Con el pretexto de una obra que acaba de publicar Natalia Carrero, realizamos una pequeña indagación en lo que constituye el alcoholismo en mujeres en el mundo de las letras, lo cual lleva a veces a la pulsión suicida.
La lista de autores, hombres, que recurrieron al alcohol, de manera incluso suicida y a menudo combinada con el uso de drogas, es interminable desde tiempos antiguos: Arcesilao, Brendan Behan, Truman Capote, Raymond Chandler, Charles Bukowski, Crisipo, Rubén Darío, Ring Lardner, Alfred de Musset, Fernando Pessoa, Edgar Allan Poe, Joseph Roth, Dylan Thomas, Edmund Wilson… Pero ¿y las mujeres? Obviamente, haberlas, haylas. En primer lugar, en la literatura, claro está. «Retratos espeluznantes de hombres y de mujeres quebrantados por el alcohol y las drogas, codeándose en una delirante atmósfera de odio y de violencia», dijo José Luis de Vilallonga sobre el dramaturgo Eugene O’Neill. Este es un ejemplo. Y estos otros, ya de la realidad: Elizabeth Bishop, Marguerite Duras, la suicida Anne Sexton, Lucia Berlin, Patricia Highsmith, Carson McCullers, Jane Bowles o Dorothy Parker.
Esta, en 1967, tras 74 años de vida alcohólica y diversos intentos de suicidio —la primera vez cortándose las venas—, muere el 7 de junio en el hotel Volney de Nueva York, dejando en sus cuentos el motivo suicida, como en el drama The Ladies of the Corridor, cuya protagonista alcohólica se da muerte, en su proyecto de novela Sonnets in suicide, or the life of John Knox, y en el cuento «The Big Blonde», que describe la existencia de una mujer que se introduce en la bebida, se queda sola e intenta matarse sin éxito con Veronal, como ella misma había probado en 1926. Su biógrafa Marion Meade lo cuenta así: «Una noche en que regresó al hotel borracha, pero aún consciente, se metió en el cuarto de baño con los frascos del barbitúrico y un vaso de agua. Le costó bastante tragar las píldoras, ya que se le pegaban a la garganta, pero tras hacerlo se acostó en la cama y esperó. De acuerdo con el doctor Barach [el médico que trataba su adicción al alcohol], se salvó porque en el último momento lanzó el vaso por la ventana».
Parker sería ingresada en el Presbyterian Hospital para su rehabilitación y, tras salir de allí, escribiría el poema titulado «Résumé», en el que «hizo una relación de los diversos métodos disponibles para los lectores que contemplaran la posibilidad de suicidarse: como sabía por experiencia propia, las hojas de afeitar eran dolorosas y los sedantes producían vómitos y retortijones y, aunque había otros métodos que no había probado, había que descartarlos por su más que dudosa efectividad; dados los medios inadecuados de que disponía un aspirante a suicida, llegaba a la conclusión de que era mejor seguir viviendo».
En fin, se trata de historias turbias que a la vez corresponden a una época de glamur y galanteo, de éxito social y declive personal. Vemos así la pareja, tan icónica ya, formada por Francis Scott Fitzgerald y la escritora, bailarina y pintora Zelda Sayre, también amante de la bebida y las fiestas, que como su marido también proporcionará escenas suicidas: su hermano se da muerte en agosto de 1933 y ella, que sufre de esquizofrénica y es ingresada en psiquiátricos, intenta lanzar a un precipicio el coche en el que volvía a París tras actuar en Niza y Cannes, en octubre de 1929. Asimismo, en mayo de 1930, unas alucinaciones que la sorprenden justo al darse de alta de la clínica donde estaba tratándose la empujan a atentar contra su vida otra vez. Al fin, en la medianoche del 10 de marzo de 1948 se incendiará el hospital donde estaba ingresada, en Carolina del Norte, y su cuerpo calcinado sólo podrá ser reconocido gracias a una de sus zapatillas.
