Por cortesía de editorial Acantilado, les ofrecemos un avance del nuevo libro de Francisco Rico, Una larga lealtad. Filólogos y afines, que sale a la venta este mes de febrero.
Filólogo e historiador, Francisco Rico (1942) ha sido durante medio siglo profesor de literatura. Entre sus publicaciones se cuentan sus nuevas ediciones del Lazarillo de Tormes y del Quijote en la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española, Ritratti allo specchio. (Boccaccio, Petrarca)(Roma-Padua, Editrice Antenore), Gabbiani e I venerdì del Petrarca (Milán, Adelphi), y Anales cervantinos. Notas al margen de un centenario (Barcelona, Arpa), además del prólogo a la correspondencia entre Yakov Malkiel y María Rosa Lida, Amor y filología (Acantilado, 201). En esta editorial ha aparecido además el ensayo Tiempos del «Quijote» (2012).
Los textos aquí reunidos versan sobre autores, filólogos o afines a la filología hacia quienes Francisco Rico profesa, para decirlo en palabras de Gianfranco Contini, una lunga fedeltà. Leer y tratar a estudiosos y amigos de la talla de Ramón Menéndez Pidal, Eduard Valentí, Dámaso Alonso, Martín de Riquer, Mario Vargas Llosa, José Manuel y Alberto Blecua, Roberto Calasso, Fernando Lázaro Carreter, Claudio Guillén, José María Valverde, Yakov Malkiel y María Rosa Lida, entre muchos otros, ha dejado una profunda huella en su trayectoria vital y profesional, y las semblanzas y notas críticas del presente libro, además de ser un notable testimonio de gratitud, ofrecen al lector un valioso panorama de los estudios literarios de la época contemporánea.
© FOTOGRAFÍA FRANCISCO RICO: Padnew.
UNA LARGA LEALTAD FILÓLOGOS Y AFINES
No podría escribir mis memorias, porque sencillamente no las tengo. Las incidencias ordinarias y las rutinas de la vida cotidiana llegan y se me olvidan inmediatamente; y, sobre todo, a la altura de los ochenta años, se me han olvidado. Sólo recuerdo algunos episodios sueltos y las ocasiones más importantes. No puedo no citar a Jorge Luis Borges: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido», pero matizando pocas que tenga presentes y no demasiadas de las muchas.
Los textos que he reunido aquí versan sobre autores, filólogos o afines a la filología, a quienes en su gran mayoría he conocido personalmente y hacia quienes profeso una lunga fedeltà (para decirlo con uno de ellos, Gianfranco Contini). Leerlos y tratarlos han sido, ellas sin duda, ocasiones importantes. Las semblanzas y notas críticas que les he dedicado y ahora recojo pueden quizá ofrecer un panorama, no desdeñable por más que parcial, de los estudios literarios a lo largo de un siglo. Pero para mí son sustancialmente un testimonio de gratitud.
Con las excepciones de rigor, me ciño a los aspectos profesionales y técnicos de los trabajos abordados, pero al elegirlos he tomado en cuenta y acentuado discretamente el perfil humano de los autores. Ojalá el lector de estas páginas se sienta atraído por esa imagen y añore haberlos conocido y haber trabado con ellos los lazos que yo tuve.
Al gran don Ramón lo conocí en el coloquio barcelonés que se menciona en el artículo que por encargo de Francisco Noy escribí para La Vanguardia de Barcelona. Allí departí brevemente con él sobre una hipótesis mía en torno a la supervivencia del romance de los infantes de Lara. Errada hipótesis, que don Ramón refutó con la señorial elegancia que le era propia.
Don Antonio Rodríguez-Moñino parecía más serio que un palo, pero de hecho tenía un trasfondo jocoso e irónico que sólo mostraba a quienes juzgaba a su altura. Con toda su exhaustividad bibliográfica, a Yakov Malkiel le gustaba más que nada el cotilleo sobre los colegas. Juan Manuel Rozas no salía de la mejor escuela, pero tenía un admirable entusiasmo. Eduard Valentí fue primero el padre de Helena, sentado a la mesa de trabajo, al fondo, y después, en el claustro de la Autónoma, con las gafas subidas a la frente, uno de los mejores conversadores con quienes me he topado.
A Marcel Bataillon y Giuseppe Billanovich sólo cabía tratarlos como los maestros insuperables que eran: uno cada día con intereses más variados, el otro con la cabeza puesta siempre en la tradición textual de Livio. Norton y Díaz-Plaja semejaban las dos caras de una moneda: silencioso, casi mudo F. J., charlatán y risueño don Guilllermo. Dámaso rebosaba simpatía y con una copa, a hurtadillas de Eulalia, se ponía realmente estupendo. En sus últimos años, el habla de Contini era aun más difícil de entender que buena parte de sus hondos estudios, pero siempre admirable.
