«Julio César nos dejó un inigualable relato de sus hazañas bélicas por el territorio que conquistó justo antes de regresar a Italia y jugarse el todo por el todo atravesando el Rubicón. Alea jacta est, como diría él mismo al llegar a la otra orilla de la frontera»
«La Edad Media fue un mundo de fronteras cambiantes, donde los ejércitos lo tenían todo que decir al hacer política. Unos combates donde los jefes de mesnada se podían convertir en héroes por sus derrotas, como Roldán en Roncesvalles, o sus victorias incluso después de muertos, como nuestro Cid»
«Películas y novelas presentan la lucha de las colonias por su independencia de Gran Bretaña como algo épico, perfecto ejemplo de la gallardía y capacidad de resistencia de los futuros norteamericanos. Sí, pero una gallardía que necesitó de la ayuda de las dinastías borbónicas»
Los primeros fósiles de humanos aparecieron en Bélgica en 1829 y en Gibraltar en 1848, años después. En un primer momento no se identificaron como tales, sino como restos de personas contemporáneas que habían sufrido enfermedades y presentaban graves deformaciones óseas. Poco a poco, la incipiente comunidad científica fue cobrando conciencia de que en realidad, se había descubierto un antepasado del género humano, en especial tras el cambio de paradigma científico que supusieron la publicación del libro de Charles Lyell, Principios de geología, en 1833, con la descripción de sus principios estratigráficos, y del libro de Charles Darwin, Origen de las especies en 1859, con su descripción del mecanismo de la selección natural.
Lentamente, los descubrimientos de este tipo fueron aumentando y uno de los que más participó en ello fue Raymond Dart. Este anatomista australiano, asentado como profesor en la Universidad del Witwatersrand, en Suráfrica, descubrió en 1924 los restos de un Australopithecus africanus batizado como el Niño de Taung. Un hallazgo que se considera el nacimiento de la ciencia de la paleoantropología humana. Años después, en 1953, publicó un artículo en el que proponía la hipótesis de que los motores principales de la evolución humana eran la violencia interpersonal y la guerra. ¿Cómo podría ser de otro modo, si resulta evidente por sus restos más antiguos que el hombre es un cazador nato capaz de acabar con animales mucho más grandes que él y que los conflictos bélicos han sido desde muy temprano un rasgo definitorio, o eso parece, de nuestra sociedad?
La hipótesis del mono asesino cobró fuerza enseguida y no faltaron pruebas que la apuntalaran. Una de ellas fue el hallazgo de la necrópolis de Djebel Sahaba (Nubia) en la década de 1960, donde aparecieron 59 cuerpos fechados en el 12.000-10.000 a. C., de los cuales prácticamente la mitad presentaba pruebas en forma de puntas de flechas incrustadas, huesos rotos, etc. de haber perecido de forma violenta en algún tipo de enfrentamiento. Dado que los muertos no eran sólo hombres en edad de combatir, sino también mujeres y niños, estaba claro de que se había tratado de un intento deliberado de aniquilar al grupo. Si a esto le sumamos el descubrimiento realizado en 1974 por Jane Goodall de que los chimpancés mantienen ocasionales guerras con grupos rivales de las que resultan muertos algunos individuos, las pruebas parecían irrefutables. Si bien esta teoría antropológica es muy conocida entre el público, desde el principio contó con el rechazo de muchos especialistas; pero lo que no cabe negar es que la violencia es uno de los rasgos que se manifiestan con regularidad en el comportamiento humano. Y, como no podía ser de otro modo, ello ha quedado reflejado desde un primer momento en relatos y escritos.
Varios ejemplos de esas narraciones bélicas convertidas en relatos aleccionadores para el lector los encontramos en el antiguo Egipto. El primero de ellos es un papiro donde se narra la conquista de la ciudad de Jaffa, en la costa cananea, a manos del general Djehuty, soldado a las órdenes del gran conquistador egipcio, el faraón Tutmosis III. El militar triunfó utilizando una añagaza que después encontraremos en la Ilíada e incluso, de forma más parecida, en Alí Baba y los cuarenta ladrones: introduciendo en la ciudad a doscientos soldados dentro de cestas como si fueran regalos.
Sin abandonar Egipto, nada menos que con cuatro versiones contamos del gran enfrentamiento bélico de Ramsés II contra la coalición hitita ante las puertas de la ciudad de Kadesh. El suceso tiene todos los ingredientes de un buen relato de aventuras: un héroe confiado en exceso, se deja engañar por la astucia del enemigo, quien termina atacándolo por sorpresa antes de ser rechazado a duras penas en solitario por el héroe, que cuenta para ello con la ayuda del dios. Finalmente, el enfrentamiento termina en tablas, pues la batalla formal del día siguiente tampoco aclaró las posiciones de ninguno.
