Con motivo del bicentenario del nacimiento de Victoria I el pasado 24 de mayo, la escritora Espido Freire nos presenta una semblanza de la lectora de su época.
«Los exploradores que dejaron crónicas o estudios de sus aventuras rompieron las costuras de la visión europea para hablar de otras culturas, de otros mundos»
«Sherlock Holmes, como Mister Hyde, formó parte del mundo victoriano con tanta intensidad que sus lectores lo trataban como a un ente vivo, suplicaron la resurrección del detective y no solo opinaban sino que influían en el devenir de sus aventuras»
«La tenaza del victorianismo sobre la mujer se envolvía en el terciopelo del culto al ángel del hogar: la burguesa sobreprotegida e infantilizada convivía con la obrera expuesta y explotada»
«El juicio a Óscar Wilde conmovió a una sociedad que aún vivía atrapada por las apariencias, pero que pugnaba por una coherencia mayor entre los cambios que estaba viviendo y la manera de vivirlos»
Imaginemos una lectora que hubiera nacido en el mismo año que la reina Victoria, en mayo de 1819, y que llegara a la edad de leer un libro por sí misma. Una superviviente, como la propia Victoria. Solo las muertes de primas y tíos, y la imposibilidad de que los niños de su familia nacieran vivos permitieron que la hija de un cuarto hijo llegara primero a reina y luego a emperatriz.
Habría compartido generación, con muy pocos años de diferencia, con tres hermanas de York, también las únicas que quedaban de una gran familia apellidada Brontë, y antes de cumplir los treinta años podría haber leído la obra de varias de ellas; en rápida sucesión, en 1847, aparecieron Jane Eyre, Cumbres borrascosas y Agnes Grey.
Aunque ocultas bajo pseudónimos masculinos, los nombres de Charlotte, Emily y Anne Brontë gozaron pronto de una enorme popularidad.
Pese a que Cumbres borrascosas irrumpía con desagradable franqueza en un país acostumbrado a que las apariencias se mantuvieran por encima de cualquier sacrificio personal, y algunos párrafos de Anne apenas se podían leer bajo las meticulosas tachaduras de institutrices y padres responsables, que deseaban proteger a sus hijas de historias de alcohol y maltrato, las obras de las Brontë se convirtieron en un éxito imparable. Las novelas, el género de moda entre las niñas, se prestaban y se copiaban, y por muy al tanto que estuvieran los padres, la corrupción de la lectura y la fantasía entraba en las casas.
Sus historias personales, pese al cuidado que pusieran Charlotte Brontë y su amiga Elizabeth Gaskell en filtrarlas y editarlas, contribuían de manera poderosa al mito. Esa generación era hija del romanticismo: el individuo contaría, de ese momento en adelante, de manera más definitoria que cualquier movimiento. En la literatura inglesa destacan nombres poderosos, estilos irrepetibles, por encima de las corrientes que los etiquetan. Las madres habían crecido con las seis novelas de Jane Austen en la cesta de la costura, sólidas y magníficas historias construidas con un enorme talento: a los jóvenes ese estilo literario aséptico les daba frío.
La propia Charlotte Brontë despreciaba a Austen de manera muy poco sutil. Emily seguía con entusiasmo nada disimulado los cotilleos sobre la reina, y en particular, los actos que celebraron su coronación. Apenas se llevaban nueve meses. Era el tiempo para ser joven, para construir una imagen nueva de la pasión y de la identidad.
Sin embargo, pese a que una reina joven ocupara el trono en 1837 y la enorme pujanza de poetas, artistas y descubridores jóvenes, el mundo continuaba regido por los adultos, que impusieron, frente a esta necesidad de aire fresco, una férrea censura de la moral y las apariencias. El mundo cambiaba a una velocidad mareante: los descubrimientos científicos asestaron un fuerte golpe a las creencias religiosas, sobre todo al Génesis. Incluso aunque nuestra lectora perteneciera a una familia convencional que no permitía que las niñas leyeran ensayos, y ella nunca posara los ojos sobre el texto que Charles Darwin publicó tras su primer viaje en el Beagle, en 1839, Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo, la conmoción que supusieron este y El origen de las especies (1852) no le pudo ser ajena.