Peter Dronke me reprochaba que mi lema, inscrito en un azulejo del jardín, fuera No importa: «Sí importa, Paco, sí importa», me decía. Suelo resumir la aversión a la pedantería y la jovialidad de Riquer con una sola estampa. «María Rosa Lida y yo siempre escribimos hendecasílabo con hache», le digo un día; y replica: «Y ¿dónde la ponen?».
Eugenio Asensio, solterón in partibus, amigo rumboso, sabía infinitas cosas que los demás ignorábamos, y a mí me las enseñaba en larguísimas tardes bajo los chopos de casa. Mario Vargas era y es tan buen tipo como novelista. Armando Petrucci vivía desviviéndose por el pánico a la muerte. Pulcro, justo, en todo, Rafael Lapesa me tomaba en serio como si yo fuera una persona mayor (incluso asistió a la presentación en mis oposiciones a cátedra). Riley era parco en palabras, pero su generoso buen criterio me ayudó mucho en la edición del Quijote.
Desde el biberón, José Carlos llevaba en la cabeza toda la literatura contemporánea (y más). Chomin Ynduráin (con Mariola) era como un hermano mío y yo no podía sino asentir divertido a sus caprichos. Martín Abad actuó como cancerbero magnífico en la Biblioteca Nacional. J. M. Blecua sobrellevaba la sordera, que él describía como un ruido atronador, con un repertorio de frases prefabricadas para dar pie a una conversación unilateral.
El criterio editorial de Calasso consiste en imponer imperiosamente sus propios gustos. Nunca podré decir cuánto significó para mí Fernando Lázaro, como modelo y aun más como amigo, a trancas y barrancas. Con Alberto anduvimos juntos todos los caminos. Contribuir a devolver España a Claudio y a Carlos Blanco, y viceversa, ha sido uno de mis mejores logros. Maxime Chevalier comentaba: «“Caballero máximo”. Un poco exagerado, ¿no?».
Si acaso, el saber de Juan Gil peca por carta de más antes que por carta de menos. José María Valverde me salió al paso como vecino cuando me doblaba exactamente los años (a sus treinta y tres) y multitud de veces viajamos juntos en el metro hacia la facultad de Letras.
Sir Steven Runciman está aquí sólo porque La caída de Constantinopla era una de lecturas preferidas de don Juan Benet, quien en un tomito auspiciado por mí confesaba que era «el libro que le habría gustado escribir». Javier Marías heredó la querencia y lo reimprimió en su «Reino de Redonda»; conque no me tocó más remedio que prologarlo. La muerte temprana de Anthony Close nos dejó sin uno de los más exigentes estudiosos del Quijote.
María Rosa Lida, a partir de un paréntesis en una clase de J. M. Blecua, fue una de las mayores admiraciones de mi vida. La he leído de cabo a cabo, desde sus balbuceos y el diario autógrafo de sus sueños hasta sus investigaciones inéditas sobre la fortuna de Josefo, que conciliaban su condición de judía y su vocación clásica. Desde sus mocedades, estaba enamorada platónicamente de Amado Alonso, quizá sin percatarse de ello. He publicado su correspondencia con el que fue su marido, quien además me ha dado no pocas noticias sobre ella.
Inés Fernández-Ordoñez comparte conmigo el magisterio de don Ramón, pero su método es más bien el de Diego Catalán. Aurelio Roncaglia era más feo que Picio y enormemente simpático. Él popularizó en Italia el paródico La rebelión de las mesas para designar las comidas de los congresos.
Roger Chartier apreció mucho unos trabajos míos sobre el Lazarillo, como yo estimaba los suyos, porque ambos sentimos igual el interés por la materialidad de los libros, y enseguida nos hicimos buenos amigos.
José M. Blecua arregló con Enrique Canito que Ínsula me vendiera en un par de plazos la Nueva Revista de Filología Hispánica y casi toda la rfh y me las tragué prácticamente de punta a cabo. Mi deuda con Peter Dronke sería ya grande sólo por haberme presentado al festivo polígrafo (en el sentido castellano) Piero Boitani.