Hemos de esperar al siglo v a. C. para encontrar un tratamiento formal de la guerra como elemento histórico, pues a fin de cuentas eso es lo que hace Heródoto con la guerras Médicas en el libro uno de sus Historias, que al decir de los especialistas dan comienzo a la Historia como rama del saber humano. De esas mismas fechas data uno de los más conocidos libros bélicos, El arte de la guerra de Sun Tzu, un compendio de sabiduría militar que lleva leyéndose desde entonces con gran aprovechamiento. Tanto que algunos autores han aplicado sus lecciones a cuestiones tan variopintas como los negocios; por ejemplo, M. MacNelly en Sun Tzu y el arte de los negocios, publicado por Oxford University Press en 1999.
En español contamos con una traducción directa desde el chino antiguo realizada por Albert Galvany, uno de los pocos sinólogos patrios, que actualmente imparte clases en la Universidad del País Vasco. El volumen, publicado por la editorial Trotta en su colección Pliegos de Oriente, viene acompañado de numerosas y necesarias notas y es la primera vez que se vierte directamente al español desde que fuera traducido en 1772 por su descubridor para el mundo occidental, el jesuita francés Jean-Jacques Amiot.
Si regresamos al mundo del Mediterráneo antiguo es de rigor hablar de la gran obra bélica del mundo romano, debida a la pluma del marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos, como lo describían con mala intención sus enemigos sugiriendo que era un hombre de amplios gustos sexuales. Nos referimos, por supuesto, a Julio César. Un genio militar y un infatigable político populista que, convertido en dictador perpetuo, fue asesinado por temor a que quisiera convertirse en un nuevo rey de Roma. Inteligente y, como miembro de la gens Julia hombre educado y con lecturas, nos dejó un inigualable relato de sus hazañas bélicas por el territorio que conquistó justo antes de regresar a Italia y jugarse el todo por el todo atravesando el Rubicón. Alea jacta est, como diría él mismo al llegar a la otra orilla de la frontera.
En sus Comentarios a la guerra de las Galias, Julio César describe en tercera persona, y con una prosa sin adornos que se ha convertido en el ejemplo a estudiar por todos los bachilleres del mundo que al latín le han dedicado fatigas y horas de traducción, los acontecimientos de la campaña que le permitió apoderarse del territorio de lo que hoy es Francia. Se trata de ocho libros donde vemos aparecer a helvecios, belgas, germanos, britanos y galos, todos ellos derrotados por las legiones romanas y futuro objeto de la deliciosa sátira de Goscinny y Uderzo. Son innumerables las traducciones al español que existen de esta obra y el lector las encontrará en las colecciones adecuadas de Gredos, Cátedra, Espasa…
No obstante, si de la guerra grecorromana hablamos, hemos de referirnos al trabajo clásico de Peter Connolly, La guerra en Grecia y Roma (2019). Un libro publicado en una nueva edición en rústica por Desperta Ferro, una editorial dedicada desde el 2010 a las cuestiones bélicas de todos los períodos históricos por medio de sus cuatro revistas bimestrales (Desperta Ferro Antigua y Medieval, Desperta Ferro Historia Moderna, Desperta Ferro Contemporánea y Arqueología e Historia) y una trimestral (Desperta Ferro Especiales); no mucho después comenzó con éxito a publicar libros de alta divulgación sobre la misma materia en el 2015.
Con el volumen de Connolly, Desperta Ferro ha puesto a disposición del lector hispano un libro lleno valiosa información sobre esas cuestiones que tanto llaman la atención del curioso sobre el mundo antiguo como el modo de combate de las falanges hoplitas o la organización de las temidas legiones romanas. Todo ello con un amplio alcance cronológico, porque comienza a tratar el tema en el siglo viii a. C. (la época arcaica griega, el siglo de la fundación de Roma) y lo continúa haciendo hasta el siglo v d. C. (el final del Imperio romano de Occidente). El conocimiento Connolly sobre el tema es enciclopédico, pero lo interesante no es sólo lo claras que resultan sus explicaciones, sino las increíbles ilustraciones que las acompañan (dibujadas por el propio autor) y ponen a disposición del lector toda la información de un modo imposible de olvidar. Nada mejor que un libro de este calibre para despertar el gusanillo por el mundo de la Antigüedad.
