(o Elogio del traductor)
Rodrigo Blanco Calderón
Para Marta Arguilé
Los escritores suelen ser unos roqueros frustrados. Yo lo soy en un grado doble, pues mi sueño nunca fue convertirme en Mick Jagger. Yo me conformaba con poder versionar a los Rolling Stones. Cuando era más joven y vivía en Caracas, solía ir a Greenwich, un bar donde se presentaban bandas que nos ponían a brincar y a corear las canciones de Guns N’ Roses o AC/DC. Yo suspiraba por no haber aprendido nunca a tocar la guitarra o algún otro instrumento que me permitiera, si no componer mi propia música, al menos pertenecer a una cover band de esas que hacían vida en los antros de mala muerte de mi ciudad.
Se podría pensar que en la literatura, lo más parecido a un músico «versionero» sería un traductor. Sin embargo, un verdadero traductor no puede aspirar a ser solo eso. La versión que un traductor brinda de un texto literario representa muchas veces la primera aproximación de los lectores al autor. Recordemos a Borges, quien leyó Don Quijote en inglés cuando todavía era un niño. Después, cuando leyó la novela de Cervantes en español, le pareció que ese trataba de una mala traducción. Impresión que nunca se borraría del todo, como lo demuestra su cuento Pierre Menard, autor del Quijote.
Uno puede desarrollar distintas habilidades que le hagan sentir más cerca de sus ídolos literarios. Aprender varios idiomas o, en los casos de los idiomas extranjeros que no manejamos, que son la mayoría, familiarizarnos con ciertos traductores. Entonces aparece un Ángel Crespo y sus versiones de Pessoa, o Ramón Sánchez Lizarralde, a quien debemos la traducción al español de la obra del gran escritor albanés Ismaíl Kadaré (cuya «é» acentuada, por cierto, es una marca que quedó de su primera traducción al francés). Pero aún en estos casos, o sobre todo en estos casos, con su maestría el traductor solo logra reforzar su invisibilidad. El mejor traductor es el que mejor se esconde y a la máxima gloria literaria a la que puede aspirar es a ser la sombra del Gran Autor. Convertir su propio nombre en un seudónimo. O casi. Por eso, el oficio de traductor es uno de los más hermosos, duros y nobles. Quien haya tenido la oportunidad de conocer a alguno se habrá dado cuenta de que suelen ser personas tímidas y muy discretas, acostumbradas a ceder la palabra a los demás.
Sin embargo, el origen de todas estas reflexiones proviene de un ejemplo que parece la negación de todo lo que vengo diciendo y es lo que quiero en realidad comentar.
Hace unas semanas me afilié a la biblioteca Miguel de Cervantes, en Málaga, ciudad adonde me mudé algunos meses atrás. Revisando los estantes de la biblioteca tropecé con las Poesías completas de Kavafis y me lo traje a casa. La edición estaba prologada y traducida por alguien con un nombre tan común como olvidable. La introducción era breve, lo cual siempre se agradece. No obstante, el prólogo tenía un apartado final que me hizo volver a la portadilla para retener el nombre del autor de esas dos páginas y media: un tal José María Álvarez. Allí, después de haber hecho el predecible bosquejo bio-bibliográfico sobre Kavafis, Álvarez traza tres asteriscos y agrega lo siguiente, a manera de conclusión:
«No fueron ajenos al fervor que enmarca el mucho tiempo dedicado a este libro, cierta lectura de Tácito una ardiente madrugada de 1972, el momento en que Falstaff asegura ‘My lord, the man I know’, la inapreciable ayuda de Mercedes Belchí, un cuerpo suavísimo gozado bajo los cielos de La Habana, la pasión que siempre me embargara ante las páginas de Stevenson, los estimables juicios del ingeniero y narrador Juan Benet Goitia, la contemplación serenísima de Istanbul.
