Texto: Carlos Luria
© Laura Pribluda
Desde que en el siglo XIII Marco Polo hizo algunas referencias a cierta isla vecina de China, y que él llamó Cipango, Japón no ha dejado de atraer el interés de los escritores occidentales. El último de ellos en sentirse fascinado por la cultura nipona es Daniel Guebel (Buenos Aires, 1956), que acaba de publicar en Random House la ambiciosa novela Un crimen japonés. Con medio centenar de novelas, obras de teatro y cuentos a sus espaldas, Guebel es uno de los narradores latinoamericanos más reconocidos, y su obra ha obtenido, entre otros, el Premio Nacional de Narrativa o el Premio de la Crítica de la Feria del Libro de Buenos Aires.
En Un crimen japonés, Guebel se sitúa en el convulso Japón del siglo XIV para narrar las peripecias de Yutaka Tanaka, un joven que intenta encontrar al asesino de su padre, un poderoso señor feudal. A medio camino entre la novela histórica y la policíaca, esta historia profundiza asimismo en las tortuosas consecuencias de la venganza.
¿Qué le atrajo en un primer momento de Japón como para escribir esta compleja novela?
Japón me interesa por la distancia, por la cultura y por el modo en que los japoneses logran transmutar la violencia y el sexo en arte.
¿Cree que esa es la clave de la fascinación que Japón ha despertado tradicionalmente en Occidente?
No solo esa. Mirá, te voy a responder con una frase del extinto presidente Mao Tse Tung. El norteamericano Edgar Snow, que fue el primer periodista occidental en entrevistarle, le dijo: «Dígame una cosa, presidente Mao. ¿Usted qué opina de la Revolución Francesa?». Y Mao le respondió: «Sí, la Revolución Francesa… Pero es que han pasado solo dos siglos, es muy temprano para opinar». Cuando Japón y China eran civilizaciones, Occidente era un territorio de pura barbarie, ¿no? Tampoco quiero hablar mal de Occidente, no quiero que nadie piense que soy una especie de Fukuyama, pero… Fíjate, mi novela se iba a llamar «Shibari», que es una técnica japonesa muy elaborada, estética y sensual de atadura. El shibari es como un tránsito de la guerra a la lujuria. Eso es típico de la cultura japonesa, y es una de las cosas que más nos fascinan en Occidente. Como los samuráis. Los samuráis eran sujetos que cortaban cabezas y que luego convertían los restos del enemigo en un objeto artístico. Y que entre batalla y batalla escribían poemas y se iban a contemplar el florecimiento de los cerezos.
Un crimen japonés es una novela de casi quinientas páginas que describe con todo lujo de detalles la tremenda complejidad de la Edad Media japonesa. ¿Es verdad que, sin embargo, usted nunca ha estado en Japón?
Nunca.
Resulta difícil de creer.
Es cierto. Hace veinticinco años que no viajo más que de Argentina a España y volver. Jamás he estado en Japón.
En tal caso, habrá realizado una tarea de documentación colosal…
Sí. Pero bueno, Borges tenía la Enciclopedia Británica y la Biblioteca Nacional y yo tengo Internet y los libros que me voy encontrando por el camino. Y otras cosas. Obviamente, Akira Kurosawa. Soy de Kurosawa a morir. Sobre todo de Ran y de Kagemusha, la sombra del guerrero. Para mí Kagemusha fue central. Ese sujeto desposeído de todo que, finalmente, es el hombre más fiel del difunto… Magnífico. En todo caso, verás, no es tan difícil lo que he hecho, en el sentido que un novelista no tiene que decir la verdad, tiene que construir un verosímil. Porque, ¿cuál es la verdad? ¿Quién sabe cómo hablaba un japonés del siglo catorce? Ni los japoneses lo saben. Esto es como los que estudian griego en sus países y luego van a Grecia y nadie les entiende.
Usted ya dijo que cuando escribe necesita tener el perfume del asunto, no muchos datos.
Exacto, los datos van apareciendo a medida que hacen falta, pero el perfume es esencial. Por ejemplo, mi novela más compleja, El absoluto, es una novela sobre música. Yo no sé leer un pentagrama. Leí como doscientos libros de música, de los que ahora, por cierto, no recuerdo nada, no podría citar ni una sola frase. Pero de lo que sí me acuerdo es del argumento. Y te puedo decir que de ese libro sigue emanando un perfume. Un perfume, por cierto, que es más intenso ahora que cuando escribía la novela, porque cuando uno escribe no hace otra cosa que debatirse entre raptos de lucidez y raptos de ceguera.
Se ha dicho de usted que aunque los escenarios de sus novelas son variados, en realidad siempre habla de lo mismo: una voluntad que pretende una transformación y que, sin embargo, solo obtiene resultados catastróficos. ¿Es el caso de Un crimen japonés?
