Tras su descomunal éxito con la novela Patria, hace cinco años, el vasco Fernando Aramburu publica nuevo libro, que por ello despertará las máximas expectativas. Hablamos con él de esta novedad, Los vencejos, y del resto de su actividad como escritor y trayectoria profesional.
La nueva novela de Fernando Aramburu se aleja del asunto que lo llevó a una celebridad inmensa, esto es, la situación del País Vasco en un entorno marcado por el terrorismo de ETA, para desarrollar una historia de corte intimista.
Este es su argumento: Toni, un profesor de instituto enfadado con el mundo, decide poner fin a su vida. Meticuloso y sereno, tiene elegida la fecha: dentro de un año. Hasta entonces cada noche redactará, en el piso que comparte con su perra Pepa y una biblioteca de la que se va desprendiendo, una crónica personal, dura y descreída, pero no menos tierna y humorística. Con ella espera descubrir las razones de su radical decisión, desvelar hasta la última partícula de su intimidad, contar su pasado y los muchos asuntos cotidianos de una España políticamente convulsa.
Aparecerán, diseccionados con implacable bisturí, sus padres, un hermano al que no soporta, su exmujer Amalia, de la que no logra desconectarse, y su problemático hijo Nikita; pero también su cáustico amigo Patachula. Y una inesperada mujer llamada Águeda. Y en la sucesión de episodios amorosos y familiares, Toni, este hombre desorientado, encontrará nuevas razones para vivir.
¿Hasta qué punto es abrumador un éxito como Patria a la hora de ponerse a escribir? ¿Es fácil abstraerse de eso y uno se siente condicionado, al encarar una obra nueva, siquiera inconscientemente?
Patria reclamó mi atención durante largo tiempo y todavía, cinco años después de su publicación, sigo haciendo presentaciones en el extranjero. La experiencia ha sido a todas luces satisfactoria, aunque no exenta de ráfagas de fatiga. Conozco un antídoto eficaz contra el acoso del éxito cuando este alcanza dimensiones inusitadas: la serenidad. Me niego a dejar de ser quien soy por el hecho circunstancial de haber tenido suerte. Conté con el asesoramiento de personas cercanas que me aconsejaron no precipitarme en la publicación de una nueva novela. Debo añadir que el revuelo que produjo Patria en mi vida privada no afectó al escritorio, donde en estos últimos años he podido desarrollar otros proyectos sin sombras tutelares, todos ellos dentro de géneros literarios de poca o ninguna tradición comercial.
«Uno empieza a comprender, un buen día, ciertas cosas.» Ese comienzo del libro ¿entraña la esencia de la novela? ¿Fue una idea que le abordó y se puso a componer el argumento? ¿Hay, en su caso, queremos decir, una fuerza conceptual o simbólica que le mueve a escribir narrativa, o parte de una situación o de unos personajes concretos?
Siempre parto de la carne. Me tengo terminantemente vedadas las figuras de ficción concebidas como meros estuches de símbolos o ideas, aun cuando más tarde dichas figuras se transformen en lo que al intérprete de turno se le antoje, no pocas veces para asombro del autor. No recuerdo haber ido jamás a una novela con el propósito de responder preguntas o desarrollar un tema. De hecho, durante la fase del diseño, sólo de manera lateral me ocupo de los pormenores de la trama, con la única salvedad del desenlace. Sé que existen otros caminos creativos susceptibles de conducir a buenos resultados, pero mi método habitual (o quizá el único con el que yo me manejo pasablemente) consiste en dirigir el foco narrativo hacia el comportamiento de los hombres de mi época. Decía el escritor argentino Manuel Gálvez que la misión del novelista «es comprender lo humano y revelarlo». Pues eso.
Los vencejos es un título que esconde una historia básicamente de relación de personajes. ¿A qué obedece?, ¿por qué lo eligió? Se dice que esta ave es capaz de superar fenómenos climáticos adversos sin la necesidad de comer. Tal cosa ¿es metáfora de algo del contenido?
