Con el pretexto de la reciente publicación de una prolija, mastodóntica biografía de Philip Roth, revisamos la andadura de este autor multipremiado, de prestigio literario inmenso y controvertido en el terreno de su conducta con las mujeres.
Es más que probable que se trate del escritor con el mayor número de premios importantes recibidos en toda la historia. Desde que en 1960 se le diera el Nacional del Libro estadounidense por su debut, la colección de relatos Goodbye, Columbus, hasta la obtención del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, la carrera de Philip Roth (Newark, Nueva Jersey, 19 de marzo de 1933-Nueva York, 22 de mayo de 2018) está enmarcada por un éxito clamoroso de público y crítica como la de ningún otro autor norteamericano de las últimas seis décadas. La adoración por la narrativa de Roth es casi unánime, continua, sin fisuras, y se refleja en esos galardones que ha ganado en tantas ocasiones (National Book Award, National Book Critics Circle Award, Medalla de Oro de Ficción, Mejor Libro del Año dos veces…) que sólo se le puede equiparar a compatriotas insignes en eso de acaparar condecoraciones artísticas como William Faulkner o su amigo Saul Bellow. Hasta desde el campo político fue agasajado al tener el honor de recibir, en 1988, la Medalla Nacional de las Artes en la Casa Blanca, así como en el mismo sitio, en el 2011, la Medalla Nacional de Humanidades.
Bellow, precisamente —premio Nobel muy pronto, en 1976, y muerto en 2005— sería uno de sus grandes admiradores. En una carta de 1982, se autodefinió como «estadounidense, judío, novelista», lo que también podría valer para Roth, al que había conocido de joven en Chicago y al que enseguida dijo que era «muy bueno». Se referiría a los textos que integrarían aquel primer libro suyo donde se daban cita el humor, el judaísmo y la introspección psicológica. Roth seguiría en esa senda con El mal de Portnoy a finales de los años sesenta —historia que contaba el obsesivo pensamiento sexual de su protagonista, marcado por una madre represiva y judía, mediante un monólogo a su psiquiatra—, y sobre todo con obras en las que el autor se desdoblaba en su personaje estrella, Zuckermann, que llegó a su cenit en los años noventa con la «trilogía americana» compuesta por las novelas Pastoral americana, ganadora del Pulitzer, Me casé con un comunista y La mancha humana, de intenso trasfondo político, en torno a la época del presidente McCarthy, y hasta abordando asuntos relacionados con el terrorismo.
Los Estados Unidos vistos desde el béisbol
Pues bien, en un momento dado fue otro tipo de «americanización» la que se nos propuso, inédita pese a que la mayoría de sus libros están volcados al español: David Paradela Lópezfirmó la traducción de La gran novela americana (Contra, 2015), y destacar al responsable es relevante por cuanto el lector hallaba el Roth más experimental con el idioma, el que juega con las palabras a partir de la costumbre de un personaje de hablar o escribir usando aliteraciones o a partir de la singularidad semántica de ciertos nombres propios. De hecho, la novela tiene un inicio asombroso, a lo Moby Dick, pues se lee: «Llamadme Smitty», personaje que se lanza a pronunciar una retahíla de términos empezados por la letra «b», y luego «c» y «r»; por algo se llama Word (palabra en inglés) Smith, un aficionado para el que la historia del béisbol —la Liga Americana, la Liga Nacional de Béisbol y la Liga Patriota— no tiene secreto alguno y que ha sido compañero de pesca de Ernest Hemingway.