Borrachas sin glamur
Sin embargo, cuando hablamos de mujeres bebedoras, no hay nada apenas de glamur alrededor, como explicó Begoña Gómez Urzaiz en un artículo del 2019. Mencionaba esta a Jean Rhys, Patricia Highsmith o Marguerite Duras, que “no llevan consigo el aura de malditismo canallita que sí se les concede a ellos”. Pero, en cambio, hay autoras como Mary Karr que hablan sin tapujos de su propio alcoholismo (ella en Iluminada), así como Leslie Jamison, que publicó The recovering, an intoxicaton and its aftermath sobre su propio proceso de desintoxicación. La periodista entonces citaba a Elizabeth Bishop, que bebía colonia cuando se le acababa el licor, Anne Sexton, Maya Angelou o Shirley Jackson. “Su adicción, por lo general, no tuvo nada de romántico en vida y a nadie se le ha ocurrido adornarla después de muertas, quizá con una única excepción, la de Dorothy Parker, a la que sí se suele retratar con un martini en una mano y un cigarro con boquilla en la otra”.
Y de hecho, “cuando una mujer bebe”, como escribió Duras en La vida material, “es como si bebiera un animal o un niño. El alcoholismo es escandaloso en una mujer y una mujer alcohólica es un asunto raro y serio. Es un insulto a lo divino de nuestra naturaleza”. Asimismo, en otro artículo del 2020, Gómez Urzaiz se hacía eco de la obra de Jamison La huella de los días, en que contaba cómo iba a invertir “casi todos los minutos de su día en pensar cuándo va a volver a consumir, qué consumirá, de dónde lo sacará, consumiendo, arrepintiéndose de haberlo hecho, disculpándose, averiguando cuándo y cómo volver a consumir”. En su caso, esta narradora norteamericana se hizo alcohólica mientras escribía su primera novela, titulada El armario de la ginebra, y empezaba el día a las seis de la mañana pensando obsesivamente en beber.
Dice la articulista que en el caso de Karr y Jamison había de por medio parejas pacientes y comprensibles, pero hay otros casos justo en sentido contrario, que animan al consumo. En 1968 Lynne, la esposa del inglés de 51 años Anthony Burgess, muere de cirrosis en el hospital Ealing de Londres, el 20 de marzo. En su autobiografía, You’ve had your time, el propio narrador se culpa por haberla introducido en la bebida: «Siempre la había instado a que bebiese según mi ritmo, copa por copa, sin tener en cuenta que el hígado de las mujeres no es el de los hombres. Al principio de conocernos, Lynne odiaba los pubs; yo le enseñé a amarlos». Burgess presenció sus intentos suicidas: en Malaya, y después de discutir por teléfono con su hermana acerca de su madre moribunda, Lynne tragaría más de treinta barbitúricos dentro del cuarto de baño, salvando la vida en un hospital de Hastings gracias a un lavado de estómago. Poco después, tras una mañana bebiendo sin parar, volvería a ingerir barbitúricos, aunque esta vez el escritor se encargaría de hacerla vomitar. «El suicidio de una esposa pregona con enorme eficacia la brutalidad del marido», dijo al respecto.
Toni Montesinos
La joven editorial Tránsito publica una novela de Natalia Carrero que va en la línea de captar las consecuencias de una situación marcada por el alcohol. Se titula Otra y en ella vemos a una mujer que escribe a su hermano. Recuerda cómo cuando eran niños «un manotazo gigante» acabó con sus sueños; fue ahí cuando ella comenzó a beber hasta la adicción. Le presenta a Mónica, la protagonista de su novela, en cuyas Memorias de una buena borracha la vemos ejercer cuidados, criar, emitir facturas convencida de que el éxito está en producir. Pero sobre todo la vemos beber. La autora escribe con sentido del humor y mirada incisiva sobre los estigmas y el mundo como enfermedad; sobre el trabajo y la precarización; sobre qué significa ser una mujer contemporánea que bebe en casa o a escondidas, cualquier día. ¿Se trata de una pulsión, de una disfuncionalidad?, nos viene a plantear.
Nacida en Barcelona en 1970, Natalia Carrrero ha publicado las novelas Soy una caja (2008), ganadora del premio Nuevo talento Fnac, y Una habitación impropia (2011), las dos en Caballo de Troya, además de Yo misma, supongo (Rata Books, 2016).
Natalia Carrero
Tránsito, 132 pp., 16,90 €