Abrigo el convencimiento de que si explico el título les robaré a los lectores la posibilidad de un pequeño y acaso gozoso descubrimiento. Los vencejos tienen una presencia, digamos, real en la novela; pero no son un simple elemento decorativo. Antes al contrario, desempeñan dentro de la trama un papel cargado de significación simbólica que, por respeto a los lectores, me abstendré de desvelar.
La estructura de la obra está muy marcada, con esa sucesión de meses que completa un año, en que el protagonista se enfrenta a lo que quiere que sea su fin. Pero esa recta final de vida la ocupa escribiendo. De modo que se da la paradoja de desaparecer pero dejar memoria de lo vivido y recordado, ¿no es así?
Esa paradoja es innegable. Se da en combinación con un juego literario que a los primeros lectores que tuvo la novela les resultó angustioso o por lo menos desazonante. Y es que el relato está ordenado de tal forma que al lector se le asigna una función por así decir de verdugo, pues conociendo desde la primera página el plan suicida del narrador, empuja a este día a día, secuencia a secuencia, hacia el fatídico final por el simple hecho de avanzar en la lectura.
¿En qué grado quería usar al personaje para recrear los avatares de la historia de España? ¿Es un escritor para quien es importante siempre el trasfondo socio-histórico en sus novelas, incluso político, de forma inevitable?
Lo habitual en mis novelas es que eso que llamamos trasfondo socio-histórico esté supeditado a la peripecia vital de los personajes, a fin de no endilgarles a los lectores páginas superfluas desde un punto de vista estrictamente narrativo. Procuro, en consecuencia, que el mencionado trasfondo no sea ornato ni relleno, aún menos una oportuna toma de postura que permita al autor obtener salvoconducto ideológico en el mundillo cultural. El lector atento de Los vencejos advertirá que las alusiones a la España de nuestros días son inseparables de los sucesos narrados. Dichas alusiones se insertan en diálogos, acciones o pensamientos de los personajes, rara vez concordes en sus pareceres.
Se podría decir que es una novela de interrelación personal, también de los conflictos que surgen en los vínculos amorosos o familiares, con una exmujer, un problemático hijo… ¿Ha pretendido recrear esa cotidianidad doméstica pero lanzando un mensaje esperanzador y humano a la vez? ¿Cómo si fuéremos esa mezcla de imposibilidad de comunicación y a la vez necesidad afectiva?
Confieso no estar seguro de haber lanzado un mensaje. ¿Casi setecientas páginas de novela para desembocar en una moraleja? ¡Qué cansancio! Yo no escribo con la pretensión de aleccionar a nadie. Ya me ha pasado con otros libros anteriores, y particularmente con Patria, que llegan los comentadores y se empeñan en aclararme lo que dije o lo que no dije. Como estas atribuciones son, por lo visto, indefectibles, no me ocupo mucho ni poco de ellas. Ahora bien, no voy a negar que soy responsable de las palabras que elijo, así como de las perspectivas desde las cuales llevo a cabo mi observación de los asuntos humanos. Uno puede escribir desde cierta distancia, incluso desde una posición neutral, pero jamás con objetividad plena.
Pondré un ejemplo. Al empezar Los vencejos yo tenía un final en mente que deseché avanzada la novela en favor del que hay ahora. No me habría costado despedirme del lector endosándole la escena truculenta que se me ocurrió en un primer momento y que habría conducido a una interpretación que en la versión definitiva ya no es posible. Hay quienes piensan que los finales duros son los buenos, los de la más alta literatura, y presumen de haber escrito novelas oscuras, como si esto fuera de encender o apagar la luz. Se conoce que uno no ha leído en vano a César Vallejo, a Dostoievski y a otros grandes maestros de la compasión. Conque al final, vencido por la pena, me resigné a la vida, a nuestra frágil, cotidiana y doméstica vida. Si eso es «el» mensaje, entonces me pliego al castigo correspondiente a tal delito.