Ese tal Smith dice haber sido miembro de la Asociación de Cronistas de Béisbol hasta 1946, y presume de haber estado en seis ocasiones en las votaciones para el Salón de la Fama de este deporte (Roth decía haber acudido a la biblioteca de esta institución en busca de datos que literaturizar), aunque luego sería difamado y encarcelado. Al poco de confesar tal cosa, aparece en un flashback el autor de El viejo y el mar, bravucón y provocador, que en 1936 le preguntaba a su amigo en las aguas de Florida: «¿Sabes quién es el malparido que va a escribir la Gran Novela Americana?». Y al poco de afirmar que sería el propio Smitty, espetaba: «¿No es eso lo que pensáis los cronistas deportivos? ¿Que un día os encerraréis en una cabaña y escribiréis la GNA?». Roth convierte esa búsqueda utópica dentro de la tradición literaria estadounidense en carne sarcástica sobre un desafío que tiene mucho de vanidad: el de ser capaz de captar en una obra la esencia de los Estados Unidos. Desafío que a cada poco surge en los planes de ciertos autores y que en La gran novela americana sirve de tema conductor guasón. De tal modo que Moby Dick de Herman Melville, Huckleberry Finn de Mark Twain, La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne son oportunidad para la chanza de Hemingway, y con ello Roth practicaba el humorismo que le hizo tan característico en torno a la sociedad yanqui.
El narrador se las compone para vincular estas obras maestras de la literatura con la liga de béisbol, de la que se proporciona un gran número de anécdotas, estadísticas y comentarios de jugadores, en un alarde retórico en el que el lector recibe una sorpresa tras otra, y el texto se va politizando hasta que se ejecute la expulsión de supuestos beisbolistas próximos al Partido Comunista ante el Comité de Actividades Antiamericanas. La crítica sociopolítica se hace clarividente al compás de asociaciones en defensa del americanismo y a lo largo de peripecias a cual más desconcertante, como las andanzas del pícher Gil Gamesh —expulsado de la Liga por vulnerar la ley— por la Rusia soviética, las acciones del enano Bob Yamm, «bateador emergente», o las maniobras contundentes del general Oakhart, «soldado, patriota y presidente de la Liga».
Así, Roth en realidad escribe en La gran novela americana la gran novela americana tomando como base el juego más enraizado en la cotidianidad gringa —la imagen de un padre y su hijo lanzándose una bola de béisbol, al fin y al cabo, está en la médula de la educación familiar y escolar en los Estados Unidos—, así como expandiendo asuntos polémicos que alcanzan un frenesí verbal por medio del viejo Smitty. Este, desde un asilo neoyorquino, en 1973, tendrá la ocurrencia de escribirle al presidente Mao Zedong para, después de compararse con el narrador que describió las atrocidades del gulag, Alexandr Solzhenitsin, señalado como enemigo del pueblo desde el gobierno de Moscú, le proponga publicar en China, ya que en Norteamérica no puede, su obra La gran novela americana. Es la definitiva burla a ese empeño literario que tanto juego ha dado, también desde perspectivas periodísticas y de marketing editorial: un viejo ninguneado que presume de haber escrito, como diría el Hemingway de ficción aquí, la GNA. Y es que, quien más quien menos ha reflexionado sobre ello; no en balde, el propio Roth abre el libro con una cita muy ingeniosa de Frank Norris (autor del tercer tercio del siglo XIX), extraída de su ensayo Las responsabilidades del novelista: «La Gran Novela Americana no es algo extinto como el dinosaurio, sino mítico como el hipogrifo». Y como mito, siempre existirá en la imaginación y nunca se hará realidad.
Los traumas con las mujeres
En el 2012, Roth se disculpaba por no poder asistir a la ceremonia de entrega de los premios Príncipe de Asturias, aduciendo una operación de columna vertebral. En su nota —que leyó el embajador americano en España—, el escritor se sorprendía de que otro país se fijara de tal manera en su obra al considerar que la suya era fundamentalmente una narrativa de raigambre norteamericana: «La historia de los Estados Unidos, las vidas estadounidenses, la sociedad estadounidense, los lugares estadounidenses, los dilemas estadounidenses —la confusión, las expectativas, el desconcierto y la angustia estadounidenses— constituyen mi temática», decía. Más adelante, toda esa andadura que acabó con la novela Némesis (2009), con la que se retiró, tuvo en el libro Roth desencadenado (Literatura Random House, 2016; traducción de Inga Pellisa), de Claudia Roth Pierpont, un gran estudio de vida y obra, íntimamente relacionadas.