Son ellos quienes merecen la primera página de esta traducción, pero recordando –tal como me acompañan a la muerte– los esplendorosos lechos y los irrecobrables días compartidos con Isabel Martín, es al calor de su cuerpo, sobre el que tantas cosas entendí, y a su piel en la que todo estaba escrito, a quienes aquí convoco.
José María Álvarez
El Cairo-Alejandría,
Septiembre de 1976.»
Más allá de la accidentada redacción de esta dedicatoria, era la primera vez que yo leía un prólogo donde el traductor cierra su estudio introductorio haciendo el recuento de los encuentros amorosos y de las lecturas poscoitales que hicieron más llevadero su trabajo. Álvarez no solo traducía los poemas sino también adaptaba los lances amorosos de Cavafis (aunque solo con mujeres en los «esplendorosos lechos y los irrecobrables días»). Desde la lectura de Tácito «una ardiente madrugada de 1972», pasando por los favores que una mulata habanera le brindó (Álvarez no especifica que se tratara de una mulata, pero eso también está tácito), hasta el reconocimiento caballeroso del sitial de honor en aquel harem a una Isabel Martín, quien para mí es una completa desconocida pero que de seguro se debe haber vuelto muy famosa hacia 1977, cuando se publicó este prólogo acompañado por la edición de los poemas de un poeta griego de principios del siglo XX.
Aquello, al principio, me extrañó, pero pasé luego a la lectura de los poemas de Kavafis y la maravilla de sus versos se impusieron sobre cualquier otra impresión.
Días después, revisando la sección de poesía de la librería Rayuela, encontré una edición de Debolsillo de los poemas de Cavafis (así, con C). A su traductor, Ramón Irigoyen, tampoco lo conocía.
Me puse a leerla y en seguida noté las variantes. Mi primera reacción fue pensar que las versiones de Irigoyen en algunos puntos eran menos plásticas, menos expresivas que las de Álvarez. Seguí leyendo y, a pesar de todo, pude rencontrar esa neutralidad casi inclemente de Cavafis, en esta posterior versión. Y fue entonces que caí en cuenta de que la falta de plasticidad o expresividad de Irigoyen quizás fuera el índice de su fidelidad a esos rasgos estoicos que incluso en la traducción de Álvarez yo no había podido dejar de apreciar. Es decir, tuve la sospecha de que la supuesta expresividad o plasticidad del Kavafis de Álvarez fuera más de Álvarez que de Kavafis.
Era el momento de hacer un experimento. Busqué el primer poema en la edición de Álvarez, que se titula «Deseos» (el cual figura de segundo en la edición de Irigoyen, quien pone de primero el poema «Voces», que a su vez es el segundo en la de Álvarez).
Dice la traducción de José María Álvarez:
«Como bellos cuerpos que la muerte tomara en juventud
y hoy yacen, bajo lágrimas, en mausoleos espléndidos,
coronados de rosas y a sus pies jazmines –
así aquellos deseos de una hora
que no fue satisfecha; los que nunca gozaron
el placer de una noche, o una radiante amanecida.»
La de Irigoyen, en cambio, dice:
«Como cuerpos bellos de muertos que no envejecieron
y los encerraron, con lágrimas, en espléndido mausoleo
–con rosas en la cabeza y en los pies jazmines–,
así parecen los deseos que pasaron
sin cumplirse; sin que ninguno mereciera
una noche de placer, o un alba luminosa.»
Leyéndolos en este orden, que es el de su publicación (Álvarez publicó su traducción en 1977 e Irigoyen en 1994), la incomodidad del traductor que llega de último salta a la vista. «Como bellos cuerpos» es un comienzo intachable de Álvarez. Ese simple enroque que consiste en colocar el adjetivo antes del sustantivo, a contracorriente de la sintaxis habitual del discurso hablado, basta para poner al lector de poesía «en situación». Y es lo único que explica que Irigoyen, en cambio, haya cedido en ese terreno, comenzando con la construcción un tanto insípida «Como cuerpos bellos».