¿En qué medida esta novela de ficción bebe de sí mismo, del Aramburu por ejemplo de Autorretrato sin mí (2018), por esa parte emocional y memorística?
Hay muy poco de mí en Los vencejos. No soy Madame Bovary. No soy ninguno de mis personajes. He ahí uno de los retos que me impuse: pasarme por el forro el dogma ese de que toda novela es por fuerza autobiográfica. Claro que se quedaron prendidos en el texto algunos retazos personales, pero sin el menor peso confesional. Lo mismo que el protagonista, cuido una perra, fui docente y poseo una biblioteca, detalles estos que me vinieron de perlas, no para contarme solapadamente, sino porque conozco el percal y sé que podré permitirme una gran cantidad de afirmaciones sin correr grave riesgo de meter la pata.
Otro libro de corte personal y reflexivo como Utilidad de las desgracias (2020) presenta un título que es en sí mismo una lección moral, podríamos pensar. ¿Tal vez tal título podría corresponder a su visión del mundo, que acaba adaptándose a su obra literaria? ¿Incluso tal cosa podríamos extenderla a Patria y a lo que cuenta de algún modo?
No hay una sola línea en Utilidad de las desgracias que no proceda directamente de mi experiencia personal, de mis principios, mis manías, mis opiniones, mis gustos y preferencias. Con estas mimbres se puede y acaso se debe redactar artículos y ensayos, pero no novelas. Yo expreso mis opiniones en entrevistas y artículos. Quizá, de forma ocasional y a la disimulada, en una obra de ficción; pero esto, cuando se produce, sólo lo sé yo. En todo caso, considero un fallo que se note.
Su infancia en San Sebastián, el dolor del pueblo vasco por culpa de ETA, su experiencia como maestro en Alemania, su entrega literaria al fin, más la acogida extraordinaria de su penúltima novela por parte de crítica, público y mundo audiovisual. ¿Tales serían los puntos de inflexión de su andadura? ¿Cuál intuye que va a ser el próximo?
La escritura tiene una presencia tan poderosa en mi existencia que no sabría cómo mantenerme erguido con otra actividad (más allá, claro está, de las responsabilidades familiares). Con o sin éxito, con o sin puntos de inflexión, algo muy grave debería ocurrirme para que yo faltase a mi cita continua con el escritorio. Proyectos no me faltan. A menos que me derribe la enfermedad o me fulmine la muerte, seguiré empeñado en el ejercicio, a ratos placentero, a ratos penoso, pero siempre colmador, de juntar palabras con la esperanza de ofrecer de vez en cuando a los demás unas pinceladas de literatura.
Toni Montesinos
Una trayectoria brillante
Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) es autor de los libros de cuentos Los peces de la amargura (2006, XI Premio Mario Vargas Llosa NH, IV Premio Dulce Chacón y Premio Real Academia Española 2008) y El vigilante del fiordo (2011), de las obras de no ficción Autorretrato sin mí (2018), Vetas profundas (2019) y Utilidad de las desgracias (2020), así como de las novelas Fuegos con limón (1996), Los ojos vacíos (2000, Premio Euskadi), Bami sin sombra (2005), La gran Marivián (2013), El trompetista del Utopía (2003), Viaje con Clara por Alemania (2010), Años lentos (2012, VII Premio Tusquets Editores de Novela y Premio de los Libreros de Madrid), Ávidas pretensiones (Premio Biblioteca Breve 2014) y Patria (2016, Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica, Premio Euskadi, Premio Francisco Umbral, Premio Dulce Chacón, Premio Arcebispo Juan de San Clemente, Premio Strega Europeo, Premio Lampedusa, Premio Atenas…), traducida a 34 lenguas.
