«Me habría gustado editar a Eduardo Mendoza y a Juan Marsé»
Al lado de los poderosos grupos editoriales, con gran variedad de sellos y mirada comercial, en la España de las últimas décadas han destacado iniciativas que los amantes de la alta literatura habrán de rendirle pleitesía infinitamente. Sólo así, con esa alta estima, y con la continuidad de leer sus novedades de literatura clásica y contemporánea, y de ensayística se puede agradecer una labor, dentro de la edición independiente, que podría enmarcarse en editores que han marcado el devenir de la edición española, cambiándola para siempre, incluso en tiempos difíciles, como la dictadura. Fue el caso de Jaume Vallcorba, con Acantilado-Quaderns Crema, de Beatriz de Moura, con Tusquets, y de Jorge Herralde, con Anagrama, estas dos últimas fundadas a fines de los años sesenta.
Por eso, por tal trascendencia histórica y social tiene tanta relevancia esta reciente novedad, Los papeles de Herralde. Una historia de Anagrama 1968-2000, de Jordi Gracia, que ofrece todo un recorrido por la trayectoria editorial de Herralde a partir de una serie de cartas. Desde la compra de una máquina de escribir, una mesa y una silla en 1968 hasta la decisión de contratar a Patricia Highsmith, a Tom Wolfe, a Carmen Martín Gaite, a Martin Amis o a Ryszard Kapuściński. El libro, al ritmo de las epístolas del editor, da cuenta de autores, agentes, críticos, periodistas y colegas desde la creación de la editorial hasta el año 2000. Gracia nos muestra así cómo Herralde tomó sus decisiones: descarta manuscritos, negocia derechos, revisa pruebas, sugiere portadas…
Herralde concibió diversas colecciones que han llegado hasta ahora con plenitud de facultades: la heterodoxa Contraseñas, la global Panorama de Narrativas o la de carácter periodístico Crónicas. De este modo, parte de lo mejor de la literatura en español e internacional la podemos encontrar en Anagrama; también, a partir de dos galardones, el Premio Anagrama de Ensayo, fundado en 1972, y el Premio Herralde de Novela con la consiguiente colección Narrativas Hispánicas, desde 1983. En fin, una trayectoria superlativa de la que hablamos con su impulsor y director.
> Usted hizo la carrera de ingeniero; ¿qué le llevó a dar un giro y dedicarse a la edición?
Desde pequeño me gustaba mucho leer: noticias en prensa sobre la Segunda Guerra Mundial, los malvados nipones, y los tebeos y libros infantiles de la época. De joven seguí leyendo bastante y acabé cursando Ingeniería por tradición familiar; no era una carrera que me interesara, pero tampoco había muchas más salidas (no me apetecía nada meterme en Derecho). El padre de mi buen amigo Carlos Durán era encuadernador y en su casa tenía todo el fondo de Janés: recuerdo cuán cuidado era el diseño, las portadas… De un modo cursi, podríamos decir que fue mi aproximación «extasiada» al mundo de la edición.
Tenía la suerte (o la desdicha) de que las matemáticas se me daban bien, pero me fui sacando las asignaturas a trancas y barrancas (y eso que en el bachillerato sacaba muy buenas notas). Enseguida empecé a barajar proyectos editoriales, aunque tardaron mucho en consolidarse, y conocí a José Janés, un hombre extraordinario. Con Carlos Durán tuvimos la alocada idea de publicar las obras completas de Albert Camus y Paul Sartre con tapa dura, a todo lujo. Incluso Carlos se entrevistó con Gallimard, pero claro, a unos pipiolos como nosotros no nos hicieron ni caso. Durante la década de los sesenta fui pensando en ello, me inscribí en la New York Review of Books, visité librerías de París… hasta que me planté, a principios del 68, y decidí crear Anagrama.
> ¿Cuáles serían, a su juicio, las tres virtudes principales que deberían acompañar a todo buen editor?
Creo que debería haber más de tres, pero en mi opinión, el buen editor literario tiene que apostar sin discusión por lo que le gusta y, a menudo, por lo más inesperado, huyendo de lo consabido. Debe aplicar también una política de autor, algo que hemos hecho de manera estajanovista en Anagrama. Acompañar a los autores que empiezan –aunque sean minoritarios– y acompañarlos a lo largo de su trayectoria. Y ser conscientes de que el auténtico protagonista es el autor: promocionarlo, luchar por él a brazo partido (se ve en algunas cartas del libro) y, finalmente, tener presencia en América Latina. Desde los inicios empecé a viajar allí y de algunos países, donde aún había dictaduras, salí vivo de milagro.
> ¿Cuál fue su mayor encontronazo con la censura franquista?
Anagrama fue la editorial más castigada por la censura. Sufrimos nueve secuestros demenciales por parte del Tribunal de Orden Público.
> De todos los editores fallecidos que usted ha conocido (Luis de Caralt, José Janés, Josep Vergés, José Manuel Lara, Carlos Barral…), ¿cuál cree que mejor encarna su ideal de editor, si es que alguno lo encarna?
Mis dos editores favoritos, con diferencia, fueron Janés en los años cuarenta y cincuenta, y Carlos Barral, que reunió a un espléndido equipo de colaboradores y fue el primer editor en España que logró, a través de sus contactos internacionales y del premio Formentor, tener resonancia fuera de España.
> ¿Y de los editores actuales con cuál se queda?
En los últimos 10-15 años han surgido nuevos editores, muchos de los cuales tienen una idea parecida a lo que ha de ser un buen editor. Sin embargo, creo que lo tienen más difícil por la fuerte concentración del mercado editorial y de los grandes grupos, que hace más complicado encontrar un resquicio en el que «colarse», algo que Anagrama tuvo más fácil.
> Dígame algún libro (o autores) de la competencia a los que le habría gustado publicar.
Me habría gustado editar a Eduardo Mendoza y a Juan Marsé. Con Marsé estuve a punto de publicarle unos cuentos, pero Carmen Balcells optósiempre por la pasta.