Hace tiempo dejé escrito, y luego lo tatuaron frente a un paso de cebra del extrarradio de Madrid, que la memoria es el único lugar del que no hay exilio posible. Este verano invencible de Alejandro Pedregosa parece beber de algún lugar cercano al espíritu de ese verso.
Y ya que hablamos de memoria, es muy difícil despegarnos de la infancia y de la pubertad, esas patrias que atesoramos en la pleura y que son el marco estacional de este libro. Todos, sin caer en la nebulosa de la nostalgia, o derramándonos en ella, abrigamos hitos sentimentales y formativos que son parte de nuestra geografía secreta. Por eso, esta novela puede leerse como un canto generacional. Son los trámites del despertar a la vida en un marco más o menos acotado. Sin embargo, cualquiera puede verse reflejado en ella.
Hay películas, libros, obras de arte en general, y sobre todo experiencias, que permanecen en nosotros alumbradas siempre por la luz del recuerdo. Es aquella cursilería de que se quedan a vivir en nosotros. No obstante, ese lugar común -metáfora lexicalizada de nuestros días- significa que el relato en cuestión se ha enseñoreado en el ánimo y se niega a ser desterrado. Es un ocupa de las emociones. Así son las mieles (o las hieles) de lo vivido, máxime cuando median los descubrimientos y el nacer a la edad adulta. Así, Pedregosa, poeta y narrador al que se le nota la síntesis orgánica e inseparable de ambas distancias literarias, plantea en esta novela el trayecto sentimental de un muchacho que podría ser él mismo, pero que a la vez no lo es. Tanto da. Lo observamos en las cuitas, pasiones y estrategias fundacionales que se narran a través de los ojos del chaval protagonista. Abracan desde un duelo bajo el sol y sobre la arena de la playa hasta las pulsiones del bajo vientre, sin dejar de atender a la familia, ese material inflamable, tan fértil como infinito. Los misterios parentales se convierten aquí, además, en un leve hilo de suspense del que el autor por su pasado literario no se puede abstraer. Su voz construye en el texto la incertidumbre ilusionante del que se abre a la vida. Hay, no obstante, entreverada una segunda voz, la del escritor que luego será. Ambas se mezclan inevitablemente, como un azucarillo en el agua.
Moragas, macocas, yonquis y una mercería, podría ser el título de una película del cine quinqui de los ochenta. Sin embargo, es el camino lírico y punzante del autor para desbrozar los lindes sociales propios en un ejercicio extrapolable a cualquiera que decida mirar dentro de sí. En este sentido, la inmensa mayoría de las situaciones que cuenta el muchacho protagónico nos sonarán, pues nadie es ajeno a la melancolía del amor adolescente o al mordisco del desamparo en la madrugada. Si alguna vez han sentido algo de eso, si están hechos de carne doliente, adoptarán como propias las vivencias de este chaval. Cambiarán las latitudes, los acentos, las décadas o las modas, pero los temas reflejados con sensibilidad y canallería en estas páginas son universales. Todos hemos habitado en ellos.
Una ciudad en la costa, un balón y una pandilla no son malos mimbres para hacerse adulto. Las herencias quizá se las lleve el viento, pero la emoción de sentirse atrapado en un relato que nos retrata no sucede todos los días. Es más, Pedregosa logra destilar mucha verdad, de esa que no se puede alcanzar, pues se desvanece al rozarla, pero aprieta en las tripas igualmente. Esta obra cumple la máxima del gran Jules Renard, aquella de que quizá cuando se miente (o ficciona) resulta más sencillo decir la verdad. No se lo pierdan.
Juan Laborda Barceló
SIEMPRE ES VERANO
Alejandro Pedregosa
Sonámbulos Ediciones, 166 pp., 16 €