En el segundo verso, Álvarez opta por no sobrecargar la sintaxis y cierra con una formulación más prosaica: «en mausoleos espléndidos». Irigoyen responde con la frase «en espléndido mausoleo» para invertir de nuevo lo hecho por Álvarez.
Hay varios elementos que explicarían que, al principio, yo me hubiera decantado por la traducción de Álvarez. Que a unos «bellos cuerpos» la muerte «tomara en juventud» impacta más que la simple noticia de unos «cuerpos bellos de muertos que no envejecieron». Del mismo modo que «coronados de rosas» suena mucho mejor que «con rosas en la cabeza».
En el último verso, Álvarez da la estocada. Si el poema habla de los deseos incumplidos, ¿cómo resistirse a esa mezcla de nostalgia y euforia barriobajera de culminar con una «radiante amanecida»? ¿Cómo comparar el erotismo aguardentoso de esta imagen con la frigidez del «alba luminosa» de Irigoyen? Ignoro si el poema original es de Cavafis o de Kavafis, pero creo que Constantino se hubiera sentido más cercano a la solución de Álvarez que a la de Irigoyen. Al menos en esta imagen final del primer poema.
No obstante, en el transcurso de la partida, a medida que se suceden los poemas, la expresividad de Álvarez se hará más notoria, imponiéndose como un exceso a la parquedad resonante de Cavafis. Y es aquí donde gana la traducción de Irigoyen, más allá de este comienzo desventajoso. Para mostrarlo, basta un ejemplo. Leamos la primera estrofa del poema «Anciano». Allí, Kavafis dice en versión de Álvarez:
En el interior de un ruidoso café
un anciano se apoya sobre un velador;
un periódico ante él, iluminado por la soledad.
Irigoyen, por su parte, titula el poema de otra manera: «El viejo». Y allí Cavafis dice:
En la parte interior de un café bullicioso,
inclinado sobre la mesa, está sentado un viejo;
con un periódico delante, sin compañía.
Las diferencias, ahora, son escandalosas. En la versión de Álvarez, el anciano en el ruidoso café se muestra «iluminado por la soledad». Irigoyen nos dice simplemente que el viejo estaba «sin compañía». ¿A quién creerle? Después de haber leído en la propia versión de Álvarez muchos de los poemas de Cavafis, la imagen de un anciano «iluminado por su soledad» parece inverosímil y artificial. Y de hecho, lleva a sospechar de otros momentos en los que su Kavafis tiende al manido recurso de personificar abstracciones como la soledad o el paso del tiempo. Entonces uno regresa al poema «Deseos» y desde el primer verso se revela la impostura que al principio no parecía evidente. ¿No es más cónsono con Cavafis hablar de unos «cuerpos bellos de muertos que no envejecieron» en lugar de una formulación tan dramática como los «bellos cuerpos que la muerte tomara en juventud»? Una cosa es que un cuerpo muerto, por el milagro que sea, no se corrompa. Y otra cosa es que un cuerpo, alguien, muera en plena juventud. ¿No es una licencia excesiva de Álvarez el sustantivar dos veces la noción del tiempo, a través de la esquemática oposición «muerte y juventud», cuando lo más probable es que el poeta no haya utilizado ninguna de esas palabras?
A falta de conocimiento del griego, busco una solución intermedia. En Google encuentro el poema de Cavafis «An old man», en distintas traducciones. En todas hay variantes, pero siempre alrededor de un mismo sentido reconocible. Algunas dicen que el old man sits alone, otras nos informan que sí, el viejo estaba en su mesa del ruidoso café pero que estaba without company. Y un tercero confirma que aunque tenía un periódico no se veía ninguna companion besides him. Por ninguna parte se hace mención de alguna luz, proveniente de su soledad, que iluminara al viejo.
