El 2 de febrero de hace cien años se publicó la novela más transgresora y experimental de la modernidad, obra de James Joyce, del que aparecen varias novedades y reediciones.
En el 2011 el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona organizó una exposición en la línea de otras que había hecho antes y que aunaba urbes con grandes escritores durante el último lustro del siglo XX: el Dublín de Joyce, la Lisboa de Pessoa, la Praga de Kafka, la Buenos Aires de Borges. Así, aquel año ofreció una instalación en torno a un intelectual contemporáneo y su lugar de nacimiento: la Trieste de Claudio Magris. Era la Trieste que había pisado Italo Svevo y su amigo Joyce, la que recorrió Rilke, la hablante de tres lenguas (italiana, alemana, eslovena). En aquella muestra, el visitante podía percibir el viento de la ciudad, la bora, y la brisa del mar Adriático, conocer las canciones tradiciones triestinas, entrar en el popular Caffè San Marco u hojear libros entrando en la antigua Libreria Antiquaria.
Aquella Trieste tan presente en la obra del autor de El Danubio tuvo, en el año 2007, un espléndido homenaje en forma de libro, Trieste o el sentido de ninguna parte, en que Jan Morris captaba una localidad que muestra «una personalidad difusa desde un punto de vista étnico y una historia confusa», incluso advirtiendo que la mayoría de italianos no sabe que está en su propio país, pues se halla a la vera de Eslovenia y Croacia.
El Adriático azul y silencioso, su historia desde inicios del siglo XVIII, sus monumentos y calles, la bonhomía de su gente… Todo lo emparentaba Morris con esa sensación de estar en Trieste y a la vez en ninguna parte, lo cual otros escritores también han abordado por la sensación que, dicen, sucede cuando uno ha regresado de ella: «una vaga sensación de misterio», como si no se hubiera entendido dónde uno ha estado realmente. Para Morris, es un enclave perfecto para vagabundear, para conocer un pasado imperial austrohúngaro que terminó cuando los italianos tomaron su control en 1919, para percibir todos sus enigmas en torno a la Piazza Unità, la joya de la ciudad, la plaza más grande de toda Italia.
Allí se gestaría una de las cumbres de la literatura moderna, pues aquel que pasó doce años en Trieste —desde donde publica Dublineses y Retrato de un artista adolescente, en los años 14 y 16—, James Joyce, escribió un texto de máxima complejidad, toda una cima literaria, llamado Ulises, que aún y por siempre da que hablar.
Precisamente, en un artículo de prensa del 2018, José Manuel Benítez Ariza, en respuesta a un texto de un colega que enjuiciaba negativamente Ulises, tildándolo de galimatías que sólo podía leerse sufriendo, aportaba «Cinco razones (quizá algunas más) para disfrutar» de esta lectura. Y empezaba con una primera que decía así: «Digámoslo ya: como muy bien saben los jugadores de mus y los alpinistas, lo complicado no necesariamente implica aburrimiento. Más bien sucede lo contrario: tener la capacidad de disfrutar con actividades que requieren un cierto entrenamiento previo más bien multiplica el efecto placentero del objeto de disfrute».
Muy acertadamente, Benítez Ariza hablaba de cómo la novela occidental experimentó, a lo largo del siglo XIX e inicios del XX, un proceso de maduración que la llevó a contener una mayor complejidad tanto técnica como argumental. En este sentido, la novela de Joyce se convirtió en el paradigma de tal modernidad, lo cual, por supuesto, «exige un cierto esfuerzo al lector o, al menos, un cierto hábito de frecuentación de textos de esa complejidad», apuntaba el autor. «Pero el alpinista avezado, decíamos, no se arredra por encontrar en su recorrido alguna que otra pared vertical que escalar. Sobre todo, si la visión desde la cumbre merece la pena», remataba.
En Trieste, donde Joyce trabajó como profesor de inglés y permanecería doce años, empezó su vida en común con su mujer Nora Barnacle, tuvo a sus dos hijos y se sintió —él, un amante de la ópera y del canto que solía recitar versos de la Comedia de Dante— en su salsa hablando en italiano, incluso en su hogar. Allí, entre estrecheces económicas, escribió la mayor parte de los relatos de Dublineses, transformó unas páginas que había escrito con el título de «Stephen el héroe» en la novela Retrato del artista adolescente y comenzó a trabajar en Ulises. Todo lo cual documentó con detalle John McCourt en Los años de esplendor. James Joyce en Trieste, 1904-1920.
