Se editan las cartas que Kafka envió a una de sus novias, acompañadas de un libro de Elias Cannetti que las analiza en profundidad.
El factor humano marca la diferencia entre escribir de una manera u otra. Y nada mejor para corroborar tal cosa que conocer la Correspondencia de la época de su noviazgo (1912-1917), de Franz Kafka: las cartas a Felice Bauer, a quien ya le enseñó el mismo día que la conoció el manuscrito de su primer libro, Contemplación, porque lo llevaba a casa de su amigo común Max Brod. Felice vendió las cartas de Kafka cuarenta y tres años después de la muerte del escritor, y estas dieron luz a su personalidad y sus obras de manera impresionante. En ellas se presume un hombre enamorado que tiene aversión al compromiso, a casarse, algo que le pasará en varias ocasiones. Un hombre de una inseguridad extrema: «Ante el caso muy probable que no pudiera usted acordarse de mí lo más mínimo, me presento de nuevo: me llamo Franz Kafka», comienza diciendo en la primera carta.
El gran libro viene acompañado de una excelente novedad, un trabajo de Elias Canetti, del que hay que destacar estas manifestaciones: «Solo puedo decir que esas cartas han penetrado en mí como una verdadera vida, y ahora me resultan tan enigmáticas y tan familiares como si me pertenecieran para siempre». Lo interesante es que el pensador búlgaro da las claves para establecer la relación personal de Kafka con esta intimidad. Así, dice que la escritura de estas cartas le sirvió para la escritura literaria, porque en ellas luchaba el hombre inseguro que quiso reflejar en sus obras este tipo de angustia. De hecho, después de escribir la primera carta, escribe el relato «La condena», en una sola noche. La semana siguiente, «El fogonero», y a lo largo de los dos meses siguientes, cinco capítulos de su novela América. Y también es el tiempo de La metamorfosis. «Un periodo grandioso», concluye Canetti.
Ya en la segunda carta, dice: «¡Qué veleidades me dominan, señorita! Una lluvia de nerviosismo cae sobre mí sin parar. Lo que quiero ahora no lo quiero en el instante siguiente. Cuando llego a lo alto de la escalera, no sé aún en qué estado he entrado en la casa». Hablaba un hombre con insomnio, que verbalizaba sus debilidades frente a esta mujer a la que a veces escribía dos o tres veces al día. La situación era perfecta para él, una mujer que le hacía caso pero estaba lejos. Tenía una seguridad lejana, una sensación siempre de culpabilidad. Para él, el individuo moderno es culpable ante la sociedad, el Estado o la Iglesia de algo. ¿Cuántos habrá en la actualidad que realmente puedan sentir afines a la forma que tenía Kafka de entender la literatura como «algo sagrado, absoluto, intangible, puro y grande»? Son palabras con las que Dora Diamant definió la postura artística de quien fue su último compañero sentimental.
Un autor enamoradizo
En un libro de 1986, Los amores de Kafka, Nahum N. Glatzer creyó encontrar, después de estudiar su biografía y su epistolario, «el triste reconocimiento de que nunca había conocido las palabras «Te quiero»». Es una afirmación arriesgada, ya que en este territorio íntimo todo es ambigüedad, más delante de la figura atormentada, enfermiza y obsesiva como la que tenemos entre manos, pero Glatzer sabía de lo que hablaba, pues fue el responsable de editar el primer manuscrito en inglés de Kafka, junto con Hannah Arendt, en 1945, y de iniciar las negociaciones con Felice para que diera las cartas de quien fue su novio diez años más tarde, a propuesta de una editorial.
Ella, escribe este ensayista que emigró a Palestina en 1933 ante la llegada de los nazis al poder, «se convertiría en la fuente de mucha alegría y desesperación durante los siguientes cinco años de la vida de Kafka», que comenzó, cómo no, con una abundante correspondencia. El mismo escritor se decía a sí mismo que no era «espiritualmente apto para el matrimonio», y a lo largo de Los amores de Kafka pudimos conocer en efecto su desinterés por el sexo o incluso su miedo a ser impotente, en paralelo a otro tipo de amor, tal vez el más profundo que sintió, por su hermana Ottla. «Kafka consideraba su vida amorosa un fracaso desalentador. Sabemos lo solo que estaba», aseveraba Glatzer, al tiempo que encontraba una frase en la que Kafka llegó a escribir que «las mujeres son trampas». Le acosaban tantas dudas que en una ocasión hizo una lista de pros y contras para decidir si mantenerse soltero o casarse. Sin embargo, este libro concreto sobre sus amores y cualquier biografía que consultemos sobre Kafka nos darán la imagen de un hombre con varios compromisos maritales –por dos veces con Felice– y un marcado perfil enamoradizo.
Precisamente, el que fuera empleado en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo, donde trabajó como abogado de 1908 a 1922, para luego encerrarse en casa para pasar las noches en vela escribiendo, le dijo a Felice: «No soy más que literatura». Eso es lo que sintió, pero también tamaña consagración intrínseca a la escritura chocó con sus ansias de amor. Porque si Kafka estaba enamorado de la literatura, también su ánimo enamoradizo se mostró en sus relaciones sociales muy pronto. De joven, se sintió fuertemente atraído por dos actrices del teatro yiddish, de forma muy platónica, al que le siguieron ciertas aventuras que póstumamente derivaron en misterios a los que no todos dan crédito. Tal es el caso de Grete Bloch, amante de Kafka cuando este estaba comprometido con Felice, que aseguró en una carta haber tenido un niño con él –sobre el que, supuestamente, el escritor no sabría nada– y que dio en adopción. Asimismo, se sabe con certeza que también se interesó por Fanny Reiss, una alumna de Max Brod de la escuela para refugiados judíos, y con Julie Wohryzek, a quien conoció en una pensión del Tirol italiano, llegó a acordar planes de boda.
Franz Kafka, Cartas a Felice, Nórdica, traducción de Pablo Sorozábal, 840 pp., 25 euros
Elias Canetti, El otro proceso. Las cartas de Kafka a Felice, Nórdica, traducción de Carlos Fortea, 180 pp., 18 euros
Toni Montesinos