«Sentía la necesidad de hacer una ficción químicamente pura»
Un hombre anticipa con ilusión el momento de reunirse con su esposa mientras ultima los preparativos de su nuevo hogar en Lisboa. Atrás queda su etapa neoyorkina marcada por el recuerdo de los atentados del 11-S. Él está en un recién estrenado paro laboral, ella organiza el traslado de su proyecto científico sobre los mecanismos neuronales que rigen la memoria y el miedo. Sobre estos mimbres, Antonio Muñoz Molina regresa a la ficción, con tintes góticos. Nada es lo que parece… Aunque todo está a la vista desde el primer párrafo.
El fin del mundo atraviesa toda la novela: ¿es una metáfora, una sensación, una realidad inminente… o un delirio?
Forma parte del «peculiar» estado en el que se encuentra el protagonista. Mira el mundo desde los recientes atentados del 11-S que ha vivido, desde el trabajo perdido… y ha decidido hacer una retirada de la vida que tenía, Mudarse de Nueva York a Lisboa y «apartarse». Para colmo, tiene una mujer que es científica y presta atención a muchas cosas que ha aprendido de ella. Y las recuerda mientras prepara la casa y espera su llegada. Además, no puede dejar de fijarse en la realidad. Pero tiene una sensación de derrumbe de las cosas. Yo leía muchas noticias mientras escribía y las he plasmado en la novela, que dan al lector sensación de alarma.
Cuando el lector se adentra en el primer tercio de novela piensa: ¿Cecilia, su mujer, es una ensoñación? ¿Murió el 11-S o en el regreso a Lisboa?
Sí. Me gustaba crear un tono de naturalidad para que el lector fuera introduciéndose con cierta comodidad y cierta confianza en la historia y que empezara a notar cosas raras.
A medida que avanzamos, percibimos una distorsión psicológica, vamos notando su obsesión por la esposa, que encuentre en su sitio todo, igual que lo tenían en Nueva York, como si la casa fuera un altar.
Eres más sensible que otros (risas). Pero sí. Esas iban siendo las pinceladas que quería mostrar al lector.
¿Por qué la mudanza a Lisboa?
Porque el autor estaba allí cuando se le ocurrió la novela (risas). Tiene una génesis muy curiosa porque nace de repente, cuando yo estaba en otros proyectos. Pero paseando por el río Tajo se me ocurrió la primera frase de la novela y arranqué, sin saber hacia dónde iría. Es una ciudad donde el protagonista encuentra esas resonancias del río, el puente, los aviones… Las novelas nacen de la experiencia propia, tamizadas por la ficción. Viene de cosas tangibles para mí. De haber estado en Nueva York y de conocer muy bien Lisboa.
Su mujer es posible que llegue mientras él la espera, pero Él nunca llegará a sí mismo, es como la canción del jinete lorquiano. Aunque sepa los caminos, parece que nunca se encuentra.
Es la cuestión de la espera, que tanto tiene que ver con esta novela. Se iba a llamar, de hecho, Quien espera, porque el que espera desespera, pero no sabía durante buena parte del libro cómo iba a terminar. Me llevaba a alguna parte pero mi desconocimiento es muy parecido al que siente el lector cuando lo lee. Créeme. Algo iba a pasar…. porque él construye un mundo pero no sabe para qué. Yo iba introduciendo elementos cotidianos que meto en el libro.
A usted la cotidianeidad siempre le ha dado mucho alimento para sus libros.
Sí. Cada vez soy más partidario de meter cosas de mi vida, de lo que veo, leo o me rodea. Me gustaba ir construyendo la ficción a partir de materiales de mi cotidianidad y de mis propios recuerdos… igual que los aviones me llevaron al 11-S y mis recuerdos de haber estado allí. Sabía que algún día sería parte de una novela mi experiencia. Así, me fui dejando llevar…
¿Luego es más de brújula que de Biblia?
Creo que sí. Quería que la historia me llevara y no imponer yo un argumento.
¿Alguien maduro sabe esperar o solo una mente «alterada» sabe hacerlo?
El aprendizaje de la madurez pasa por aprender a esperar aquello que merece la pena, e incluso lo que no esperas.
Dice: «Los mecanismos viscerales del miedo son mucho más poderosos que los de la racionalidad». Nos da pistas. ¿Eso le hace a nuestro protagonista soportar los días morosos lisboetas, sabedor de forma inconsciente del desenlace?
El oficio de ella me ayudó mucho en la novela. Tampoco sé si él es sabedor del final. Mi juego era, a través de un narrador que tiene una visión sesgada de lo que ocurre, que el lector llegara a intuirlo, dejando miguitas de pan. Me gusta tomarme muy en serio al lector. No quiero ser condescendiente con él, quiero que ponga tanta atención como la que yo pongo escribiendo.
¿Lo que Cortázar llamaba el lector hembra?
¡Eso es una tontería como una casa! Como tantas otras bobadas de Cortázar (risas).
Pero lo cierto es que el lector continúa y complementa la novela.
Porque todo lector pone mucho más de lo que parece. La literatura de ficción es la cosa menos pasiva que hay. Parte del aprendizaje del escritor es no decir cosas y que el lector las encuentre. Yo pongo una partitura insuficiente, como las del barroco, que dan tan pocas pistas. La libertad del lector pasa por rellenar los espacios en blanco de la historia.
