PHILIP ROTH (New Jersey, 1933-Nueva York, 2018)
El pasado 22 de mayo, a los ochenta y cinco años, moría Philip Roth, uno de los mayores genios de la narrativa estadounidense contemporánea. Debutó en 1959 con Adiós, Columbus, y ganaría lectores de manera masiva en 1969 con El lamento de Portnoy, la obra en la que su voz creadora puede darse ya por conformada. Recoge el monólogo de un personaje llamado Alexander Portnoy ante su psicoanalista, utilizando ese stream of consciousness que tanta importancia cobraría en la producción literaria experimental de los años cincuenta y sesenta. Sin ser su mejor momento, en los setenta y ochenta brindó algunas buenas novelas, sobre todo aquellas en las que entra en juego Zuckerman, el personaje que actuó durante décadas como eficaz alter ego de Philip Roth; con Zuckerman como protagonista o invitado llegaron Mi vida como hombre (1974), La visita al maestro (1979), Zuckerman desencadenado (1981) y La lección de anatomía (1983). Lo mejor vendrá a partir de los noventa, no obstante. De una escala superior es Pastoral Americana, ese hito de 1997 que le valió un merecidísimo Premio Pulitzer. El mundo entero vibró con la historia de ese matrimonio judío que contempla cómo su vida se desmorona cuando su hija sufre las consecuencias de protagonizar actos violentos contra la guerra de Vietnam. Poco después llegaría la novela que le ha convertido en un clásico de la narrativa norteamericana, La mancha humana (2000), esa delicia sobre el linchamiento público que sufre Coleman Silk, decano de universidad que es acusado de racista por un comentario inapropiado cuando pasa lista en clase. Es una de las mejores novelas de la historia sobre la hipocresía social y la mojigatería oficial, y una magnífica exploración de las consecuencias sociales de la transgresión y la diferencia. Para escribirla Roth se inspiró en la biografía de un amigo del autor, profesor de sociología en Princeton. A partir del año 2000 pudimos apreciar que la novelística de Roth envejecía con él, y algunas de sus novelas posteriores a esa fecha se ocupan del decaimiento físico, la pérdida de la potencia sexual y el remordimiento. Esta novelística de la senectud atormentada nos ofreció muchas lecturas magníficas, como Elegía (2006) o la perturbadora El animal moribundo (2001), título suficientemente expresivo para el final de una carrera literaria y probablemente el mejor texto de su última producción. Llamó a su última novela Némesis (2010), símbolo universal del castigo y la venganza, y sin duda este último título encerraba un profundo mensaje.
Tuvo la honestidad y valentía de declarar que ese iba a ser su último libro porque se sentía viejo, consumido, exhausto como un atleta tras una carrera de fondo. El talento de este chico difícil de Newark había ofrecido al mundo ya casi treinta novelas, y en la última etapa de su vida parecía tener tanta prisa por completar su producción que se marcó un ritmo cercano al de novela/año, insólito para un autor de esa edad.
En el caso de Philip Roth, saber que era de origen judío no es un dato superfluo, pues tendrá gran peso en su manera de entender el mundo literario y no literario. Su narrativa bien puede adscribirse a esa estela de realismo sucio y culto descreimiento que han trabajado tan bien otros insignes judíos norteamericanos como Saul Bellow o Bernard Malamud, con los que constituyó a partir de los años sesenta del siglo pasado una especie de poderoso tridente de la novelística estadounidense. La comunidad judía de su país se agitaba con cada obra nueva de Roth, porque su mirada entre irónica y cáustica hacia los usos y creencias de su pueblo herían las mentalidades más conservadoras, hasta el punto de convertirle en indeseable para muchos círculos semitas.
Roth pasará a la historia como el escritor de la identidad atormentada, en su trabajo constante sobre nuestras limitaciones y deseos, así como las pulsiones y represiones que conforman nuestra personalidad. Somos nuestros traumas, se podría decir sobre su novelística. La pintura de lo femenino ha sido también muy comentada a lo largo de su trayectoria, normalmente acompañada de cierta polémica por el controvertido trato a la mujer en sus narraciones: la novelística de Philip Roth se mueve continuamente entre el culto a la mujer como motor de deseo y una serie de comportamientos en sus personajes que bien podrían interpretarse como misóginos. En lo biográfico, su matrimonio con Maggie Michaelson fue un auténtico desastre, bien reflejado en novelas de la época como Cuando ella era buena (1967). De un temperamento rígido, hosco, misántropo, su relación con las mujeres nunca fue sencilla y basculó entre la atracción y la aversión. Su segundo matrimonio, esta vez con la actriz inglesa Claire Bloom, duró solamente cuatro años.
No sería aventurado escribir que el verdadero motor de la novelística de Philip Roth eran sus defectos y complejos, que supo transportar al papel de una forma tan emotiva y desgarradora que cada texto es un desafío a cualquier tipo de convencionalismo y comodidad en la lectura. Como consecuencia, sus obras no son precisamente una lectura fácil o ligera, sino todo lo contrario. Son un testamento de dolor, de miedo, de desconfianza, de resentimiento. El sexo y la exploración del deseo es quizá el ingrediente más común en su prosa. En el universo de Roth no tenían cabida los finales felices. Apurando más, es probable que ni siquiera hubiera espacio para capítulos felices. Su América ya no es inocente, ni tiene la esperanza en sí misma que se supone al (mal) llamado sueño americano. En resumen, Philip Roth estaría más en la gran novela antiamericana que en la americana.
Para miles de lectores (entre los que me incluyo) fue el merecedor constante del premio Nobel de literatura, que le escamotearon año tras año para concedérselo a escritores que no estaban a su altura. La justicia poética de esta historia se encuentra en el hecho de que este año, el de la muerte de Philip Roth, no habrá Nobel de literatura, como consecuencia de la serie de escándalos que la academia sueca ha encadenado. No me digan que no parece una de las tramas entre cultas y retorcidas que tanto le gustaban al genio de Newark.
RAFAEL RUIZ PLEGUEZUELOS