© Antonio de Nebrija impartiendo una clase de gramática en presencia del mecenas Juan de Zúñiga, Introducciones Latinae, Biblioteca Nacional.
Juan Laborda Barceló
Eva Díaz es dueña de una producción libresca singular. En ella destacan el gusto por abrir cajones semi abandonados de la memoria, el amor por Clío y una ejecución netamente literaria de los textos. Alejada del inmovilismo que emana de ciertos ámbitos de la novela histórica, ha logrado huir de formalismos para construir frescos vivos del tiempo reflejado en sus ficciones. Su última novela es El sueño del gramático, una obra de calado sobre las luces y las sombras de una de las grandes figuras del humanismo español.
Convertir en novela la vida de un hombre ilustre de nuestro pasado, y además figura esencial de las letras hispanas, es un proyecto mastodóntico y arriesgado. Se corre el peligro de caer en el tedio, en el conservadurismo narrativo o en la autocomplacencia. Precisamente por eso, la elección y elaboración de este proyecto de hechuras literarias sobre Antonio de Nebrija ha obligado a la autora a asumir un buen número de riesgos. Decía Baudelaire que hay que ser sublime sin interrupción. Este imposible contumaz es algo que persiguen muchos con un ahínco tan cansino como insoportable, y que sufre el lector. Sin embargo, la creadora de esta pieza posee la fórmula secreta, mitad sentido común, mitad intuición literaria, para enseñar, poetizar, entretener y construir un relato que recuerda a los clásicos, pero con aromas modernos. Es decir, sin empalagar con un supuesto aire de constante genialidad. Y, para ello, viaja hasta lo más íntimo de la historia.
La narración es clásica, puesto que la hija del gramático nos va desgranando sucesos de la vida del estudioso desde la senectud de este. A la par, se van alternando otra serie de capítulos con los que avanzamos cronológicamente en la vida de Nebrija. No obstante, la modernidad se instala en una prosa equilibrada y, sobre todo, en la elección de los temas. La erudición, si se destila en dosis justas e irregulares, empasta a la perfección con el discurso de una existencia. Más aún si esta transcurre a caballo entre el siglo XV y el XVI. Nebrija fue un testigo (y actor) de excepción del renacimiento español. Lo cierto es que observamos, decantado entre los renglones de cada página, un conocimiento pimpante de la edad moderna. Así, aprehendemos al leer los rasgos netamente violentos de aquella sociedad, la fuerza terrorífica de las epidemias de peste, la percepción del tiempo y del horizonte (a través de los vaivenes, por ejemplo, del protagonista por diversas ciudades españolas), el avance que supuso la creación de universidades en nuestro solar patrio, los famosos Estudio, o los contextos inestables de aquellos años finales del mil cuatrocientos. De hecho, de entre los aciertos de la novela, me quiero quedar con las impresiones sobre los rasgos de mentalidad de Isabel la Católica en diversos momentos de su reinado. Con muy poco se puede decir mucho y Eva Díez lo hace.
Por otro lado, una vida sin querellas, sin enemigos que, como diría algún dramaturgo, midan nuestro buen o mal hacer, es insulsa. Así, el joven estudiante de palabras, tras recorrer las efervescentes tierras italianas, recalará en Salamanca para entablar el que quizá sea el combate intelectual que marque su carrera. Estamos ante la crítica a aquellos catedráticos que barbarizaban al introducir palabras hispanas en sus clases en latín. Es decir, Nebrija buscó la excelencia en la que era por definición la vía propia del saber académico. Es más, se esforzó por concienciar sobre el uso de la lengua, en tanto en cuanto es elemento vehicular del discurso y pieza imprescindible en la comunicación. Por ello, toca a todos y cada uno de los saberes. Este planteamiento es de una actualidad rabiosa y desconcertante, pues la división actual y artificiosa entre letras y ciencias ha hecho mucho daño en este sentido. ¿Importa la ortografía o la redacción en un examen de Matemáticas o de Medicina? Es evidente que sí, pero Nebrija ya lo afirmó hace quinientos años. Hoy no todo el mundo comulga con esta tesis. Es más, el sabio nacido en Lebrija era consciente de que en ese vacío del saber se escondían errores por malas traducciones, interpretaciones erróneas de carácter técnico y hasta absurdos mayúsculos por el capricho de la lengua. Conocer el latín, la etimología y el sentido de las palabras, era, ni más ni menos, que cuidar la disciplina correspondiente de cada cual. La lengua lo es todo. Aquello que no se nombra no existe.
Ahora bien, Nebrija es contradictorio como cualquier intelectual que se precie. Y, por eso, además de amar los latines, se recreó con celo y rigor en la elaboración de la primera gramática de la lengua española publicada en 1492. Un idioma es hijo natural del otro. No hay nada más enriquecedor que un autor navegando entre dos aguas, más aún si se trata de las dos caras de una misma moneda.
Las pretensiones del erudito, tras una vida de estudio a sus espaldas, se toparon con la Iglesia. Con ella tuvo sus más y sus menos, como también le ocurriera a uno de sus maestros, Pedro Martínez de Osma, crítico con las famosas indulgencias. No obstante, Cisneros, figura clave en el ámbito político, religioso y cultural vino al rescate. La Biblia políglota y el desarrollo de la Universidad de Alcalá de Henares, último refugio del sabio andaluz, fueron algunas de las herencias incalculables que el Cardenal dejó para los tiempos venideros.
Otro elemento diferenciador de la novela, y característico de la autora, es el papel que las mujeres juegan en la historia que se narra, y en el pasado en general. Vivimos un tiempo hermoso de recuperación de figuras olvidadas del pasado y así, Eva Díaz habla sobre las mujeres sabias que en aquellos años se dieron. Y entre unas y otros centra el discurso en Francisca, una de las hijas de Nebrija, que heredó el gusto paterno por el estudio y el saber. Son las famosas puellae doctae, las niñas sabias. Igualmente, se recoge en la novela el caso de aquellas mujeres que tenían que travestirse para completar sus estudios en diversas materias, asunto fascinante este. Por no citar la importancia del ámbito doméstico o del retiro conventual dentro del rol de la mujer en la edad moderna. Hay un inmenso patrimonio cultural que nos pertenece a todos y que ha quedado relegado a un segundo plano a lo largo de la historia. Serán obras como esta las que con un planteamiento y protagonismo de determinados sectores femeninos pongan su grano de arena para recuperar a estas figuras.
El sueño del gramático nos ofrece, además, un regalo postrero. Al final de la novela encontramos unas jugosísimas confesiones de la autora en las que desgrana el proceso intuitivo e intelectual para construir esta obra. Muy al gusto de Jules Renard, aquel que decía que en la ficción siempre hay mucho de verdad, la autora desgrana cómo ha navegado por los agujeros dudosos de la historia, cuánto ha fabulado y de dónde ha bebido. Del estudio a la epifanía, podríamos llamar a este aparado tan especial. No hay mayor regalo que desvelar una parte del misterio de la creación. En cualquier caso, lo que consigue plenamente es ser fiel al espíritu de la época a través de la ficción. No es poco.