Además, no era solo Darwin: Edward William Lane tradujo Las mil y una noches, y publicó el Informe de los usos y costumbres de los egipcios modernos, un éxito inmediato de ventas. Él y el resto de los exploradores que dejaron crónicas o estudios de sus aventuras rompieron las costuras de la visión europea para hablar de otras culturas, de otros mundos. Richard Francis Burton, con una obra inacabable en la que quizás destaque Narración personal de una peregrinación a Medina, carecía de la gracia de un novelista, pero conocía exhaustivamente pueblos y lenguas y representó como pocos la fiebre viajera de la época victoriana.
Quien no podía viajar, como posiblemente nuestra lectora, atada a su casa y sus obligaciones, leía. Fue el tiempo de las guías de viajes, de caminar sobre las huellas ya holladas por los románticos: Italia, Grecia, la grandiosa Alemania, y la desconocida España. La Guía para viajeros en España, de Richard Ford (1845) fue una de las más exitosas, e inició un reguero de peregrinaciones al sur.
Como contrapartida, los movimientos que ensalzaban los valores y las costumbres inglesas se alzaban con fuerza. Los escritores escribían novelas enclavadas en Inglaterra, con héroes ingleses y algún guiño a Escocia, la tierra preferida del príncipe Alberto y el escenario del veraneo de la reina. Los dos grandes gigantes del romanticismo, Lord Byron y Walter Scott, tenían fuertes raíces escocesas. Curiosamente eran, además, cojos, aristócratas y estaban alentados por un cierto fervor belicista.
Si la poesía victoriana no se entiende sin un predecesor romántico como Lord Byron, la novela, en cambio, se despega de los moldes antiguos y crece con un vigor inusitado. Scott dio un vuelco y refundó la novela histórica, como resulta evidente cuando publicó Ivanhoe el mismo año del nacimiento de Victoria. Nuestra lectora devoraría, sin duda, Rob Roy y Quintín Durward (1823), aunque no fuera más que porque rondarían por la casa de sus padres. Sin él no existirían Los últimos días de Pompeya (1834), de Bulwer Lytton, o Romola, que Mary Ann Evans publicó en 1862 bajo el nombre de George Eliot.
Cuando Scott envejecía se le sumaron nombres como Charles Dickens, que encarnó como pocos el espíritu de su tiempo. David Copperfield se publicó por entregas en 1849 y despertó un fervoroso movimiento de fieles, entre los cuales nuestra lectora se encontraría. El abaratamiento de la impresión resultó clave en este fenómeno: las máquinas comenzaban su lenta conquista del mundo laboral, el campo, las ciudades, y entre sus resultados se encontraban las revistas, los periódicos y las ilustraciones.
Otros títulos, como Oliver Twist, o Grandes Esperanzas, atinaron exactamente con el nervio victoriano y calmaron cualquier dolor existencial. Dickens hablaba de las vergüenzas de la época (la explotación infantil, el hambre, la voracidad de las máquinas), pero de una manera en la que la bondad humana encontraba siempre una solución. Sus sentimentales y deliciosos cuentos («Cuento de Navidad», «El grillo del hogar») continúan siendo leídos porque encajan a la perfección con la necesidad contemporánea de un final cerrado y feliz.
Mucho menos amable era la visión de otros autores herederos de voces como la de Thomas Carlyle, crítico y burlón, y claramente a favor de la ciencia y el progreso. Sus doctrinas condicionaron a Elizabeth Gaskell en novelas como Mary Burton (1848), que mostraban de manera despiadada todo aquello que el lector más apacible deseaba apartar de sí.