Tras el derrumbe de Roma, Europa se sumió en la Edad Media ante el empuje de las tribus germanas, herederas y transformadoras del orden romano. Poco a poco se fueron definiendo reinos, vinieron sin quedarse los bizantinos, llegaron para quedarse en la Península los árabes, derrotados por Carlos Martel en unas Galias que poco después traerían al mundo al primer emperador, Carlomagno. Fue un mundo de fronteras cambiantes, donde los ejércitos lo tenían todo que decir al hacer política. Unos combates donde los jefes de mesnada se podían convertir en héroes por sus derrotas, como Roldán en Roncesvalles, o sus victorias incluso después de muertos, como nuestro Cid.
Es precisamente Rodrigo Díaz de Vivar el protagonista de otra de las novedades que presenta Desperta Ferro. Se trata de El Cid. Historia y mito de un señor de la guerra, escrito por un especialista en la cuestión, David Porrinas González, que viene acompañado por una amplia y cuidada selección de imágenes y una veintena de deliciosos mapas que permiten al lector hacerse con las referencias necesarias para saber lo que es una loriga o seguir sobre el terreno los avances de las mesnadas del Campeador; sin olvidarnos, por supuesto, de los cuadros genealógicos correspondientes para saber quién era hijo de cual.
El autor nos presenta la figura del Cid prescindiendo de la hagiografía decimonónica creadora de mitos nacionales, aunque a ella le dedica el último de los ocho capítulos de su obra. Su intención es mostrar con todo el detalle posible, y sin prescindir de las notas de referencia, incluidas al final de cada capítulo, los últimos descubrimientos sobre la vida y obra del militar castellano. Así, tras un primer capítulo introductorio del período histórico vamos siguiendo al Campeador en sus primeros años, antes de pasar al primer destierro y su estancia en Zaragoza, al que sigue su período valenciano primero como protector del reino, luego como su gobernante virtual y finalmente como su conquistador, tras lo cual Porrinas nos habla de sus intentos de consolidar lo ganado antes de fallecer. Un anexo con las fuentes sobre el personaje y una muy amplia bibliografía terminan convirtiendo el libro en una obra de referencia de la que, además, se disfruta leyendo.
Si para el resto del mundo la caída de Constantinopla en 1453 supone el comienzo de la Edad Moderna, para la historia de España la fecha es 1492, con el descubrimiento de América a manos de Cristóbal Colón. Un nuevo mundo que la política de matrimonios dinásticos de los Reyes Católicos terminó por poner en manos de Carlos I, que no sólo se encontró con la tarea de gobernar los diferentes reinos hispanos, sino todos los nuevos territorios del otro lado del Atlántico y una parte sustancial de la Europa continental que incluía Italia, los Países Bajos y los territorios del Sacro Imperio Romano Germánico, cuya corona se empeñó en ceñir. Algo que le dio los galones necesarios para convertirse en Carlos V de Alemania.
Como uno de los últimos reyes europeos que participó personalmente en muchas de sus campañas militares, Carlos I necesitaba de una herramienta militar capaz de hacer sentir su poderío e imponer su política cuando era necesario. La encontró en los tercios, como se llamaron los regimientos de infantería españoles durante los siglos xvi y xvii. A su historia está dedicada la obra ya clásica de Julio Albi de la Cuesta, De Pavía a Rocroi. Los tercios españoles, publicada originalmente en 1999, pero que en su nueva andadura en la Editorial Desperta Ferro marcha ya por su sexta edición.
El libro cuenta con una abundante imaginería que complementa a la perfección el texto, cuyo primer capítulo está dedicado a los orígenes, gestación y muerte de los tercios. Siguen apartados dedicados a su organización administrativa, a su armamento y tácticas, al día a día de los soldados y su reputación, a cómo se imponía la disciplina en sus filas, a su comportamiento frente al enemigo, al combate y la vida en las trincheras, a esos infantes de marina que eran los tercios embarcados en la armada del rey y a los últimos tercios que pisaron un campo de batalla. Un guión clásico, pero que permite conocer en detalle a la herramienta básica que mantuvo en pie el Imperio español en Europa.
Un mundo de soldados que cuyas circunstancias podremos comprender mejor al leer disfrutando de cada página de Vida de este capitán, de Alonso de Contreras. Se trata de un soldado de los tercios, madrileño de a pie que se enroló en 1597, cuando contaba 14 años, y los abandonó con el grado de capitán en 1630, cuando contaba con 48. Una vida militar que lo llevó desde Flandes al Mediterráneo, pasando por Alcoy e incluso las Américas, que lo vieron actuar como corsario en Puerto Rico y enfrentarse a sir Walter Raleigh (al que los soldados españoles conocían como Guatarral). Toda una vida llena de lances, batallas y pendencias varias que permite como nada comprender el alcance de lo que entonces eran los territorios controlados, o eso intentaban, por los reyes de España. No son pocas las ediciones que existen de este clásico de un género literario al que los españoles no parecen muy dados, el de las memorias. La última se la debemos a Penguin en su colección Clásicos a un precio muy razonable.
