Coinciden dos novedades sobre Maria Callas: una de corte narrativo y otra que aglutina su correspondencia, y que generó un espectáculo protagonizado, en francés, por Monica Bellucci.
En innumerables auditorios de medio mundo —por medio de recitales u óperas—, o en las emisoras de música clásica, ciertas voces femeninas del bel canto despiertan pasiones y agotan localidades allá donde acuden a dar el do de pecho. Angela Gheorghiu, «una excelente soprano rumana, bella y delicada, insegura y caprichosa»; Anna Netrebko, «trabajadora incansable, extraordinaria cantante y equivalente actriz»; Renée Fleming, «niña mimada del Metropolitan, donde canta cuando quiere y lo que quiere». O la italiana Cecilia Bartoli, o la francesa Natalie Dessay, o la checa Edita Gruberova…
Grandes cantantes que han obtenido fama internacional y prestigio artístico, pero ¿que se podrían calificar como divas? ¿Qué es tal cosa hoy en la actualidad? «¿“Divas” en el sentido literal de la palabra, o sea, diosas moviéndose en un espacio ideal vetado para el resto de sus mortales contemporáneos?», se pregunta Fernando Fraga, tras describir de esa concisa manera a unas cuantas aspirantes al Olimpo del divismo. Lo hizo en Simplemente divas. El arte operístico de Isabel de Médici a Maria Callas (Fórcola), tan lleno de anécdotas —que no tienen desperdicio alguno por su amenidad y hasta toques de humor— como de la más rigurosa erudición cultural.
Hasta llegar a la famosa soprano griega, el lector podía conocer casos de celos, envidias, escarceos amorosos y hasta violencia: el de las haendelianas Francesca Cuzzoni y Faustina Bordoni, que en una representación en 1727 llegaron a enzarzarse en una pelea; el de la agria rivalidad de la portuguesa Luiza Todi y la italiana Brigida Banti-Giorgi, preferida de la duquesa de Alba; el de las hermanas Weber, familiares de Mozart; el de la soprano-mezzosoprano-contralto Angelica Catalani, «la voz más hermosa de la historia»; el de la mujer que encandiló a Napoleón, la bella Giuseppina Grassini; el de Isabel Colbran, musa de Rossini, para la que compuso grandes papeles e impulsó hasta convertirse en la mejor de su época; el de la diva donizettiana Giuseppina Ronzi, que se intercambiaría puñetazos y tirones de pelo con Anna del Sere en la obra María Estuardo; el de la francesa Rosine Stoltz, una mujer malcriada e intrigante que se casó cuatro veces; el de la amante, y luego esposa de Verdi, Giuseppina Strepponi…
El do de pecho del divismo
Todos estos nombres, por prestigiosos que fueran en su momento, quedarían eclipsados para el gran público con la irrupción de Maria Callas, que, como explica Fraga, «tuvo su acérrima rival en Renata Tebaldi, una contienda profesional comenzada en los inicios de la carrera de las dos sopranos cuando ambas formaban parte de una compañía de ópera italiana en una gira en Brasil. La competencia favoreció a las dos cantantes dándoles publicidad». La Callas, ciertamente, traspasaría el ambiente operístico para «interesar al resto de la humanidad normalmente preocupado por otro tipo de acontecimientos vitales: lo logró, primero como profesional de la música, luego por su biografía privada». Los dos elementos que configurarían el perfil de la diva arquetípica. En Callas, además enfatizado por una muerte inesperada, en 1977, a los cincuenta y tres años.
Era el inicio de su leyenda, en paralelo a unos episodios tormentosos y hasta truculentos: enseguida surgirían conflictos a la hora de repartir su herencia, que se disputaron su madre, su hermana Jackie e incluso su ex marido Meneghini; pero lo peor vendría con «la problemática incineración de su cuerpo, realizada antes del tiempo legalmente prescrito para ello, algo que parecía contradecir las ideas religiosas de la diva», afirma el autor. A lo que se añadiría más tarde la desaparición de la urna con sus cenizas, que descansaban en un nicho del cementerio parisino del Père-Lachaise.