Sí. Sin duda.
Pero en esta novela dedica también especial atención a la venganza.
A un intento de venganza. La venganza es solo el macguffin, el motor inicial.
¿Es casual que el protagonista de su novela, Yutaka Tanaka, recuerde a Hamlet, ese personaje roto por la sed de venganza?
No, qué va. Ahí vamos, Hamlet fue uno de los primeros impulsos que me llevaron a escribir esta novela. Desde hace años para mí era insatisfactorio el modo en que Shakespeareresolvía el enigma del asesinato del padre de Hamlet. Me parecía hasta infantil. Montás una representación teatral y Claudio, que es el asesino, un criminal y un fratricida sin escrúpulos, palidece y se conturba y el príncipe Hamlet dice: «Ah, es el asesino». Bueno, me parece una tontería.
Bajo nuestro punto de vista, claro.
Claro, visto ahora, porque en términos de resolución escénica, para la Inglaterra de la época era una necesidad básica. Mirá, una vez un actor me dijo: «¿Sabés por qué Shakespeare ponía tanos asesinatos, decapitaciones, maldiciones, guerras, brujas y todo eso?». Yo no lo sabía. «¿Porque era un dramaturgo?», contesté. Y el actor me dijo: «Sí, pero es que además al lado del Teatro El Globo, del cual era el dueño, había peleas de osos. Y entonces Shakespeare tenía que combatir contra eso».
Además, no hay que olvidar que a lo largo de los siglos el relato de enigma ha evolucionado mucho…
Exactamente. Hay ciertas cosas que no podemos pedirle a Shakespeare. En cualquier caso, yo convertí mi disgusto con el desenlace de Hamlet en otra cosa. En mi novela, el protagonista también monta una representación teatral para ver si por medio del terror y el arrepentimiento descubre el rostro del asesino, pero no logra nada, nada, porque son japoneses, o sea, imperturbables y hieráticos. Así que claramente mi novela es una reescritura de Hamlet. Eso sí, mi Ofelia es mucho más fuerte que la Ofelia shakesperiana.
Da la impresión de que a pesar de que su novela puede ser leída como una historia policíaca, a usted en realidad no le interesa mucho quién es el asesino.
A ver, te confieso algo. Yo he leído un montón de novelas policiales. Y no solo nunca, jamás, he podido averiguar quién era el asesino, sino que además nunca me ha importado. Me interesó mucho más el prodigioso mecanismo de relojería que guía una buena historia policial. ¿A quién le importa quién mata? Solo a un policía de barrio. De forma que mi novela es un policial donde la resolución carece de importancia. Lo que importa es la proliferación de enigmas.
En su novela tiene un papel central la figura del samurái, ese guerrero que sigue fielmente un código de honor y que se contrapone a la figura del ninja…
Claro, porque el ninja es sórdido, secreto y oscuro. Un asesino eficaz y poco más. El samurái no. Y el ronin, que es el samurái sin amo, tampoco. Desde luego, me fascina esta figura. Es que, además, yo creo que actualmente no hay nadie que esté a la altura de esa representación arquetípica. Los gobernantes ahora tienden a ser muy brutos, ¿no? Ni códigos de honor ni nada. Yo veo las discusiones de los políticos y son peleas que recuerdan a la lucha libre mexicana, esa representación estentórea de resultados penosos. Mirá Donald Trump. Donald Trump es un luchador de sumo inepto.
En su novela hay pasajes muy duros. Por ejemplo, cuando una mujer decide meterse en un ataúd para someterse al sokushinbutsu, el proceso de consunción búdica parecido a una lenta muerte en vida: «El té de urushi iba laqueando sus órganos, encogiéndolos a fuerza de contracciones. Mitsuko se había doblado sobre sí y sus resecos órganos internos ya tenían el tamaño de los de un niño de tres años. La ración diaria de corteza de pino y raíces que le llegaban a través de la caña de bambú hueca eran tan infinitesimales que no alcanzaban a recorrer el intestino. Así, aunque permaneciera en el ataúd durante años, la enterrada viva no requeriría hoyo alguno para sus deposiciones».
Esto es información pura y dura, no inventé nada. El sokushinbutsu es terrible. En Japón estuvo permitido hasta fines del siglo XIX. Es más, poco después de publicar la novela leí que habían encontrado a un monje buda viviente que ya era un pedazo de cuero seco, pero que decían que estaba vivo. Todo esto responde a una realidad de personas que se suicidaron lentamente para convertirse en iluminadas. Y la forma de suicidarse era, simplemente, dejando de comer e ingiriendo una resina que les secaba poco a poco el sistema digestivo. En el caso de mi novela, lo importante es que se trata de una elección que puede ser de una tremenda ingenuidad o de una tremenda sabiduría.