Sustituidos los Austrias por los Borbones en España y perdido el número uno de la clasificación de potencias europeas a favor de Francia, con Gran Bretaña escalando posiciones con rapidez, el mundo vio como ciertas sombras empezaban a desaparecer gracias a labor de los ilustrados, empeñados en que la razón sustituyera a la Biblia como referente del pensamiento general. Con las colonias como otro punto donde dirimir desavenencias, el mundo se iba haciendo más pequeño y el teatro de la política internacional cada vez más amplio. Nadie lo sabía, pero se estaban pergeñando las revoluciones atlánticas que a no mucho tardar terminarían por hacernos llegar hasta la época contemporánea.
Primero estalló la guerra de la Independencia norteamericana, donde el reino de España tuvo una más que importante contribución por empeño de Carlos III, que comprendía perfectamente lo que se jugaba en el envite. No todo fue Lafayette al rescate. Por lo general, las películas y novelas presentan la lucha de las colonias por su independencia de Gran Bretaña como algo épico, perfecto ejemplo de la gallardía y capacidad de resistencia de los futuros norteamericanos. Sí, pero una gallardía que necesitó de la ayuda de las dinastías borbónicas. Para desfacer este entuerto y comprender el alcance de la participación hispana (y francesa) viene al rescate Hermanos de armas. La intervención de España y Francia que salvó la Independencia de Estados Unidos, de Larrie D. Ferreiro, un autor que con este título quedó finalista del Premio Pulitzer de Historia.
Como queda claro en sus páginas, sólo merced el aporte de dinero, armas y soldados de España y de Francia consiguieron los colonos rebeldes derrotar a Gran Bretaña. Una participación borbónica que terminó por convertir el conflicto en un enfrentamiento global desarrollado en tres continentes. El resultado final ya lo conocemos: las trece colonias quedaron liberadas del yugo británico, en la primera guerra mundial los soldados norteamericanos llegaron a Francia al grito de «Lafayette, aquí estamos» y en Texas el nombre de un condado y de una ciudad recuerdan el apoyo, nada escaso y sí muy relevante, que Gálvez, el gobernador de la Florida, prestó desde el sur a los rebeldes dirigidos por Washington. Pequeños detalles que parecen olvidárseles a todos. Y más en esta época en la que la memoria de la gente parece reducirse al contenido de un twit.
De haber sabido que no mucho después las miasmas revolucionarias acabarían desembarcando en Francia, quizá Luis XVI no se hubiera mostrado tan deseoso de ayudar a los revolucionarios. No mucho tiempo después, su coronada testa y la de su encopetada esposa María Antonieta comprobaban lo bien afilada que estaba la guillotina y sumían al resto de monarquías europeas en sinvivir. Y motivos tenían, porque los franceses se empeñaron en exportar su revolución y dar a todos libertad, igualdad y fraternidad. En especial, cuando un genial militar sardo y del arma de artillería utilizó ese impulso para convertirse en emperador y conquistar media Europa. Un estado de guerra continental que duró menos de quince años y terminó gracias al general invierno en Rusia, las guerrillas en España y la flota y los soldados de Gran Bretaña un poco por todas partes. El tímido bis de Napoleón tras su corto destierro en la isla de Elba quedó cortado finalmente de raíz en Waterloo, donde el ejército francés se enfrentó a la séptima coalición europea, encabezada por británicos y prusianos.
Los detalles y un análisis detallado del enfrentamiento de la batalla final de Napoleón se pueden leer en centenares de libros, e incluso contamos con los recuerdos del combate dejados por muchos de sus participantes, como el capitán británico John Kincaid o el capitán francés Marie Jean Baptise Lemonnier-Delafosse. Una buena narración moderna de la batalla en su conjunto la encontramos en Waterloo. Una nueva historia de la batalla y sus ejércitos, publicado por La Esfera de los Libros en el bicentenario del enfrentamiento, de la mano de Gordon Corrigan. Una obra escrita con conocimiento, pero también con mucha pasión, que nos permite hacernos una idea de cómo se desarrolló la batalla que dio el pistoletazo de salida definitivo a la Edad Contemporánea. Una época tampoco escasa, ¡quién lo hubiera pensado!, en conflictos bélicos y en maravillosos libros que los analizan, de los que hablaremos en otra ocasión.
José Miguel Parra es doctor en Historia Antigua y autor de varias obras. Su último libro es La Gran Pirámide ¡vaya timo! (editorial Laetoli, 2019).