Alexis nos desconcierta, ¿es un ángel de la guarda, un cabrón que engañará a nuestro protagonista, una mezcla entre madre y MacGyver, un tipo que se da cuenta de lo que ocurre?
(Risas) Yo creo que se da cuenta de cómo está y lo que le pasa al protagonista (por un momento del libro que no podemos contar). Es un tipo intuitivo. Pero tengo que confesar que hay muchos Alexis en el mundo y, no en vano, está inspirado en un conocido mío de Lisboa.
El protagonista habla de los gánsteres laborales que le explotaron y le obligaron a explotarse. ¡Crítica más dura hacia el mundo laboral, imposible!
El protagonista tiene una visión muy sesgada de la realidad, pero tiene razones para ello. Cuando da detalles sobre especies que se extinguen, cuando cuenta cómo ha conocido un trabajo en el que le explotaron… Todo ello forma parte del mundo que estamos viviendo.
Lisboa como una protagonista más: esa ciudad de belleza y pesadumbre… ¿Qué es Lisboa para Muñoz Molina?
En otros libros míos también ha salido, pero aquí es medular. Yo desde que era muy joven tuve una relación muy estrecha con esa ciudad y ha sido muy fértil para mí. En uno de mis primeros libros Invierno en Lisboa, ya estaba presente. Tengo mucha afinidad con ese lugar, porque remueve en mí cosas muy profundas. Creo que me parezco a Lisboa…
Lo creo. Siempre le he visto como un escritor de belleza profunda y melancólica.
Sí. Y me gusta que lo digas. Además, Lisboa es más cosas: cosmopolita, llena de cultura popular, de gastronomía. Yo soy muy sensible a las ciudades. Su espacio me estimula. Como dice Baudelaire: «Hay un país que se te parece», y creo que Lisboa se parece a mí.
Una duda: ¿Tiene perro? Porque retrata muy bien el comportamiento de Luria, el inseparable amigo de cuatro patas de su protagonista, como si fuera un terapeuta de esperas.
Sí, tengo perro. En la novela hay una cosa importante: la percepción del mundo, y reconoceremos que cada uno tiene la suya. Cecilia —su mujer— le ha explicado a él muchas cosas desde su punto de vista científico que él ha incorporado… Y también quería plasmar cómo se ve el mundo desde la mente de un perro. Que además son grandes esperadores.
La música está presente y, cómo no, los libros. Habla de libros para leer en la cama, otros para devorar en la sobremesa, otros que te roban la mañana…. ¿Usted tiene esa tipología de lecturas?
Sí, sí. Por eso los libros de historia los leo en el kindle, otros los tengo para la cama, otros para leer en un parque. Es una cuestión de gourmet literario (risas). En ocasiones solapo cuatro a la vez.
Hablando de libros, usted nos has descubierto a muchos autores. ¡Es un gran crítico y un gran didacta!
No sé si lo soy, pero me encanta que me lo digas. Porque veo colegas que escriben artículos y no les interesa nada: todo les produce rechazo o condescendencia. A mí me gusta descubrir cosas y compartirlas. A ver si lees las Memorias del Almirante que son tan importantes en el libro.
Este libro avanza como si fuera la continuación de Un andar solitario entre la gente. El protagonista camina, no habla con nadie, vive en una isla, ¿Qué diría Thomas Merton?
Que los hombres no son islas, pero él es una persona que tiene una psicología peculiar y puede llegar a parecerlo. Está asustado, vive de un modo muy retirado y con una conciencia de haberse apartado de las cosas. Está perdiendo la capacidad de relacionarse con el mundo, recuerda cuando habla con una señora en la fiesta y se dedica a contarle lo que hacen las gaviotas en Roma.
Ha perdido sus habilidades sociales.
Sí, sí. Como en las novelas antiguas de náufragos que ves cómo en la soledad se va aislando lentamente.
Dice que en la época en que escribió El jinete polaco tuvo que leer Absalón, Absalón, de Faulkner para hacer un prólogo. Y que le influyó para ordenar el sistema de distintas voces. En otros libros, su literatura ha sido deudora de Joyce, Proust, Onetti, Cervantes, Galdós, ¿qué leía mientras escribía esta novela? ¿O procura no leer nada que tenga que ver con su libro para no «contaminarse»?
Esta novela surgió de una manera muy natural, muy inmediata y nació de lecturas antiguas, muy poderosas. Creo que revoloteaba Henry James, con su punto turbio, con sus recados psicológicos. Yo soy muy aficionado a esas novelas. Sentía la necesidad de hacer una ficción químicamente pura, con una historia cerrada sobre sí misma, y usar todas las herramientas del arte de la novela.
Tiene alma de poeta y de periodista.
Sí, porque me gusta contar la realidad inmediata y luego reelaborarla. Y eso que el realismo en España es como una cosa denostada, como costumbrista. Me gusta contar el mundo como es, y resulta todo un desafío.
Cuando termina una novela, ¿se embarca en una obra de no ficción, para resetear la mente?
Eso no es voluntario. Si se me ocurriera ahora una novela, me pondría, porque es lo que más me gusta en el mundo. Desgasta pero es un placer.
Y duele, ¿no?
No, el dolor es otra cosa. Se sufre con otras cosas, no por escribir. Hay incertidumbre o duda, pero siempre hay placer. Sufrir, es otra cosa más seria.