De un tiempo a esta parte el libro tradicional, ese material que resiste todos los momentos y épocas, está sufriendo una feroz competencia, porque un nuevo bárbaro quiere arrasar con su territorio y legado. El ejército hostil que pretende echar al libro de su área legítima es eso que me gusta denominar el antilibro, como término que reúne en su interior el volumen del último youtuber, el influencer, y cuantos anglicismos queramos utilizar para designar a ese famosejo que escribe sin escribir, y que tiene detrás una industria que ha generado algo que parece un libro pero que no merece la pena llamarse así ni compartir estantería con él. En la reciente Feria del Libro de Madrid, estos antilibros tenían colas kilométricas para conseguir la firma de los fenómenos de internet, al tiempo que escritores consagrados apenas atendían a un par de lectores.
Hace tiempo que el fenómeno del famoso que saca un libro antes de la Navidad se ha impuesto con la misma impertinente puntualidad de cualquier otra estrategia comercial. Pero hasta época reciente el fenómeno no ha llegado a preocuparme porque siempre he entendido que la de los libros de famoso era una liga radicalmente distinta a la de la verdadera literatura. Lo que quiero decir con ello es que las confesiones inanes del último islafamoso no le va a quitar una venta a Javier Marías. La cuestión me parece más peligrosa, sin embargo, cuando la franja del famoseo libresco afecta a niños y jóvenes, pudiendo interrumpirles el tránsito por la escalera hacia la literatura auténtica. Un adulto es muy dueño de gastar su tiempo y dinero en la lectura que le plazca, pero sería un problema que jóvenes que merecen tener en las manos un texto genuino, que les pudiera llevar de manera paulatina a lecturas de mayor enjundia, pierdan el tiempo con párrafos en los que «en plan» es el recurso sintáctico más utilizado. Me consta, además, que muchos profesores de lengua están permitiendo que estos antilibros entren en las lecturas de trimestre con la resignación de que el alumno «al menos lea algo». Eso es, y permítanme la rotundidad, dar la batalla por perdida.
No planteo esto con una visión elitista, que centre la visión de manera exclusiva en la alta literatura. Todo buen lector ha comenzado su andadura con los libros que le correspondían a su edad. Nadie empieza leyendo a Kundera ni a Kafka, por supuesto. Antes son necesarios Verne, Salgari, Tintín o quien quiera que atrape tu mente por primera vez y te enseñe por dónde discurren los caminos de la imaginación. Yo siempre he pensado que fueron las historias de Mortadelo y Filemón quienes me dejaron atrapado al papel para toda la vida, una lectura que en principio puede parecer todo lo ligera que se quiera pero, ojo, ya quisieran muchos narradores contemporáneos puntuar textos y articular la expresión como el gran Ibáñez.
Es decir: quien transita buena literatura infantil y juvenil de calidad, algún día llegará al puerto de las verdaderas letras. Pero alimentar la imaginación primera de nuestros jóvenes con el fast food de los antilibros, los pseudolibros y otros engendros influencers muy probablemente les impedirá que en el futuro sientan cualquier necesidad que no sea la de seguir mirando el móvil y esperar a que su famoso del mes salga en la pantallita.