«Me interesa lo que las mujeres esconden bajo la alfombra»
A sugerencia de su psiquiatra, un pintor de éxito rememora los últimos meses compartidos con su madre fallecida de cáncer, tras haber arrastrado una tormentosa relación de rechazo mutuo a raíz de la desaparición de la hermana y el abandono del padre. Este es el polvorín que diseña Tatiana Ţîbuleac (Moldavia, 1978) para reventar roles femeninos, desnudar la fragilidad del universo maternofilial y ajustar crudamente las posibilidades del amor frente a las taras familiares. El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Impedimenta) es un cuento de belleza terrible. Pero, sobre todo, es una novela sobre el perdón, que nos presenta el debut más impresionante de la literatura europea actual.
Texto y fotografia: Maica Rivera.
Es una novela de brutalidad controlada. Hay poesía en el título pero no da tregua porque con la primera página llega el bofetón inaugural. Pronto pone al lector en órbita con el odio plástico e impúdico del hijo hacia la madre. ¿Buscó el impacto inicial de ese contraste?
Es la primera vez que respondo a esta pregunta. Al principio titubeé entre dos títulos, y lo cierto es que deseché uno muy brutal: Abortones de flores, pensado en la escena en la que los protagonistas permanecen tumbados en el campo de girasoles, «silenciosos y doloridos». No obstante, la idea permaneció en la historia como El secreto de los abortones de flores, nombre con que el personaje de Aleksy bautiza su primer cuadro, que pinta justo antes de dejar oficialmente las drogas y que vende por un cuarto de millón de libras.
¿Podemos tomar esa anécdota como ilustrativa de un gusto por explorar límites, cercano al surrealismo?
Sí, lo imaginario tiene mucho potencial para mí. Pero donde me siento de verdad muy representada es en el realismo mágico. Alcanzar esa especie de magia, esos momentos que pueden considerarse poéticos, me ofrece la oportunidad de recuperar el aliento tras describir estados que a veces son demasiado fuertes incluso para mí.
«Es posible olvidar los colores, las palabras no», sentencia al final de la obra Moira, esposa de Aleksy y la única mujer que le ama además de su madre. Da mucho que pensar con esa yuxtaposición, latente o explícita, de los procesos creativos. ¿Cómo lo vive, como autora, desde dentro y fuera?
No creo en estilos artísticos. Estamos rodeados de cine, literatura, pintura y música, y creo que simplemente se trata de llevar a las personas hasta determinados estados de pensamiento. Es verdad que cuando observo el mundo, todo me parece muy colorido. Tengo una mente muy cinematográfica, recuerdo a la gente de forma pictórica, y la circunstancia de que el protagonista sea pintor proviene seguramente de mi inclinación natural hacia el mundo del arte y a que tengo muchos amigos dedicados a la pintura con quienes hablo mucho sobre la materia, los colores, las formas… De hecho, tengo que confesar un deseo secreto: que alguien pinte cuadros y monte una exposición inspirándose en la novela. Algo parecido ya ha sucedido, porque se ha realizado una adaptación teatral de la obra en cuya puesta en escena cobraron máxima relevancia los colores y los efectos visuales.
Respecto a la escritura, tampoco creo en géneros literarios. Lo que siempre intento es concentrarme todo lo posible para no desperdiciar la página, porque cuando hay demasiadas palabras, el lector se aburre. Por eso mis libros son breves con proliferación de frase corta, en la que encuentro muchísimo placer estético.
¿Ese estilo narrativo podría ser consecuencia de ejercer el periodismo? Cree que la profesión ha disciplinado el espíritu creativo?
Sí, el ejercicio periodístico me ha influido muchísimo, y en el estilo me ha repercutido sobre todo mi época de televisión. En 1999 empecé a trabajar en este medio como reportera del telediario de la cadena PRO TV, un escenario en el que siempre teníamos que estar peleando con la cámara que grababa las imágenes. En general, ser periodista ha potenciado mi interés y curiosidad constantes por todo lo que me rodea, por los detalles de lo que sucede y por cómo son las personas que conozco.
¿No le frenaron en nada los riesgos comerciales que se presuponen al tocar toda la ristra de tabúes que aborda?
Al contrario, porque el mercado está saturado de historias rosas y edulcoradas.
Tampoco me habría atraído jamás escribir algo en esa otra línea descafeinada, me interesan muchísimo más los temas que las mujeres esconden debajo de la alfombra, en lugar de aquellos que se muestran abiertamente. Vengo de un entorno en el que la mujer ha sido reducida al silencio, al espacio cerrado y al tabú, y por eso he querido meter el dedo en la llaga, hacer daño justo donde lo hago. De hecho, durante quince años me dediqué a trabajar con las mujeres y los niños de Moldavia, con la violencia y el abandono que han sufrido, así que considero que habría sido traicionarlos el haber presentado en la novela un amor dulce y facilón que terminara, por ejemplo, con una escena de sexo en la playa.
El auténtico motor de la historia es la madre de Aleksy, ¿se convirtió en su personaje favorito?
Sí, porque me he identificado con todos los personajes durante el proceso de escritura pero es el de la madre el que permanece en mí y creo que, al final, en todos los lectores. En Europa del Este hay una gran presión sobre la mujer, allí es un robot que tiene que hacerlo todo y sus debilidades son ridiculizadas, y en mi libro he querido mostrar cómo una mala madre puede serlo no solo por culpa de sus propias limitaciones, sino también porque toda la sociedad ha tenido una contribución para que ella sea así.
Por eso el mensaje fundamental es que no todas las mujeres tienen que ser madres, que no todas las madres tienen que ser buenas y que muchas madres no son capaces de dar ese amor que deberían porque ellas no lo han recibido antes. Al final, vemos cómo es posible abrir un camino para solventar la polaridad entre la madre y el hijo adolescente, ambos personajes lo construyen pasito a pasito, demostrando que las cosas podrían ser de otra manera. La novela puede también ser interpretada como una carta para mi hijo, un esfuerzo por desculpabilizarme ante mis propios hijos.
Lo más llamativo estéticamente es el tránsito de la madre de Aleksy de la carnalidad hacia una levedad casi espiritual…
Tanto mi madre como mi abuela han sido mujeres corpulentas, es un rasgo femenino típico de la zona de donde procedo, que se asocia tradicionalmente a la imagen de la gran madre cálida y mujer mártir. No me había fijado hasta ahora, pero cuando la madre de Aleksy comienza a preocuparse un poco por ella misma en la recta final de su vida, su cuerpo maternal empieza a disminuir y va perdiendo volumen a medida que ella va ganando felicidad.
¿Por qué escoge Francia para la absolución?
Porque vivo allí en este momento y quise huir de la zona donde nací, rechacé la idea de introducir personajes moldavos, rusos o rumanos. No me interesaba la geografía sino la relación humana, y cuando tuve que crear unos personajes inmigrantes decidí que fueran polacos, porque, de alguna manera, ellos aglutinan todos los elementos que configuran al inmigrante del Este de Europa.
Desde la mentalidad del europeo occidental, Polonia es el último bastión, a partir de ese punto comienza la nada y no se sabe diferenciar nacionalidades.
EL VERANO EN QUE MI MADRE TUVO LOS OJOS VERDES
Tatiana Ţîbuleac
Impedimenta, traducción de Marian Ochoa de Eribe, 256 pp., 20,50 €