Otoño. Estreno en otoño de 2021. Así rezaba en algunas webs. Era la fecha estimada para el lanzamiento del documental titulado Comuneros de Pablo García Sanz. Sin entrar en la contradicción que supone estrenar en la época más nostálgica del año (y que recuerda a la huella homónima de Huizinga y su El otoño de la Edad Media), hay algo más detrás de esta puesta de largo. Al cierre del citado año, aún no se había producido el esperado debut. Salvo un prometedor adelanto, nada más se sabía del film. Ese año se cumplía el quinientos aniversario de la derrota comunera en Villalar. Ha habido meses para estrenar (y ocasiones), pero puede que esta película llegue tarde a la efeméride que pretende homenajear. Quizá esos esfuerzos se pierdan como las ansias castellanas por construir otro reino, o como lágrimas en la lluvia. En cualquier caso, somos habituales en hacer esperar a nuestra propia historia, miseria achacable a cualquier latitud. Finalmente, la película se estrenó en los primeros compases del 2022. Llegar un poco tarde es también algo muy hispano. Por cierto, el documental de marras promete.
Los ecos de los tambores comuneros que resonaron el año pasado no han podido llenar un vacío muy concreto. Por otra parte, es justo reconocer que el mundo académico, las publicaciones divulgativas, los historiadores de pajarita y los escritores de americana deportiva dieron el do de pecho. Aún así, lo que se celebraba no deja de ser el estruendo de un vacío. Prácticamente no existen producciones fílmicas que recojan los avatares de las Comunidades y las Germanías. Esto ha sido y es un silencio a gritos. Lo que la historiografía enseñorea como pendón, el audiovisual lo margina a sabiendas.
Sólo hay un celuloide al respecto, La leona de Castilla (1951). Fresco histórico de cartón piedra capitaneado por un clásico como Juan de Orduña. Las buenas intenciones, los tiempos y las perspectivas no pueden esconder un retazo un tanto burdo de los comuneros. Una de su virtudes descansa en la réplica en movimiento del cuadro de la famosa ejecución de Antonio Gisbert, pero a partir de ahí, nos perdemos en los veleidades honorables de una María Pacheco excesivamente pasional. Una viuda atribulada que mantiene Toledo en liza más por el desgarro de la pérdida del marido que por un ideal político, aunque se matiza su posición a lo largo del metraje. Hay concesiones graciosas a la idea de nobleza, pero sobre todo hay confusión. Desde la voz en off inicial se adivina un tono ambiguo. Castilla, identificada en los años del franquismo de manera interesado con la cuna de España, no puede admitir la rebelión en su seno («Es una historia triste, como todas las que forjó la rebeldía», nos dice el narrador). Sin embargo, se ve a los comuneros con esa simpatía incomoda del que se subleva defendiendo lo autóctono frente a lo extranjero. Algo de eso había, pero el retrato intencionado es de brocha gorda. Así urgía en aquellos años. Nada más hay en nuestro audiovisual, al menos directamente, sobre el tema. Algo de soslayo, algunas referencias y listo. El vacío es un mal lugar para estos hechos. Dice mucho más de nosotros y de cómo construimos el relato ─elegir asuntos también es Historia─, que de aquellos tiempos.
Por otro lado, la literatura sobre el particular ha sido homérica, por decirlo con John Ford, más si cabe para conmemorar los fastos del medio milenio desde la sublevación y debacle comunera. Aquí destacan, de entre la literatura producida durante este aniversario, un ensayo y una novela. Esta última es Castellano, de Lorenzo Silva, que se ha marcado un Carrère identitario y un análisis ajustado de esta difícilmente ponderable gesta interior. El otro es el ensayo de una fuerza diegética torrencial Comuneros, el rayo y la semilla (1520-1521), de Miguel Martínez, publicado por la asturiana y preciosista casa editorial Hoja de lata.
El maestro Gutiérrez Nieto, profesor de varias generaciones de historiadores en la UCM, fue uno de los máximos especialistas sobre el fenómeno de la rebeldía castellana en los albores del reinado de Carlos V. Sus explicaciones docentes no eran del todo claras, doy fe, pero como investigador no tenía precio, mala práctica muy extendida en nuestra Academia. Martínez, por su parte, es docente en Chicago. Entendemos que será un buen orador (los anglosajones no perdonan lo contrario), pero lo que aseguramos sin duda alguna es que sus textos hablan por él. Su Rayo y la semilla está forjado en la fragua de un escritor río, al que nos gustaría descubrir como novelista, pero también de un estudioso y divulgador versátil.
Martínez escribe como los ángeles, pero la forma sin fondo es un motor gripado. El autor se atreve, a veces con la fuerza poética de los versos de Gamoneda o de Machado, a esbozar una visión particular y justificada de la rebelión castellana. Rompe así los cánones y se lanza, por ejemplo, a comparar al Obispo Acuña con «un Lenin togado, un Trotski del Renacimiento». Igualmente dibuja con brío y tino el paisaje del momento. Explica magníficamente bien el régimen señorial, base del conflicto y eje vertebrador de aquella sociedad. Los modernistas estamos de enhorabuena. Esta obra es un filón: recorre la tradición de las Hermandades (sociedades nacidas para defender a los campesinos de los abusos del señor), investiga sobre la conciencia del rebelde o la potencia de la memoria oral. Su obra recorre los lugares, los personajes y las acciones principales desde una perspectiva propia y muy documentada. Reflexiona, además, sobre el poder transformador de la tradición. Tema clave, pues Padilla, Bravo y Maldonado, y todos los que los siguieron, se remitían a ella para legitimar sus acciones. El esquilmar las tierras de Castilla por los consejeros del monarca Habsburgo, los excesos frente a la práctica natural de los reyes en estos predios, y la salida de Carlos para recibir el título imperial fueron demasiado. Los motivos y las cuitas se entienden a través de estas letras como nunca.
Sin embargo, no todo son consensos. Martínez se deja de remilgos y entra a saco en la polémica procedencia social de los rebeldes. Tradicionalmente se ha dicho, y no hay demasiada duda, que los cabecillas eran bajos nobles, por lo que el movimiento no debería ser considerado anti nobiliario (o sí). Martínez lo sabe y lo explica, pero despliega un contundente argumentario en dos direcciones. Una es la de dotar de protagonismo a esa masa rebelde que sustenta la base de los movimientos. Cambiar la perspectiva es mover el mundo. Dar voz a los que no la tienen, abriendo los cajones de la Historia, es un valor en sí mismo. La otra es apuntar que, además de las motivaciones citadas, hay una sed de libertad, un aire antimonárquico y un anhelo de la cosa pública, esto es, de un modelo republicano en el movimiento. Colegir las dos primeras ideas es muy elocuente, pero en la última nace la controversia pues, aunque pudo haber pretensiones varias en el alzamiento, se dieron sobre todo de filiación monárquica muy críticas con el César. En cualquier caso, es complejo desentrañar las aspiraciones últimas que anidan en cualquier protesta, máxime aún si se mueven en el futurible del fracaso. Todo ello no es óbice para la efervescencia intelectual de la obra. Al contrario, es didáctica, amena, ideal para neófitos e iniciados. Estamos ante un artefacto, en definitiva, que invita al saber, la poética y la reflexión. Desde nuestro punto de vista, se trata de una pieza notabilísima en esta efeméride tan redonda.