«El lector tiene la sensación de que los personajes se hallan siempre en el lugar indicado y en el momento preciso, viviendo la experiencia más intensa que pueda depararles el destino».
Muchos escritores –de Franz Kafka a Karl Ove Knausgård– han sucumbido a la tentación de ajustar cuentas con sus progenitores a través de la escritura. Por eso, con frecuencia, la revisión literaria del álbum familiar se ha terminado convirtiendo en una muestra de tortuosa «literatura del yo». La escritora nacida en Varsovia y afincada en Estados Unidos Francine du Plessix Gray evita, con inteligencia, esos excesos. Su crónica torrencial de una familia ciertamente singular, escrita en el burbujeante estilo de la revista The New Yorker (donde publicó durante años), es, en parte, una «conversación» con la madre muerta (como la propia autora se encarga de aclarar en las páginas introductorias), y también un magnífico fresco histórico, que nos lleva a revisitar algunos de los momentos más relevantes del siglo XX.
En la fotografía de la portada, tomada en 1948, du Plessix Gray, su madre Tatiana Yákovleva y el marido de ésta, Alexander Liberman (artista polifacético y, durante más de tres décadas, director de publicaciones de Condé Nast), posan con una sugerente mezcla de relajación y autocontrol. Su pose, en apariencia indolente y a la vez perfectamente estudiada, es una muestra elocuente de la combinación de desparpajo y sofisticación que sobrevuela este libro de memorias. Perdiéndose por sus páginas, el lector tiene la sensación de asistir a una «fiesta perpetua» al estilo de las que organizaba Jay Gatsby, y tener la oportunidad de descubrir sus fascinantes claroscuros.
Aunque la lectura ofrece abundantes motivos de regocijo a los amantes del namedropping artístico e intelectual, la verdadera protagonista de la historia –capaz de dejar en segundo plano al mismísimo Vladímir Maiakovski– es, sin duda, Tatiana. Esta mujer con una arrolladora personalidad bigger tan life dominó como nadie «el arte de crear un gran espectáculo y lanzar su hechizo sobre el mayor número de personas posible». Ella y su marido tenían un especial talento para la publicidad; al tiempo, protegían con celo casi maníaco su intimidad. Su casa atesoraba recuerdos, a la espera de un biógrafo que algún día les hiciera justicia. Du Plessix Gray será la encargada de acometer el proyecto, combinando la inevitable fascinación con la mirada crítica de la hija abrumada ante tanta personalidad; un equilibrio entre dureza y ternura que probablemente su propia madre habría respetado. Deshacer la madeja de imágenes convenientemente retocadas y mitos que los Liberman proyectaron sobre sus contemporáneos es, para ella, una forma de comprender a los padres, y también una vía de autoconocimiento.
Tatiana se nos aparece como una presencia vívida, y también como un gran personaje novelesco. Tatiana fue elegante y segura de sí misma, elitista hasta la exasperación, parca en palabras pero categórica en sus gustos como «un comisario soviético», partidaria del esnobismo y de elegir siempre lo que ella consideraba «Lo Mejor». Desde su salón de diseño de sombreros a medida en Sacks Fifth Avenue, impartió lecciones de sofisticación a miles de mujeres. Pero antes de convertirse en «Tatiana de Sacks», había sido pareja de Maiakovski y se había casado con el vizconde francés Bertrand du Plessix (el padre de Francine, que murió prematuramente en un avión abatido por los nazis).
Ellos recorre sobre todo la biografía de «Ella», al compás de la historia con mayúsculas, ofreciendo una sabrosa combinación de fresco colectivo e intimidad. Especialmente emocionante es la reconstrucción de la personalidad del autor de Una bofetada al gusto del público, escritor revolucionario de magnética personalidad y puños de púgil, con propensión al padecimiento sentimental; y también de Alex Liberman (el «zorro plateado», como lo llamaban sus colegas), workaholic impenitente y administrador caprichoso de un encanto eslavo, «que él abría o cerraba como un grifo».
Como, por razones distintas, ocurre en la literatura de Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Henry Miller, Truman Capote o W. Somerset Maugham, el lector tiene la sensación de que los personajes se hallan siempre en el lugar indicado y en el momento preciso, viviendo la experiencia más intensa que pueda depararles el destino.
Incluso en su declive, Tatiana continúa siendo sencillamente imbatible en llevar una vida legendaria; leyendo tres o cuatro libros, en francés y ruso, a la semana; yendo a la peluquería cada dos días y emborrachándose a base de combinados de Dubonnet y vodka con su amiga Marlene Dietrich. Como dice du Plessix Gray a propósito de Liberman, Tatiana ha vivido más vidas «de las que la mayoría de nosotros nos atreveríamos a vivir en tres reencarnaciones».
En el epílogo, deliciosamente crepuscular, la autora se nos aparece ante la tumba familiar, encargada de los detalles de conservación, como la poda de los rododendros.
Este final confirma el carácter funerario de un libro que, hasta ese momento, había exudado pura vida. La desaparición de los Liberman no es solo el lógico resultado del implacable paso del tiempo; es también el fin de una era, la muerte de una mitología que empieza con la referida fiesta gatsbyana y encuentra su apoteosis en el olimpo de estrellas del Hollywood clásico o en las glamurosas redacciones de las revistas neoyorquinas como Vogue (de la que Liberman fue director artístico). La lectura de
Ellos despierta una inevitable pasión stendhaliana por un pasado del que du Plessix Gray es una entusiasta guardiana, y también una melancolía «declinista» ante la contemplación de un presente de influencers y estrellas de Instagram. Este libro es, en definitiva, una magnífica ocasión para huir del ruido del presente y viajar en busca de un maravilloso tiempo perdido que –aceptémoslo– ya no volverá.
Enric Ros
ELLOS, Francine du Plessix Gray, traducción de Ángeles de los Santos, Periférica y Errata Naturae, 732 pp., 26,50 €