Ahora bien, ¿de dónde demonios sacó José María Álvarez semejante imagen? Me parece que la respuesta está en que Álvarez, en lugar de decir que el viejo o el anciano está inclinado o apoyado sobre una mesa, prefiere usar una palabra más «poética»: «velador». Pero, ¿qué es un velador? El diccionario de la Real Academia recoge hasta once acepciones, las cuales podemos reagrupar en tres significados principales: 1. Velador entendido como adjetivo/sustantivo que remite a la persona que vela o vigila algo, o a la condición de quien acomete tal acción. 2. Velador entendido como una mesa pequeña de madera. 3. Velador como lámpara o luz de mesa. De estas otras acepciones, y no de su soledad, debe de provenir la luz que supuestamente ilumina al viejo del poema de Cavafis. Lo más alarmante es que Álvarez insiste en su atrevimiento y lo refrenda en los últimos versos:
…Hasta que de tanto evocar el pasado
se adormece. Hundido
sobre el velador solitario [énfasis nuestro].
Irigoyen, por su parte, se limita a decir junto a Cavafis:
…Mas de tanto pensar y recordar
se ha mareado el viejo. Y se adormece
reclinado en la mesa del café.
Creo que estos ejemplos bastan para apreciar la diferencia entre un verdadero traductor de Cavafis, como Irigoyen, y un «versionador», como Álvarez. Por supuesto, devolví a la biblioteca el tomo de las poesías de Kavafis y seguí leyendo el que compré en la librería Rayuela. Pero mi interés por Irigoyen desapareció tras el embrujo del gran poeta griego, que llega a mí y copa la escena gracias a sus buenos oficios. Y en cambio, fiel a mis viejos sueños de tener una banda versionera de rock, busqué más información sobre este José María Álvarez, traductor advenedizo que sabía leer mejor la piel de sus múltiples amantes que los poemas de Constantino Cavafis.
En su ficha de Wikipedia me entero de que José María Álvarez nació en 1942, en una región de Murcia llamada Cartagena, y que tiene una amplia trayectoria como poeta, traductor, guionista y autobiógrafo. En una reseña sobre Los decoros del olvido, las memorias que Álvarez publicó en 2004, se lo describe como un hombre «bebedor y amante fogoso, lector compulsivo y melómano, viajero decadente y degustador de nínfulas». También fue uno de los Nueve Novísimos poetas españoles, la comentada antología de la joven poesía española publicada por José María Castellet en 1970, que incluyó a autores que después se han vuelto referenciales como Manuel Vázquez Montalbán, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Ana María Foix y el atormentado y genial Leopoldo María Panero.
Castellet también incluyó a otros dos escritores, Antonio Martínez Sarrión y Guillermo Carnero, que no sé quiénes son. Quizás Martínez Sarrión y Carnero tengan un poemario luminoso y solitario, que haya pasado injustamente por debajo la mesa (o del velador). O a lo mejor guardan en sus archivos alguna indecisa traducción quevediana del Urn Burial de Browne que no han querido dar a la imprenta, pero donde de seguro resuena esa canción que los escritores sentimos alguna vez arder en nuestro pecho, cuando de adolescentes soñábamos con llegar a ser Mick Jagger. O por lo menos, su imitación.
Rodrigo Blanco , doctorando en literatura y lingüística por la Universidad Paris XIII.
Escritor de cuentos, acaba de ser galardonado con el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa por su primera novela, The Night (Alfaguara).
«Se podría pensar que en la literatura, lo más parecido a un músico «versionero» sería un traductor. Sin embargo, un verdadero traductor no puede aspirar a ser solo eso. La versión que un traductor brinda de un texto literario representa muchas veces la primera aproximación de los lectores al autor»
«El mejor traductor es el que mejor se esconde y a la máxima gloria literaria a la que puede aspirar es a ser la sombra del Gran Autor. Convertir su propio nombre en un seudónimo. O casi. Por eso, el oficio de traductor es uno de los más hermosos, duros y nobles»
«Las diferencias, ahora, son escandalosas. En la versión de Álvarez, el anciano en el ruidoso café se muestra “iluminado por la soledad”. Irigoyen nos dice simplemente que el viejo estaba “sin compañía”. ¿A quién creerle?»