Rafael Ruiz Pleguezuelos
De todas las amenazas que se ciernen en torno a la lectura y escritura de buenos libros —de las que, afortunadamente, hasta ahora siempre ha salido más fortalecido que derrotado—, una de las que más me preocupan es la de esta guerra contra el aburrimiento que las empresas tecnológicas han emprendido. El entretenimiento es una industria desde hace décadas, pero de un tiempo a esta parte la gente de Silicon Valley no quiere concedernos ni un minuto de la nada mental, que es más necesaria de lo que parece.
Cualquier persona que se dedique a tareas creativas sabe que algunas de las mejores ideas vienen cuando no estás pensando en ello. Aparecen de improviso cuando paseas, al fregar los platos, cuando conduces o caminas hasta el supermercado. La inspiración no toca al timbre cuando llega, y aparece en los momentos más insospechados para mostrarte su belleza. Pero tiene sus requerimientos, y uno de ellos es que tengamos nuestra mente en blanco, que estemos a otra cosa. Eso ocurre porque la fábrica de las ideas a menudo prefiere trabajar sin que seamos conscientes de ello.
Ya nadie aguarda su turno en una sala sin consultar su móvil, ni espera la llegada al autobús o tren sin entretenerse un ratito con el aparato de turno. Los auriculares inalámbricos nos mantienen estimulados cuando caminamos, cuando salimos a hacer deporte. Puedes mantener conversaciones con cualquier persona del mundo mientras te desplazas a tal o cual sitio. Pero es que a lo mejor a la salud de tu mente le conviene lo contrario. Estar solo. Detener todo estímulo exterior y mirar hacia dentro.
Creo además que hay una conexión poco explorada entre el aburrimiento y la creatividad. Los niños más creativos son, sin duda alguna, aquellos que han sido expuestos a dosis de aburrimiento mayor. Los chicos que han tenido que ingeniarse sus juegos, que han creado sus propios entretenimientos. Aniquilar lo espontáneo o lo personal cuando pequeños al final deriva en un adulto que difícilmente podrá crear algo desde la nada, que es precisamente en lo que consiste la profesión creativa. Quien trabaja con jóvenes sabe que sacarles del papel en blanco es un Everest para el que no están preparados en un mundo de copia/pega, plantillas y materiales previos infinitos. Pero es que para escribir un buen libro, forjar una gran escultura o pintar un cuadro sublime hay que encontrar ese cero mental y partir del vacío absoluto. El otro día me crucé con el anuncio de un artilugio (electrónico, claro) llamado Freewrite, que es en esencia una máquina que almacena lo escrito pero no puede conectarse a internet, ni ser usado más que para escribir. La publicidad de la marca insiste en que es una forma de llamar a tu inspiración evitando cualquier distracción. Ese aparato que venden por cientos de dólares no es más que una vuelta a lo que ha sido siempre el oficio de escritor: la lucha con el papel en blanco, el camino de concentración total que te lleva a la senda del texto.
Otro tanto ocurre con la lectura. Leer con calidad, degustando los matices del texto, necesita de una desconexión completa que no sé si estamos dispuestos a conceder en tiempos como los que vivimos. Decir adiós a los aparatos electrónicos mientras estoy en la superficie del papel, porque me debo a esa historia.
Quizá los grandes lectores del futuro sean aquellos valientes que sean capaces de dejar las pantallas para quedarse solamente con el papel. Ningún estímulo que no sea el que te ofrece esos signos en tinta que un escritor te ha regalado. Tal y como van las cosas, a esa gente rara que olvide la tormenta de señales que les amenaza y abracen el texto habrá que darles tratamiento de héroe mitológico.