Espero no ser el único lector de este mundo que está cansado hasta la extenuación de las sinopsis tramposas, las promesas de cubierta incumplidas o los reclamos hiperbólicos. Uno puede comprender que la misión de un editor es envolver el producto de la mejor manera, pero en un mundo ideal deberían existir ciertos límites a la hora de ofrecer ese entusiasmo editor.
No anunciar como «novela trepidante» aquella en la que el tiempo parece congelado y no ocurre casi nada. Ojo, eso no quiere decir que sea mala. En Gabriel Miró todo está fosilizado y encerrado en ámbar y es uno de los grandes narradores de nuestro siglo XX. Pero me frustra como lector que una sinopsis me venda velocidad y ritmo para encontrarme desde la primera página una novela de observación, en la que diez páginas son la recreación de un instante.
También convendría revisar las comparaciones con los clásicos. Aquello del «Faulkner de los Cárpatos», el «Umberto Eco ruso», el «Kafka chino», y así podríamos seguir haciendo una procesión infinita de mezclas de grandes plumas y países que serían como esas criaturas inexistentes de los bestiarios medievales: el basilisco, las arpías, el golem, el ictiocentauro, la mantícora.
No sería malo revisar —o al menos pensarlo bien antes de lanzarse a ello—otro de los reclamos habituales: las filiaciones literarias. Presentar a Bioy Casares como «el amigo de Borges» es reducirle, más que ayudar a su bien valioso legado. Y no digamos ya hablar de Sylvia Plath como «la mujer de Ted Hughes», cuando ella irradia bastante más luz. Yo presentaría a Anaïs Nin como la escritora que es, que puede gustarte o no, pero no pretendería venderla como tantas veces se ha hecho como la amante de Henry Miller.
Otro recurso a examinar es la noción de escándalo. Admitamos que en nuestra sociedad descreída y anestesiada, muy pocos textos pueden contener material que verdaderamente mueva las entrañas del lector y le lleve a considerar un libro escandaloso. Anunciar a estas alturas una edición de Madame Bovary o las obras de D.H. Lawrence como radicales y salvajes es mantener un concepto del erotismo y el adulterio sobrepasado y caduco. Habría que pensárselo mucho para poder afirmar que un texto, al entendimiento de un lector de 2022, es auténticamente desazonador o incómodo. Un solo capítulo de CSI puede tener una visión más cruda de la vida en sociedad que la mitad de las obras decimonónicas.
Las fajas de los libros son el territorio más desvergonzado que existe, pues hay una regla no escrita en el mundo de la edición que nos dice que lo que un editor jamás se atrevería a colocar en la sinopsis, por poco consistente, sí acabará en ese papelito que abraza el libro, tantas veces como un diablillo que siempre miente. Se podría hacer toda una antología con sus mensajes: «La sorpresa del año» (en un libro que se publica en el mes de enero), «El mejor heredero de Cervantes» (qué presión la del chico que se preste a esta publicidad), «La mejor narradora uruguaya de todos los tiempos» (qué pena me dan el resto, que hicieron lo que pudieron), «Incesante hilaridad» (como si existiera tal cosa), «La gran novela americana» (a otra novela americana), «Adictiva» (un adjetivo que nunca se me ocurriría emplear para un libro). Ponga usted el etcétera a este párrafo con cualquiera de las fajas de los libros que ha comprado recientemente.
Acabo el artículo como lo empezaba: uno puede entender que un editor debe esforzarse por vestir de gala todo lo que vende, pero también debe darse cuenta que forzar demasiado la máquina de la hipérbole puede hacer que el lector se canse de que esa colección o editorial le dé siempre gato por liebre y busque otros lugares en los que gastar su dinero.