Patria en serie televisiva
La primera de las adaptaciones a la pantalla que Aramburu disfrutó es de hace bastantes años, Bajo las estrellas (2007), película de Félix Viscarret. Fue a partir de la novela El trompetista del Utopía, con las interpretaciones principales de Alberto San Juan, Emma Suárez y Julián Villagrán. Se contaba en ella cómo Benito, un trompetista que toca su instrumento en un bar madrileño, regresaba a Estella, en Navarra, para reencontrarse con su padre moribundo. Pero, naturalmente, la adaptación que ha causado furor y ha hecho tan popular a Aramburu ha sido Patria, de Aitor Gabilondo, estrenada en septiembre del 2020 en la plataforma de televisión HBO.
Patria, el libro, contaba lo siguiente: el día en que ETA anuncia el abandono de las armas, Bittori se dirige al cementerio para contarle a la tumba de su marido el Txato, asesinado por los terroristas, que ha decidido volver a la casa donde vivieron. ¿Podrá convivir con quienes la acosaron antes y después del atentado que trastocó su vida y la de su familia? ¿Podrá saber quién fue el encapuchado que un día lluvioso mató a su marido, cuando volvía de su empresa de transportes? Por más que llegue a escondidas, la presencia de Bittori alterará la falsa tranquilidad del pueblo, sobre todo de su vecina Miren, amiga íntima en otro tiempo, y madre de Joxe Mari, un terrorista encarcelado y sospechoso de los peores temores de Bittori. ¿Qué pasó entre esas dos mujeres? ¿Qué ha envenenado la vida de sus hijos y sus maridos tan unidos en el pasado?
Era, pues, una historia que nos hablaba de la imposibilidad de olvidar y de la necesidad de perdón en una comunidad rota por el fanatismo político. Con esos elementos tan intensos, no extraña que la serie se convirtiera en un éxito inmenso del que todo el mundo empezó a hablar. El propio Aramburu dijo que decidió ver la serie a solas, sin que nadie le condicionara a su lado. No en vano, ya la novela, convertida en un impresionante éxito de ventas, fue todo un foco de debate en los medios y la calle. Aunque de discusión también, desde luego, por su contenido tan sensible y dramático.
No en balde, se contaba algo que encierra sufrimiento extremo. Gabilondo se encargó de la dirección, junto a Félix Viscarret y Óscar Pedraza, que también firmaba el guion. Sus protagonistas, considerando las dos familias que acaban enfrentadas, ambas víctimas de una situación trágica, son: Elena Irureta (Bittori), José Ramón Soroiz (Txato), Susana Abaitua (Nerea) e Íñigo Aranbarri (Xabier), por un lado; Ane Gabarain (Miren), Mikel Laskurain (Joxian), Jon Olivares (Joxe Mari), Loreto Mauleón (Arantxa) y Eneko Sagardoy (Gorka).
La adaptación fue aclamada por la crítica, que destacó su fidelidad a la novela y la dureza que imprime en cada escena, con grandes silencios y pausas, en que se respira de continuo el conflicto y el dolor. Una ficción audiovisual, por todo ello, compleja y para un público que quiera implicarse emocionalmente en una mezcla de sentimientos encontrados. La gracia estaba, entre otras cosas, en que se ofrecían las dos perspectivas de una misma historia, para indicar quién es víctima y verdugo, con una excelente música de Fernando Velázquez.
La novela, la televisión, nos lleva al Euskadi de un pueblo cercano a San Sebastián, en el tiempo en que ETA asesina, extorsiona y atemoriza a miles de personas. Y en medio de ello, Bittori, cuyo protagonismo ilumina todo el argumento, al representar buena parte de las víctimas de este conflicto que duró tantos años y que tuvo tantas consecuencias tan devastadoras para toda España. Lo interesante es que también se podía conocer el punto de vista de los criminales, todo lo cual, en última instancia, lleva no solo a la emoción sino a la reflexión individual, social y política.
LOS VENCEJOS
Fernando Aramburu
Seix Barral, 704 pp., 22,90 €