiene arreglo».
Juanpe es el gran perdedor de la historia, ¿no puede escapar de su destino?
No le dejan. Y mira que el pobre lo intenta, es como un Sísifo que cae a un pozo: intenta subir pero acaba volviendo al fondo, nunca consigue salir a la superficie. Se juntan una personalidad débil, un padre violento, los problemas de la madre —una madre víctima que ni se ocupa de su propio hijo: ¡el Moco! Va sucio, no le lava la ropa—. Recuerdo algunos niños así en el colegio, no sé cómo les habrá ido en la vida. No quise entrar en la parte más morbosa del correccional pero es fácil imaginárselo. Como hombre, no funciona de manera normal con las mujeres. En definitiva, Juanpe no es dueño de su destino, deja que las cosas le pasen.
Sin embargo su última decisión, ¿es un intento de redención? ¿Un acto de justicia, de venganza?
Lo veo como un modo de redimirse; por fin lleva algo a cabo. Lo tiene muy claro la noche anterior. Aunque no sé si redimir es la palabra… es una decisión extrema en la que se juntan su experiencia escolar, el acoso que sufrió y lo que acaba de saber. Y tiene aquella voz que le dice «haz algo de una vez». Para el lector puede ser una sorpresa, pero yo tenía clara esta decisión desde el principio. Inicialmente puedes empatizar con lo que hace, pero luego te das cuenta de los daños colaterales. Reconozco que es un acto injustificable, incluso desde la ficción.
Al final es Miriam quien tiene en su mano la capacidad última de redención al conocer toda la verdad y «conceder» el perdón.
Miriam es el gran personaje de la novela, una superviviente que se agiganta poco a poco y va ganando seguridad. Ha crecido rodeada de sombras, ha heredado una mochila muy pesada, todo ese silencio y esa pesadumbre familiar, sintiendo que ella nunca ha sido suficiente; luego se ha quedado colgada de Rober con una historia casi adolescente. Pero va tirando y acaba dándose cuenta de que tiene un hijo que es buena gente; es capaz de iniciar un relación y terminarla; es capaz de preguntarle al padre qué pasó y contárselo a su hijo; cuida de su progenitor, está educando a Iago como madre soltera y sale adelante con su negocio (y eso que, como actual autónoma, está más desprotegida que los obreros de los ochenta). Había previsto que tuviera un papel en la novela, pero fue cogiendo fuerza y eso me gustó. Por lo que respecta al final, este me costó mucho: Miriam sabrá la verdad de golpe. En cambio, Ismael cree saberlo todo, todo el mundo cree que sabe… pero no (¡es el peligro de la auto-ficción!), pues a nadie le interesó contar la verdad. Y Miriam, como mujer adulta y sensata que es, la reivindica y tiene suficiente lucidez para hacérselo saber a la única persona que sigue cargando con una culpa que no le corresponde.
Iniciamos la historia con dos niños de los setenta que ni se fijan en las niñas y pasamos a las niñas y mujeres del 2000, donde víctima y agresora son femeninas. ¿Cómo ve la manera en que se trata el bullying hoy en día?
Creo que ahora el acoso es distinto. Juanpe podía huir de Joaquín, incluso cambiarse de escuela o de barrio. Pero ahora… el enemigo es difuso, global y se multiplica al minuto: cuelgan algo de ti en Internet y no controlas quién lo ve. La vergüenza lo cubre todo. Alena es una rara avis en ese microcosmos escolar, es mona y lista, pero el miedo la bloquea, algo que por otra parte es muy lógico a los quince años cuando no se han desarrollado todos los recursos. Lo que le sucede es una barbaridad, pero la salva.
Como autor te planteas hasta dónde vas a llevar a un personaje, como en el caso de Lara, que es una psicópata de manual, una adolescente egocéntrica que descubre el placer de ser cruel.
Hablé con gente que sufrió bullying y que aún hoy se pone a llorar. Esos odios infantiles quedan, te comen la moral, modelan tu personalidad. Seguramente no fue tan grave, pero algo queda ahí para siempre. Si aparecía una segunda víctima, no se solidarizaban con ella, al contrario: se sumaban al acoso porque así el foco de atención se desplazaba a otra persona. Es muy perverso. El barrio era muy pequeño, no podías escapar, y visto años después, te sorprendes de la intensidad con que lo recuerdan. No quería comparar ese maltrato físico tan bestia con el acoso actual. Juanpe está acostumbrado a resistir, era un superviviente, la vida era más difícil, ya que los padres no creaban un mundo ideal para los niños, como en la actualidad. No tiene ni un hogar en el que sentirse seguro, si acaso la casa de Víctor.
¿Qué lee Toni Hill en su tiempo libre?
De todo, y apenas leo novela policiaca, salvo de amigos y compromisos. Intento leer cosas que no tengan que ver con lo mío, de ahí sacas ideas. Creo que a mejores lecturas, mejor escribirás (y ojo, no pretendo convertirme en un clásico). Últimamente he leído muchos relatos, ya que es lo más cómodo mientras escribo, para que largas tramas ajenas no me distraigan. Los relatos siempre me han gustado, en parte por qué no sé escribirlos. Puedo pensar en una historia concreta y concisa pero luego me complico. Recientemente he leído Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez y relatos de Sara Mesa. ¿Igual hay más mujeres? ¿O son las que me gustan? También me ha encanado Laëtitia o el fin de los hombres, de Ivan Jablonka. ¡Esto es hablar en serio! Me lo tragué en nada y me pareció fascinante.
¿Qué novela le habría gustado escribir?
Desgracia, de Coetzee (por pura admiración) y Crónica de una muerte anunciada porque técnicamente es perfecta. Querría añadir El mundo según Garp, de John Irving, como una obra importante para mí, no tanto porque me hubiera gustado escribirla, sino porque me devolvió el placer de la lectura después de unos años sin leer.