Este autor dublinés, profesor de literatura en la que es la capital de la región de Friuli-Venecia Julia, donde fundó la publicación anual Trieste Joyce School, habla de cómo Joyce encontró suficientes motivos de peso para instalarse largo tiempo allí. «La atmósfera del Este, la mezcla de pueblos de “todos los rincones de Europa”, el popurrí lingüístico y las variadísimas actividades de una ciudad portuaria», serían algunos factores que atraerían al genio irlandés.
Por otro lado, en el ámbito político, afirma McCourt, «la ciudad imperial austriaca, con su infatigable espíritu irredentista italiano, estimuló y agudizó las ideas de Joyce acerca del socialismo y del nacionalismo», mientras que, en lo que respecta a lo literario, «con sus ecos contrapuntísticos de Viena y de Florencia, ejerció influencias decisivas, desde los futuristas […] hasta las obras de teatro y las óperas de las principales corrientes italianas e internacionales, a las que Joyce asistía asiduamente». Incluso en el terreno religioso, Trieste «le resultó liberador», pues en la ciudad convivían diversos cultos en armonía: «Era un lugar en el que el poderío de la Iglesia católica era contenido por la fuerza de la comunidad judía y de la griega, muchos de cuyos miembros conocieron bien a Joyce y le dieron información básica para Ulises».
En suma, McCourt tiene claro que Trieste constituyó un lugar ideal para Joyce porque, por algún motivo, «le otorgó ecos remotos de Dublín», y le proporcionó «muchos elementos orientales, judíos y griegos de Ulises», y otros, de cariz lingüístico, para su obra Finnegans Wake. No en vano, la ciudad italiana era un punto de encuentro cultural y comercial entre Europa Occidental y el Este. Y Joyce era un artista en perpetua búsqueda de su propio camino. Ante todo, era un exiliado muy consciente del país de donde procedía.
Dublín desde el exilio
«No había duda: si querías triunfar, tenías que irte. No podías hacer nada en Dublín», dice Joyce en el cuento «Una nubecilla». Como en su caso, hubo otras voces irlandesas desperdigadas por el mundo, tanto el que escapa de la miseria (Frank McCourt, desde Limerick, en Las cenizas de Ángela) como el acomodado insatisfecho por la asfixia religiosa, la compleja herencia política o la simple desidia de una isla ajena al progreso hasta hace pocas décadas. Es el caso de tantos hombres de talento que se distancian para reinventarse: Laurence Sterne, Oliver Goldsmith, George Moore, Bram Stoker y Bernard Shawmorirían en Gran Bretaña; Oscar Wilde, William Butler Yeats y Samuel Beckett en Francia, James Joyce en Suiza.
Pero en este caso, el autor no salió realmente de Dublín, aún está allí mediante el anual «Bloomsday»; de hecho, al visitante que pisase las calles de Dublín en el año 2004 le sería imposible escapar de una gran fiesta que la ciudad entera, sus alrededores y el resto del país vivieron con auténtico fervor, dado que por iniciativa del Gobierno irlandés se llevó a cabo, desde abril de aquel año, el ReJoyce Dublin 2004 Bloomsday Centenary Festival, un programa internacional en el que concurrieron numerosas actividades culturales en torno a la novela más influyente y controvertida de la modernidad.
De esta manera, en honor a Joyce se prepararon medio centenar de actos que hablaron o recrearon de una u otra forma fragmentos del monumental libro: teatro callejero, exposiciones de manuscritos, conciertos… y el intento de lecturas públicas, pues se tuvo que lidiar con los herederos del escritor para llegar a un acuerdo económico, ya que, aunque los derechos de la obra de Joyce caducaron en 1991, una modificación de las leyes de propiedad intelectual les dio una prórroga de veinte años más. Con todo, conmemoraciones aparte, nunca faltan excusas para interesarse por el Ulises en una ciudad que mima con exquisito orgullo, desde una explotación comercial, la imagen de Joyce u otros irlandeses relevantes del mundo de las letras como Swift, Wilde, Shaw o Yeats, cuyos rostros son reproducidos en multitud de lugares de Dublín.
Pero ¿cuál es el contenido de este libro ya mítico para que merezca una atención semejante? Vladimir Nabokov nos da una buena síntesis de él: «Ulises es la descripción de un solo día, el jueves 16 de junio de 1904; un día de las vidas mezcladas y separadas de numerosas personas que deambulan, viajan, se sientan, charlan, sueñan, beben y ejecutan diversos actos fisiológicos y filosóficos, importantes e intrascendentes, durante ese único día y las primeras horas de la madrugada siguiente en Dublín». Un día aquel que no fue una elección fortuita: Joyce lo escogió al ser la fecha en que conoció a su mujer, cuyo carácter inestable cobró vida en la película Nora, con Ewan McGregor interpretando las fijaciones escatológicas y sexuales de Joyce.
