«La precariedad nos puede hacer renunciar a nuestros principios»
Texto: Pilar Argudo. FOTOGRAFÍA: Pau Sanclemente.
Esta vez nos lo ha puesto difícil para entrevistarla sobre su última novela sin hacer spoilers.
(Sonríe) Hemos debatido mucho sobre este aspecto con Blanca Rosa Roca, mi editora, porque la trama contiene un giro decisivo que si se desvela privaría al lector del cambio de perspectiva que tendrá una vez descubra el «secreto». Pero, por otra parte, sé que contará con muchos adeptos en algunos colectivos. Y hasta aquí puedo leer.
¿Ese giro es un vuelco que forma parte del juego que usted propone a los lectores y que, en cierta manera, los implica?
Toda la novela es una incitación al lector a entrar en ese aspecto lúdico, en ese reto que consiste en ir componiendo pieza a pieza el rompecabezas final.
En ese sentido, ¿se acerca al género policiaco?
Totalmente. El andamiaje de una novela de misterio no deja de ser un juego en que el lector tiene que ir recalculando ruta tras cada nueva pista que aparece o cada vez que se descarta un culpable.
¿Por eso recurre a la interrupción de cada uno de los hilos narrativos, que tejen la trama global, cuando la acción está en alto?
Ayuda a crear un clima de suspense, sí, pero también colaboran los saltos temporales y el cambio de voz narradora.
¿Oficio?
Oficio y muchas horas de trabajo.
Partimos del encargo de una biografía. La reconstrucción de una vida hecha a medida.
Sí. Sandra Valdés es una joven licenciada en historia que malvive como dependienta de una tienda de ropa. Un día recibe la suculenta oferta económica de redactar una especie de panegírico sobre Ofelia Arráez, una mujer poderosa, hermética y decisiva en el negocio del diseño de calzado, que triunfó en las décadas en que el Levante español despertaba del letargo agrícola y buscaba nuevas salidas en la industria del curtido. Lo que Sandra irá descubriendo sobre Ofelia Arráez, sobre Monastil (el pueblo de ambas) y sobre ella misma, estará plagado de misterio, intrigas y revelaciones.
Luís, el hijo de Ofelia, es quien contrata a Sandra y quien le facilita parte de la documentación para reconstruir e inmortalizar la figura de su madre, a quien idolatraba.
Claro, pero él quiere inmortalizar a la mujer que él creía que fue, porque desconoce los pasajes oscuros y escabrosos de la infancia de su madre. Y también las supuestas intrigas financieras en las que se comenta que anduvo implicada. Eso me sirve para denunciar, a través del personaje de Sandra, que la precariedad nos puede hacer renunciar a nuestros principios. Aceptar escribir «al dictado» nos resta rigor y saca lo peor de nosotros.
¿Por qué ese punto de partida?
Siempre me ha llamado la atención la huella que dejamos impresa en los demás. El motivo por el cual trascendemos. Es habitual que, por ejemplo, en una comida de Navidad alguien recuerde lo mucho que le gustaban los mejillones a tía Laura. Me sobrecoge pensar que, posiblemente, dentro de tres generaciones lo que quede de tía Laura, que debió de vivir otras muchas experiencias en su vida, sea una cosa tan baladí como su predilección por determinado plato.
De nuevo la familia como útero, donde todo se va gestando hasta que llega el momento en que sale a la luz… O no.
La familia no se elige. Te inculcan que debes amarla aunque no tengas afinidades o te amarguen la existencia. Además, en todas las familias hay secretos que, en mayor o menor grado, se evita abordar. A menudo, en encuentros familiares surge «el tema» y se hace un silencio que se podría cortar. Ahí hay una novela.
El pasado, las sagas, los fantasmas y los secretos. Lo esotérico, lo onírico y también las cajas que contienen fotografías y cartas…
El pasado, en efecto, es algo en lo que me apasiona adentrarme, porque somos lo que somos gracias a nuestros recuerdos. Los secretos, aquello que está oculto, aparece a través de los sueños, lo que, como recurso narrativo, es muy efectivo. Las cartas, porque nosotros y nuestra memoria son palabras. Y lo esotérico, porque ese mundo de lo desconocido y del subconsciente, bien tratado, es muy atractivo.
Aquí, además, encontramos el mito psicoanalítico de la «habitación cerrada». En este caso, es el lugar donde Ofelia guardaba sus mejores prendas, donde se «componía» para mostrar solo lo que ella decidía compartir. Y que su hijo Luis guarda intacta y perfectamente conservada.
Es que ese es el leitmotiv de El eco de la piel: la identidad. No solo somos aquella imagen atrapada en una instantánea o aquellas palabras que volcamos en un folio. La ropa o el peinado que escogimos para configurar nuestra imagen, o los objetos que teníamos en nuestra mesa de trabajo, son parte fundamental para la composición de nuestro «yo».
Al hilo del tema de cómo construimos nuestra imagen, en su obra realista hay una constante de denuncia social, ya sea el abuso de poder, la desigualdad de género, los niños robados, la preservación del medio ambiente… En El eco de la piel aparece un tema candente en la actualidad, que son los peligros de la exposición pública.
