Leamos pues
Leer es por encima de todo un placer. Leer nos proporciona plenitud y nos convierte en creadores, porque al leer ponemos nuestra experiencia y nuestra memoria al servicio de un pensamiento, una invención, una historia que hacemos nuestra, como nuestros son —al leer— los rostros de los personajes, los paisajes, las situaciones y los conflictos que nos presenta el autor.
Leer es un placer activo que pone en movimiento nuestras facultades mentales y nuestras emociones, al tiempo que las enriquece y las fortalece, del mismo modo que el ejercicio físico hace más ágil nuestro cuerpo y más resistentes nuestros músculos. Por lo tanto, leer nos concede el privilegio de la agilidad mental, vigoriza nuestra memoria, matiza y enriquece nuestra sensibilidad, ejercita nuestra capacidad de comparar, de ironizar, de profundizar, de acumular conocimiento, y sobre todo en un momento en que estamos a todas horas bombardeados por informaciones de todo tipo, ejercita y fortalece nuestro criterio.
Leer, en fin, mantiene nuestro intelecto firme y lo defiende de los achaques de la edad que fructifican en el humus de la pereza mental, el inmovilismo de la inteligencia o la apatía que provocan el desánimo y la derrota.
Hasta aquí la definición de la lectura.
La lectura ha sido siempre uno de los grandes placeres, del que, incomprensiblemente, nada parece querer saber el cincuenta por ciento de los españoles. La lectura forma parte de un placer y una felicidad ajenos a los que nos ofrecen las multinacionales del consumo, porque tienen más que ver con la plenitud que otorga la utilización de facultades mentales como son la fantasía, la memoria, la imaginación, la emoción, el raciocinio y la inteligencia.
Pero además la lectura constituye un recurso espléndido en largos períodos de nuestra historia, donde tantos medios a los que recurrimos en busca de información u ocio no ofrecen noticias sobre situaciones y sucedidos, sino, solo por poner un ejemplo, repiten hasta la saciedad larguísimas peroratas de políticos cuyo único fin no es compartir con nosotros su ideología o hacernos partícipes de sus programas, sino ensuciar la imagen del contrario para intentar convertirlo en piltrafa moral o mental y superarlo en la estima que de él tienen los ciudadanos que, creen ellos, no dudarán en votar al que crean que es mejor. Y la lectura entonces es el ámbito donde refugiarse de un mundo informativo que cada vez lo es menos.
Nada es más fácil que poner de manifiesto las ventajas de la lectura sobre la ausencia de ella, la benéfica influencia que tiene sobre todos nosotros, y sobre todo el placer que nos proporciona. Otra cosa es que mi discurso sea convincente, otra que los padres y los maestros convenzan a sus hijos y alumnos, y otra más difícil aún es pretender cambiar los hábitos del que no los tiene, porque nunca tuvo la costumbre de leer, o del que, por causas varias difíciles a veces de determinar, la perdió.
Y es que leer es ante todo un ejercicio de la mente que la mueve, la revoluciona y la desarrolla, siempre produciéndole esa inquietud que asoma cuando conocemos otros ámbitos y otras opiniones, en una palabra, cuando accedemos a otros mundos distintos del que nos envuelve y nos protege. Leer acelera el ritmo de nuestra inteligencia, la fortalece y la enriquece, y agiliza el pensamiento.
Y ante todo esto nos preguntamos cómo los padres, tan aficionados a que sus hijos hagan toda clase de deportes desde el tenis a la esgrima, no se preocupen de que sus hijos desarrollen al mismo ritmo las facultades mentales cuya inmovilidad es muchas veces la responsable de los fracasos escolares.
Pero además, esa misma inteligencia va adquiriendo con la lectura tal confianza en sí misma que el lector, al debatir su propio parecer con los pareceres múltiples que le ofrece la lectura, asiste fascinado al debate entre ambos porque sabe que no hay conocimiento sin debate, y es así como, consciente o no, va adquiriendo poco a poco su propio criterio frente a los acontecimientos y situaciones que la vida le ofrece. Es también gracias a la lectura como la inteligencia se aleja del peligro de ser manipulada, y afianza su propio camino hacia la libertad.
Y, por si fuera poco, la lectura nos convierte en creadores. El texto que leemos requiere inevitablemente de nuestra experiencia y nuestra memoria para poner rostro a un personaje o intensidad a una tesis o a un conflicto, y echamos mano de la imaginación y la fantasía para interpretar y hacer nuestro lo que leemos, de tal modo que la novela, el relato o incluso el ensayo, lo recreamos con nuestras propias facultades: son ellas las que nos dejan exhaustos, emocionados o profundamente desconsolados. Ahí es donde reside la grandeza de la creación: todo el que bebe de ella no solo participa de la creación del autor, sino que recrea su propia historia.
No me cansaré de decir, como al principio de estas líneas, que sumergirse en la lectura, sea de ficción o de opinión o de investigación, proporciona uno de los grandes placeres para los que, todo parece indicar, hemos venido al mundo, ya que para ello disponemos de las herramientas necesarias. Cierto es que esas herramientas hay que utilizarlas, de otro modo se oxidan y entonces ni hay lectura ni hay placer. De ahí que la lectura, siendo un placer, lo sea activo y exija nuestra colaboración en contraposición con los placeres pasivos que nos ofrecen tantos ocios multitudinarios hoy, en los que, por decirlo así, casi no participan las facultades del alma y no tienen más exigencia que, es un decir, ese leve movimiento de la mano para ir cambiando de canal o tocando una pequeña tecla que ya ni siquiera se mueve.
Leer es viajar, es conocer otros mundos que viven como nosotros en este planeta, pero también es conocer otros ámbitos de pensamiento tan válidos como los nuestros. Leer es sumergirse en la vida de otros personajes, es detestar y amar y comparar, es sentir complicidad con el pensamiento de un ser que tal vez nunca conoceremos o disentir de otro entendiendo los elementos que nos separan de él. Leer es tener muchas vidas, es abrirnos a mil posibilidades, es contar con la opción de conocer y de reconocer el pasado y el presente, y —¿para qué negarlo?— es un camino que nos conduce inevitablemente al centro mismo de nuestro propio yo: conocernos al fin, sabernos, aceptarnos y por lo mismo aceptar a los demás. No quiero decir que si leemos viviremos más tiempo, pero sí que el tiempo que vivamos, lo viviremos mejor.
Y finalmente leer es también un antídoto contra cualquier concepción del mundo excluyente y fundamentalista, y un revulsivo contra la violencia, la personal y la de las ciegas violencias que en nombre de dios o de la patria, quienes quiera que sean y como se llamen, tiñen de oprobio y vergüenza buena parte del planeta y de sus habitantes.
Pero por más que los gobiernos, como es su deber sobre todo si figuraba en su programa electoral por el cual los hemos elegido, pongan en marcha políticas de fomento de la lectura y por más que las escuelas se esfuercen en buscar métodos para despertar y alimentar el hábito de la lectura en los niños, el resultado dependerá también en gran medida de lo que hagan los padres: en una casa donde los padres no leen, qué pocos niños serán capaces de leer…
Leamos pues, seamos un poco más felices y hagamos que lo sean nuestros hijos.
Rosa Regàs