Ulises, ese «flujo ininterrumpido de pensamientos», como lo describió el propio escritor, iba a tener una larga y penosa redacción ―aunque le proporcionara un extraordinario prestigio a medida que algunas partes aparecían en revistas literarias― entre 1914 y 1921 y en tres ciudades: Zúrich, Trieste y París. Italo Svevo, que siguió de cerca su escritura, dijo algo exacto a este respecto: «Joyce extrajo de la realidad aquello que previamente había escogido y con ello hizo algo tan completo que puede reemplazar la realidad entera». Por algo Joyce afirmó, hiperbólico y presuntuoso, que si Dublín era destruida se podría volver a levantar gracias a las descripciones que de ella hacía en el Ulises.
El libro sería objeto de un primer homenaje en 1929, mediante una comida que celebraba la traducción al francés ―como en muchos sitios, se consideró un relato pornográfico y tardaría en ver la luz: por ejemplo, en Estados Unidos, en 1934― y a la que asistió, además de la familia de Joyce ―Nora y los niños, Giorgio y Lucia―, la editora inglesa del Ulises, Sylvia Beach, y otros escritores como Samuel Beckett. No sabemos si el menú consistió en el «Bloomstuff» (una espesa sopa con riñones de cordero a la brasa), pero sí que la reunión se repitió unos pocos años más; hasta que, pasado el tiempo, en 1954, en el quincuagésimo aniversario del libro, el dueño de un restaurante y editor de un periódico literario, más algunos amigos, entre los que destacaban el poeta Patrick Kavanagh, resucitaron el «Bloomsday». Algo que se extendería también a ciudades de Estados Unidos, Europa, América Latina e incluso Japón y Australia.
ULISES
James Joyce
Lumen, traducción de José María Valverde, 960 pp., 26,90 €
ULISES
James Joyce Cátedra, traducción de María Luisa Venegas Lagüéns
y Francisco García Tortosa, 1.104 pp., 22,50 €
STEPHEN HERO
James Joyce Firmamento, traducción de Diego Garrido, 296 pp., 18 €
CUENTOS Y PROSAS BREVES
James Joyce
Páginas de Espuma, traducción de Diego Garrido, 552 pp., 33 €
La obra causaría furor y controversia, fue amada y despreciada, y de ella, seguro que con la satisfacción soterrada de un Joyce que llegó a declarar que la había escrito para tener entretenidos de por vida a los críticos literarios, se han escrito infinitas páginas. Richard Ellmann recogió el guante y empezó su monumental biografía diciendo: «Todavía estamos aprendiendo a ser contemporáneos de James Joyce, a comprender a nuestro intérprete».
Y ciertamente, todo lo apuntado guarda tanta riqueza y se puede ver desde tantos puntos de vista, que de vez en cuando surgen libros interesantes para seguir apreciando —apuntémoslo con palabras del primer norteamericano en ser catedrático de literatura inglesa en la Universidad de Oxford— una vida «que se diferencia de la vida de otras personas en que los acontecimientos van convirtiéndose en recursos artísticos desde el momento mismo en que captan su atención». Fue el caso de Joyce en París o el arte de vender el «Ulises», que aglutinó textos de 1965 y este siglo e imágenes en torno a cómo publicó el autor la obra cuando vivía en París, donde se había instalado en 1920, momento en que el Ulises estaba casi listo. El destino le tendría reservada la entrega y adoración de la editora Beach, en unas circunstancias que fueron detalladas por V. B. Carleton, quien hablaba de un Joyce casi ciego y apenado por la esquizofrenia de su hija Lucia.
Asimismo, Simone de Beauvoir recordaba en el prólogo el día de 1939 en que la fotógrafa Gisèle Freund la invitó a ver, en la librería de Adrienne Monnier, La Maison des Amis des Livres, su serie de retratos de escritores, en una época en la que «pese a los nubarrones que se cernían sobre Europa y el mundo, la literatura seguía siendo la refulgente estrella que guiaba nuestras vidas». Entre aquellos retratos, estaban los seis que se reproducen en Joyce en París o el arte de vender el «Ulises» y que le costaron hacer lo suyo, pues el protagonista se hizo de rogar al comienzo; lo explica en «Fotografiar a Joyce», una pequeña crónica que resulta apasionante al abordar las maneras exquisitas y supersticiosas del escritor.