Querido Halford:
La última vez que nos vimos, me obsequiaste con un relato muy interesante y pormenorizado de los acontecimientos más notables de tu vida, ocurridos con anterioridad a nuestro primer encuentro; y a continuación me pediste a cambio parecidas confidencias. No encontrándome en aquel momento en un estado de ánimo propicio para la narración, decliné hacerlo, con la excusa de no tener nada especial que contar, y otras parecidas que fueron consideradas totalmente inadmisibles por tu parte; porque aunque cambiaste de inmediato de conversación, lo hiciste con el aire de un hombre que no se queja pero está profundamente dolido y tu semblante se cubrió con una nube que lo oscureció hasta el final de nuestra charla, y, por lo que sé, lo sigue oscureciendo; porque tus cartas se han distinguido desde entonces por una cierta rigidez y reserva dignas y al mismo tiempo semimelancólicas, que me habrían afectado seriamente si mi conciencia me hubiera acusado de merecerlas.
¿No te da vergüenza, mi querido amigo, a tu edad, cuando nos conocemos tan íntimamente y desde hace tanto tiempo y cuando te he dado tantas pruebas de franqueza y confianza, sin quejarme nunca de tu carácter, a su vez, taciturno y reservado? Pero, en fin, así es, supongo. No eres de natural comunicativo y pensaste que habías hecho una gran cosa y que habías dado en aquella ocasión una prueba sin parangón de confianza y amistad –que, sin duda, has jurado, será la última de este género–, y consideraste que lo menos que yo debía hacer, después de tan inmenso favor, era seguir tu ejemplo sin dudarlo ni un momento…
¡En fin…! No he cogido la pluma para hacerte reproches, ni para defenderme, ni para pedir disculpas por ofensas pasadas, sino para, si fuera posible, expiarlas.
Es un día lluvioso, diluvia más bien, la familia se ha ido de visita, yo estoy solo en mi biblioteca, he estado examinando cartas y papeles antiguos, húmedos, meditando sobre tiempos pasados… Así que estoy en el estado de ánimo adecuado para entretenerte con una historia del viejo mundo; y después de retirar los pies, bien chamuscados, de los quemadores, he girado sobre los talones y me he dirigido a la mesa para dedicar las líneas que preceden a mi viejo y hosco amigo. Ahora estoy a punto de obsequiarte con un esbozo –no, no un esbozo–, un relato completo y fiel de ciertas circunstancias relacionadas con el hecho más importante de mi vida –al menos de mi vida anterior a mi relación con Jack Halford–, y cuando lo hayas leído, acúsame, si puedes, de ingratitud y reserva hostil.
Sé que te gustan las historias largas y que insistes mucho en los detalles concretos y circunstanciales, igual que mi abuela, así que no voy a ahorrártelos: mis únicos límites serán mi paciencia y mi propio placer.
Entre las cartas y los papeles de los que hablé, está un viejo y descolorido diario mío, que menciono para asegurarme de que no cuento solo con la memoria –por muy tenaz que esta sea– para apoyarme en mi relato, con el fin de no abusar demasiado de tu credulidad cuando me sigas a través de los pequeños detalles de la narración… Así que empecemos, pues, de una vez, con el primer capítulo, ya que este será un cuento con muchos capítulos…
Anne Brontë y las muertes prematuras
Solo tuvo tiempo de escribir dos novelas, pues murió a los 29 años. El día 17 de enero se celebra el bicentenario del nacimiento de Anne Brontë, de la que hay traducciones en Alba y Cátedra.
Anne fue la menor de las hermanas Brontë, nació en 1820 en Thornton (Yorkshire), pocos meses antes de que la familia se trasladara a Haworth, donde su padre, el reverendo de origen irlandés Patrick Brontë, había sido nombrado vicario perpetuo.
Sus hermanas fueron las famosas Charlotte, autora de Jane Eyre, y Emily, que firmó Cumbres borrascosas, pero tuvo tres más: Maria, Elizabeth y Branwell. La madre, Maria Branwell, murió en 1821, de modo que Anne no la conoció y fue educada por su padre y su tía, Elizabeth Branwell. Las desgracias no cesaron, pues en 1825 murieron de tuberculosis Maria y Elizabeth, tras volver del colegio de Clergy Daughters, en Cowan Bridge (Lancashire), donde habían caído enfermas de tuberculosis, de lo cual se salvaron Charlotte y Emily, a quienes la familia sacó del mismo colegio, que al parecer estaba en pésimas condiciones.
A los quince años, Anne ingresó en Roe Head, la escuela donde Charlotte era maestra. Entre 1839 y 1845 fue institutriz en diversas casas –única salida para las mujeres que tenían que trabajar si casarse no estaba entre sus planes– y de esa experiencia surgió su primera novela, Agnes Grey (hay traducciones en las editoriales Alba y Cátedra), que se publicó en 1847. Tenía 19 años, y dimitió, cuando trabajaba en casa de la familia Ingham, en Blake Hall, al no ser capaz de inculcar la disciplina adecuada a una serie de niños consentidos. Y aunque seguiría intentando llevar a cabo sus propósitos educacionales, no tuvo suerte con sus siguientes puestos como institutriz, salvo cuando estuvo al servicio del reverendo Edmund Robinson en Thorp, cerca de Yorktiéndose, con unas niñas problemáticas que al final le cogieron afecto, Bessy y Mary. «¡Qué maravilloso sería convertirse en una institutriz! Salir al mundo… ganar mi propio sustento… ¡Enseñar a madurar a los jóvenes!», se lee en la obra, aunque luego la protagonista se encuentre con chiquillos brutales, muchachas intrigantes y padres mezquinos que tratan a la joven como una criada.
Otro problema fue que Anne incorporó a esa casa a su hermano, para que diera clases de música a uno de los niños, pero se enamoró de Lydia Robinson, la madre de su discípulo; una relación que duró dos años y medio y que llevó a Branwell a darse a la bebida y al opio y fue todo un drama para ambas familias. El alcoholismo del hermano se reflejará en la segunda y última novela de Anne, publicada en 1848 bajo el pseudónimo de Acton Bell, La inquilina de Wildfell Hall (cuyo inicio reproducimos, extraído de la edición de Alba), y al año siguiente, moriría de tuberculosis en Scarborough, poco después de que desaparecieran el mismo Branwell y Emily.
En esta novela, se narra la historia de una mansión, ya en ruinas, que vuelve a ser habitada por una misteriosa mujer, Mrs. Helen Graham, y su pequeño hijo Arthur. Esta nueva inquilina, a todas luces una viuda, llama la atención de los vecinos, que no tardan en conocer su carácter extraño, tan asocial como provocador, pues no tiene pelos en la lengua a la hora de opinar sobre asuntos diversos con gran radicalismo. En paralelo, un joven agricultor se sentirá atraído por ella, por más que la advenediza guarde para sí un pasado lleno turbulencias, en un relato en que no falta un matrimonio degradado por el abuso y la violencia, más un idilio romántico imposible. Por eso y muchas otras cosas se la reconoce por ser una de las primeras novelas feministas, que además disfrutó de dos adaptaciones para la televisión, ambas de la BBC (en 1968 y 1996), y hasta se hizo de ella una ópera en tres actos, siguiendo la estructura original del texto.