La urna aparecería misteriosamente en una cuneta, y al final los restos de la diva entre las divas acabarían en el mar griego en un acto institucional; si bien el musicólogo —que desde 1980 se dedicó al mundo de la música clásica como crítico en la materia, escritor y conferenciante, interviniendo en programas de Radio Clásica de Radio Nacional de España— se hace «esta terrible pregunta: ¿eran aquéllas realmente las cenizas de la Callas? Más leña al fuego de la leyenda».
Con motivo de la publicación de Divas, en su momento el que aquí escribe entrevistó a Fraga, y una de las preguntas era la siguiente: «Simplemente divas, pero esta palabra ¿tiene alguna procedencia semántica particular y cuándo aparece?» Y Fraga contestaba esto: «Viene del italiano: diosa. Se supone que fue Arthur Pougin quien la utilizó por vez primera en un diccionario del teatro y la música en 1885, retomando un concepto del diccionario Larousse de dos décadas atrás».
Autobiografía inconclusa
Realmente, cuando uno piensa en una diva operística, el primer nombre que le viene a la cabeza es Maria Callas. Pero ¿qué hizo de ella alguien tan especial?, inquiría yo. «Fue una cantante extraordinaria, por la voz y su personalidad artística –contestaba Fraga–. Revolucionó el mundo de la ópera, entonces ahogada en una letárgica rutina, cambiando por completo sus costumbres. Aunque tuvo aspectos negativos: si bien logró que grandes nombres de teatro y cine, en busca del espectáculo completo, pasaran a dirigir óperas (especialmente Visconti), abrió el camino a una panda de impresentables cuyos horrorosos montajes nos vemos hoy machaconamente torturados».
Esa atracción hacia la diva ha despertado muchas relaciones de musa-creador, o vínculos a la manera de Pigmalión. La historia está llena de ejemplos de compositores que han escrito sus obras pensando en cantantes determinadas, dado que si la ópera la estrenaba una cantante famosa las oportunidades de triunfar se multiplicaban, refiere el autor. En este sentido, según él, el caso del Pigmalión más reciente, entre director y cantante, es el de justamente Tullio Serafin y Callas. «Esta, pese a su profesionalidad, inteligencia e instinto musicales, prefería cantar un papel por vez primera preparándolo antes con él».
Pues bien, mucho de todo lo que apuntamos se puede conocer gracias al libro Cartas y memorias, en edición de Tom Volf, el gran especialista en la diva greco-estadounidense, a la que ha consagrado varios libros y un documental (Maria by Callas, 2017). Además, es asimismo fundador y presidente de la Fundación Maria Callas, que vela por el legado artístico y personal de la cantante y que, próximamente, abrirá un museo en París. De modo que estamos ante un experto extraordinario que, durante cinco años, viajó por el mundo entrevistándose con diferentes personalidades del entorno de Callas y reuniendo un valioso material, hasta ahora inédito en español.
El resultado, es un una verdaderamente excepcional, que reúne las memorias inconclusas de la cantante y más de 350 cartas –redactadas a lo largo de tres décadas (1946-1977)–, en que se aprecia a Maria Anna Cecilia Sofia Kalogeropoulos en su plano más personal. Se puede conocer aquí ecos de su modesta infancia en Nueva York y los años de guerra en Atenas, desde su debut en la ópera hasta que llega a la cumbre de su arte, en medio de altibajos en el amor, con un primer matrimonio que acabó con problemas hasta su intensa pasión que la arrastró hacia el magnate Aristóteles Onassis. De tal manera que el libro nos brinda la imagen de una Callas lejos de su imagen de diva inaccesible. En realidad, fue una mujer de clase modesta nacida en Nueva York, en el seno de una familia de origen griego, pero cuya tenacidad y talento la llevó a un nivel musical prodigioso.
Cartas y memorias está además ilustrado por 46 imágenes, tras verse el libro editado también en italiano (Rizzoli) y francés (Albin Michel). Pero si ha habido algo que ha empujado este trabajo de Volf en España ha sido la obra teatral que él mismo llevó al escenario del Festival de Peralada (Gerona) del pasado mes de julio. Allí se presentó Maria callas. Lettres et mémoires, protagonizada por la actriz italiana Monica Bellucci, que iba recitando en francés una serie de fragmentos epistolares de la cantante, acompañada de una orquesta que tocaba algunas de las piezas de su repertorio más conocido.