La más auténtica vocación de Carlos Blanco probablemente era la de ser chicano en California. Aparte su revolución de la filología italiana, Cesare Segre (me reveló Marisa) tenía el envidiable don de dormir con los ojos abiertos en las ponencias. Alberto Vàrvaro había estudiado en Barcelona, con Riquer, y la hispánica fue siempre para él una filología familiar. Uno de mis orgullos es maliciarme que Darío Villanueva es un poco discípulo mío. Y del buenazo de Marco Santagata me consta con qué atención y provecho profundizó en mi Lectura del «Secretum»
RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL
DON RAMÓN, GRAN SEÑOR DE LA FILOLOGÍA
Sólo don Ramón, a sus años y trabajos, podía superar la gesta del buen emperador de la barba florida. Cuando, cumplida la aventura española—cuenta el Cantar de Roldán—, nuevas luchas han de ocupar su actividad, llora Carlomagno lágrimas de cansancio, se lamenta en su soledad: «¡Dios, qué penosa es mi vida!». Menéndez Pidal, más animoso, olvida un momento sus recién trabadas polémicas sobre el padre Las Casas, su esperado estudio del Compromiso de Caspe, sus apasionantes teorías a propósito de los substratos lingüísticos peninsulares, y se presenta en Barcelona—para asistir a las últimas sesiones del III Congreso Internacional de la Société Rencesvals—a reafirmar algunas de sus más caras ideas respecto a los orígenes de las literaturas románicas y a reafirmar en todos—lo que quizá aun sea más importante—la certeza de su doble magisterio.
Porque el ejemplo de don Ramón tiene idéntica validez en lo humano y en lo científico. Menudo de cuerpo, de cabello cano y porte de gran señor—«gran señor de la filología» le llamó un discípulo genial, Amado Alonso—, Menéndez Pidal crea en torno a sí un campo de magnetismo cordial. Por ello, cuando hace unas horas los miembros de la Société Rencesvals le recibían puestos en pie, en unánime aplauso, creo que no pensaban estar rindiendo homenaje sólo a un científico de categoría excepcional, sino también a un hombre extraordinario.
El interés con que esta tarde, durante las tareas del congreso, contestaba a una consulta; su viveza amable al iniciar un debate; su razonada convicción al exponer su pensamiento sobre un punto discutido; su sincera atención a la labor ajena; su gentileza constante han llegado, una vez más, al corazón de sus oyentes—y, puedo atestiguarlo, hasta el extremo de emocionar hondamente a alguna joven romanista.
Para los españoles en especial, la figura de don Ramón acrecienta su valor ejemplar. Fue él—tras unos pocos y con unos pocos—quien, va ya para los tres cuartos de siglo, puso las primeras piedras para alzar el ansiado edificio de una ciencia española de altura europea. Después, durante muchos años de investigación y estudio silenciosos, Menéndez Pidal supo continuar sin desfallecimientos la empresa acometida en sus mocedades. ¿Cómo olvidar que del «Centro de Estudios Históricos»—de los hijos, nietos y bisnietos espirituales de don Ramón—han surgido en nuestro país las mejores conquistas en el terreno de la filología y de la historia?
Si, de acuerdo con venerable formulación, «el estilo es el hombre», a nadie sorprenderá encontrar en su habla y en su prosa una cifra de toda la personalidad humana de don Ramón. ¿Era Antonio Machado quien, recordando el volar de la paloma kantiana, negaba a los poetas la precelencia en el arte de la metáfora, para atribuírsela a los pensadores? Ciertamente no es fácil hallar en un autor de «bella literatura» una imagen más poética—en su desnudez y en su exactitud—, más sugeridora y hermosa que aquella con que don Ramón ilustra la tarea del historiador obligado a reconstruir muy añejas etapas de un proceso con el mínimo apoyo de unos cuantos testimonios recientes, no de otro modo que el viajero del llano ha de imaginarse las alturas de la sierra con la sola ayuda de los mariales que arrastran las aguas del río. (Justo el consignar que la poesía ha sabido asimilar la «aportación»; no pueden admirarnos, pues, en la obra de un joven poeta español, versos como los que siguen, de filiación evidente: «¿Quién va hoy a adivinar por unas hojas | que trae el río abajo, a la meseta | pobre, los bosques prietos, el portento | de la piedra y la luz en las alturas?»).
También sencillo, exacto, con no asediada grandeza—como esta imagen suya—es don Ramón.
Hay en él, en su «presencia» y en su obrar, la esencialidad de sus temas preferidos. Porque de ningún modo es accidental que su obra de erudición gire con tanta frecuencia en torno a problemas de orígenes—orígenes del español, de la épica y la lírica europeas, de Castilla…—. Menéndez Pidal—que llegó, decía, a construir en un desierto—tuvo que plantearse los problemas desde la raíz; pero ocurre también que por su sabio buen hacer, por su mesura y su contención innatas, don Ramón, en cierto modo, estaba predestinado a tratar semejantes cuestiones germinales.
Perdón si continúo parodiando al viejo juglar del cantar rolandiano: «no acaba aquí la gesta que don Ramón declina».
1964
UNA LARGA LEALTAD
Filólogos y afines
Francisco Rico
Acantilado,280 pp., 18 €