Estamos absolutamente controlados a través de las redes sociales. Y lo que es peor, somos nosotros quienes contribuimos de manera voluntaria a alimentar, con nuestra intimidad, grandes bases de datos que las multinacionales y grupos de poder aprovechan en beneficio propio. Una locura. Ya conoces la máxima: cuando algo es gratuito el producto eres tú.
Las mujeres de El eco de la piel tienen fuerza o, al menos, han buscado un espacio donde encastillarse y emerger. Pero en ese rompecabezas que usted apunta, hay una pieza que no encaja, ni en la España de la posguerra, ni en el contexto social, que es Anselmo.
Me enamoré del personaje de Anselmo a medida que iba creciendo en la trama. Es sensible, refinado, culto y a la vez fuerte y valiente. Es una pieza clave en la novela.
¿En qué punto de la geografía de su obra confluyen los Alpes, que ve desde su estudio en Innsbruck, y los recuerdos de la ciudad donde nació, Elda?
En Innsbruck tengo mi casa, mi familia, mi trabajo. Mi vida está aquí desde hace más de treinta años. Elda siempre me acompaña y vuelvo a menudo. La presencia en mi obra es innegable. Es el escenario explícito o velado de muchos de mis libros, porque allí están mis orígenes.
En El eco de la piel ha utilizado el nombre previo a la romanización: Monastil.
En Elda hay datados asentamientos de la Edad de Bronce. Su enclave estratégico, entre Cartago Nova, Elche, Alicante y Manises, para iberos y luego para romanos, fue definitivo y ha permanecido habitada desde el siglo v antes de Cristo hasta la actualidad. En El eco de la piel, el topónimo de Monastil tiene una doble función: ubica a los lectores en un contexto geográfico real y a mí me permite la licencia de alejarme de un trazado urbano concreto y de unos lugares o personajes reconocibles.
¿Como los que se enriquecieron con la especulación inmobiliaria?
Sí, pero no entendida como una operación urbanística a gran escala. Al menos en ese momento. Hubo familias que vendieron unos terrenos yermos, en lo que hoy se publicita como «primera línea de mar», y que vivirán de rentas durante generaciones gracias a ello.
Es ese precisamente el perfil que sale peor parado en El eco de la piel. ¿Fueron fruto de la doctrina franquista, que los utilizó como peones para expandir su política, o supieron aprovechar el momento?
Ambas cosas a la vez. Son nuevos ricos de manual. Personas que no concebían el bienestar económico si no iba acompañado de la ostentación más hortera y bochornosa. Casas con tejado de pizarra en un clima mediterráneo, jardines con ornamentación ajena a ese ecosistema, decoraciones carísimas que sin embargo llevaban impreso el mal gusto en cada detalle, coches pomposos… La reconversión desde la agricultura a la industria de los curtidos y los zapatos, para acabar después en el sector turístico, ha cambiado la fisonomía paisajística y humana de muchas comunidades y la Valenciana es el paradigma.
Usted es un referente en el género de la fantasía y de la ciencia ficción y en cambio fue una novela realista, El color del silencio, la que supuso un punto de inflexión en su vida.
Así es, 2017 fue un año muy importante para mí. Yo acababa de dejar mi trabajo en la Universidad de Innsbruck después de treinta y siete años para dedicarme por completo a escribir. Justo entonces llegó el éxito que tuvo y está teniendo El color del silencio con más de 50.000 ejemplares vendidos.
Después de El color del silencio llegaría Las largas sombras y una revisión de El secreto del orfebre, pero a lo que no renuncia Elia Barceló es a seguir construyendo nuevos mundos a partir del propio y a alternar géneros y público lector de diferentes edades. Con más de 20 títulos publicados sigue cosechando premios de prestigio tanto en literatura juvenil (el Edebé, que ya ha obtenido en tres ocasiones) como para adultos (el reconocido Celsius de Terror, Fantasía y Ciencia Ficción de la Semana Negra de Gijón; el premio de la Critica Valenciana). Y sigue llenando auditorios en las presentaciones de sus novelas recientes.
Tiene usted muy en cuenta a sus lectores…
No puede ser de otra manera. Los receptores de cualquier obra artística son los que acaban dándole sentido. Esto que parece una obviedad, en literatura se acrecienta porque la lectura es una acción íntima en la que cada uno de nosotros acaba la historia con su propia experiencia personal, con su imaginario particular. La completa. En mis encuentros con lectores soy consciente de hasta qué punto interactuamos unos con otros. Esa corriente te alimenta en lo creativo y da color a futuras historias.
Las citas iniciales son de Jaume Sisa y de George Orwell. En sus libros siempre aparecen tributos a personajes que usted admira. ¿A quién rinde homenaje en El eco de la piel?
Entre otros, a Selma Lagerlöff y a Silvia Plath. Por diversos motivos, pero sobre todo porque quise que el personaje de Selma no pasara por lo que pasó Silvia Plath. Procuré que su vida siguiera otro curso, apartándola de la tragedia.
¿Y a Julio Cortázar y a Leonard Cohen, aunque no aparezcan?
Siempre.