No obstante, durante los años de apogeo de Victoria, nuestra lectora podría escoger entre una variedad literaria nunca vista: las novelas se sucedían unas a otras, y no solo se inició una atomización de los distintos subgéneros, sino que los propios autores experimentaban y giraban de un tema a otro.
Podría, por ejemplo, robarle a su marido o a sus hijos las novelas de aventuras de James Grant, trepidantes historias que transcurrían en los territorios ingleses más remotos, o continuar con novelas ambientadas en la antigua Roma como Antonina, de Wilkie Collins. Si deseaba conocer su realidad, ahí estaban Thackeray y la George Eliot de Middlemarch (1871), e incluso el Primer Ministro, Benjamín Disraeli, escribía en Sybil (1845) lo mismo que gritaban los dos autores anteriores: la implacable humillación del ser humano frente a la pobreza y la industrialización.
Podría leer historias infantiles en el cuarto de los niños, la habitación hacia la cual se había desplazado gran parte de la atención victoriana; Lewis Carroll publicó la originalísima Alicia en el país de las maravillas en 1865, y algún tiempo más tarde Oscar Wilde escribió relatos inolvidables, como El gigante egoísta, pero si las madres o institutrices buscaban algo más convencional proliferaban los cuentos de aprendizaje, aventuras con moraleja o con protagonistas animales. Ahí estaban Frances Freeling Broderip, o Frederick Marryat, que después de ver el declive de las novelas de aventuras marítimas dirigió esas mismas historias de acción a los niños.
De hecho, muchas de las historias que ahora consideramos literatura infantil o juvenil se concibieron en aquellos años como novela de adultos. Un ejemplo clarísimo es el de Robert Louis Stevenson, que escribió La isla del tesoro en 1883: y, sin embargo, su estremecedor El extraño caso del doctor Jeckyll y Mister Hyde (1886) hunde las manos en la contradictoria esencia del ser humano. Stevenson fue uno de los autores más completos, inteligentes y brillantes de esa época, y uno de los que mejor ha envejecido.
Fueron también los años del esplendor de la primera novela policíaca, con una figura tan relevante como Conan Doyle. Sherlock Holmes y sus deducciones racionales aparecieron por primera vez en 1887, pero continúa con una admirable vitalidad: como Stevenson, Conan Doyle encontró una de las claves de la modernidad, y dio prioridad a personajes con un alto poder simbólico, arquetipos, en realidad, y no a la trama.
Sherlock, como Mister Hyde, formó parte del mundo victoriano con tanta intensidad que sus lectores lo trataban como a un ente vivo, suplicaron la resurrección del detective y no solo opinaban sino que influían en el devenir de sus aventuras.
Nuevamente, la inmediatez de ser publicadas en periódicos y de manera episódica creaba cercanía y dependencia de obras y lectores y desdibujaba la ficción.
Si a nuestra lectora no le bastaba una pincelada de horror, podía hacerse con una de las muchas novelas góticas, que vivían entonces su auge, y sumergirse en criptas, sangre y misterios. George MacDonnald había escrito en 1855 Fantastes, y su influencia se dejó sentir durante el resto del siglo. Sheridan Le Fanu había publicado la vampírica Carmilla en 1864, y su rastro fue igualmente alargado. Por cada uno de estos grandes nombres aparecía una legión de imitadores de baja calidad, pero que, en sus tironeos por llevar la historia hacia su terreno, obligaban a los escritores a evolucionar, casi contra su voluntad.
Desde luego, combinaría la lectura de novelas con la de los poemas que se memorizaban y se recitaban en familia: Tennyson, la voz más escuchada y apasionada de la época, rescataba al mismo tiempo el idealizado pasado artúrico del país y los altos valores en los que creían. Los Idilios del rey, en los que trabajó desde 1859 a 1889, fueron el esfuerzo más notable para conseguirlo. Pero, frente a esta visión un tanto exaltada, los jóvenes poetas aspiraban a un lenguaje y una estética menos grandilocuente y ahí estaban Morris y Rossetti, Robert Browning y su esposa Elizabeth Barrett, en su eterna búsqueda de una belleza que les protegiera frente a una sociedad metalizada, insensible y gris, con un pesimismo mayor según avanzaba el siglo. Eran menos directos y sus temas más complejos, pero entroncaban con una sensibilidad mucho más moderna.
La escandalosa herencia del feminismo de Mary Wolstoncraft se prolongaba con Harriet Martineau, que a través de una serie de novelas didácticas, Ilustraciones de economía política (1832) combinaba la trama con la educación sobre la sociedad y los métodos de producción. Abolicionista, feminista, y con una sordera que no le impidió viajar y mantenerse por ella misma, provenía de una familia acomodada que le permitió esa educación excepcional. Lo habitual no era, ni mucho menos, nada parecido. La tenaza del victorianismo sobre la mujer se envolvía en el terciopelo del culto al ángel del hogar: la burguesa sobreprotegida e infantilizada convivía con la obrera expuesta y explotada. El número de escritoras aumentaba, y el voto femenino había sido solicitado ya en 1866 por un colectivo de unas mil quinientas mujeres, y aunque la petición fue rechazada, el propio Disraeli la veía con buenos ojos.
Nuestra lectora no podía saber (no se sabría hasta mucho más tarde) que el propio corazón de esta época palpitante escribía a diario: la reina Victoria mantuvo fielmente un diario, y una correspondencia que se extendía por el territorio que dominaba y el que supervisaba a través de los matrimonios de sus hijos y nietos. Así, conocemos por la correspondencia con la última zarina, Alejandra, que le horrorizaba la lactancia materna, o el enorme dolor que sintió tras la muerte de su hijo Leopoldo, que sufría hemofilia. «Casi todo lo que más necesito para sostenerme es lo que me han quitado. Pero aunque toda la felicidad se haya acabado para mí en este mundo, estoy lista para seguir luchando». Esta carta tenía como destinatario a Alfred Tennyson, el poeta.
A lo largo de toda su vida Victoria escribió una media de 2.500 palabras al día, más o menos la extensión de este artículo, y al final de su existencia su diario ocupaba varios tomos. Su hija Beatriz lo resumió y extractó, y, suponemos, censuró con mano férrea aquello que no le parecía conveniente. Era, no lo olvidemos, el espíritu de los tiempos. Cassandra, la hermana de Jane Austen, hizo lo mismo con sus textos personales, como hemos visto ya que procedió Charlotte Brontë con el legado de sus hermanas. Thomas Hardy, que con el tiempo nos legó novelas realistas tan impresionantes como Judas el Oscuro o Tess de los Uberville, destruyó también su primera novela. Salvo que tuvieran acuciantes necesidades económicas, los autores preferían el silencio a que se pudiera hurgar en su intimidad y sus miserias.
Si tenían dudas sobre ello, el escándalo de Oscar Wilde se lo recordó a todo: el que había sido el niño bonito de la sociedad, el autor estrella del teatro durante la década de los noventa, el polifacético autor de El retrato de Dorian Gray, conferenciante, creador de aforismos y de tendencias fue encarcelado en 1895 acusado de sodomía e indecencia.
Su juicio conmovió a una sociedad que aún vivía atrapada por las apariencias, pero que pugnaba por una coherencia mayor entre los cambios que estaba viviendo y la manera de vivirlos.
Si nuestra lectora falleció aproximadamente cuando Victoria o Wilde, en 1901, en 1900 vivió una larga vida de cambios y uno de los siglos más interesantes para la literatura inglesa: se escribiría sobre ella un breve epitafio, una lápida, una esquela. Faltan nombres esenciales en su biblioteca: que al menos deben ser mencionados Augusta Webster, Tackeray, Trollope, Wilkie Collins, la mitad inglesa de Henry James. No hay tiempo. Los tiempos eduardianos se avecinaban con un trepidante cambio de temas y voces: con su particular carga de horrores y de milagros, y con autores nuevos para narrarlos.
Espido Freire es xxx