El lado oscuro de Lorenzo Silva
“Conviene aceptar que todos tenemos un lado oscuro”
Se trata de uno de los escritores más exitosos, de andadura más regular y consistente, del último cuarto de siglo en España. Lorenzo Silva (Madrid, 1966) ha obtenido el beneplácito de público y crítica y destaca de continuo por su entrega a la literatura policiaca, muy en especial. Todos le conocimos gracias a La flaqueza del bolchevique (finalista del Premio Nadal 1997), y el lector actual lo asociará asimismo con la serie protagonizada por los investigadores Bevilacqua y Chamorro. Además de recibir otros galardones como el Premio Primavera 2004, el Premio Algaba de Ensayo, el Premio Nadal 2000, el Premio Planeta 2012, junto con Noemí Trujillo está desarrollando otra serie policiaca que consta ya de dos entregas, Si esto es una mujer (2019) y La forja de una rebelde (2022).
Su última novela tiene un título curioso, monosilábico, nominal, y cuenta los avatares de un antiguo agente secreto cuando ya no tiene el escudo de su organización. En el pasado, participó en la guerra sucia del Estado, en pos de defender a una sociedad democrática de la violencia terrorista. Silva nos conduce a los tormentos de este personaje a través de un mensaje que recibe de repente y en que se le reclama para que ofrezca de nuevos sus servicios. Así, su antiguo camarada Mazo, que yace postrado en la cama, le requiere para una misión muy personal que él ya no puede asumir. Su hija corre peligro y tiene que alejarla de la vida que lleva y de quienes la rodean, y todo parece indicar que solamente Púa podrá ser capaz de encarar tamaño encargo. Hablamos, pues, con el autor de esta novedad y demás asuntos sobre su trayectoria literaria precedente y su visión de la literatura.
Perdóneme para empezar una imprecisión. No recuerdo sobre qué novela usted dijo un día que le llevó hacerla veinte años, como si hubiera sido un reto antiguo que estaba esperando el momento adecuado para llevarse a cabo. Con respecto a esto de aguardar el momento, adecuado, ¿qué nos puede decir de Púa y de cómo surgió la idea de escritura?
Por lo que me dice, debe de tratarse de El blog del inquisidor. Desde que leí la historia del proceso inquisitorial a las monjas del convento de San Plácido en Madrid, en un libro de Julio Caro Baroja, allá por mi juventud, estuve dándole vueltas a escribir una ficción sobre los inquisidores con ese episodio como eje central, pero no daba con el tono ni el enfoque hasta que decidí hacer una novela experimental en lugar de una novela histórica al uso. Es uno de mis libros más minoritarios, pero lo elogió, también por su vocación experimental, el gran crítico Ricardo Senabre, así que puedo darme por satisfecho.
En cuanto a Púa, como en ese otro caso, lo de esperar al momento adecuado no tiene tanto que ver con una coyuntura externa como con la maduración de la idea literaria, que a veces es lenta, venturosamente lenta me atrevería a decir, porque las historias complejas sobre asuntos peliagudos se benefician de ese plus de reflexión y autocrítica que tienen los proyectos de larga gestación.
En este caso, la primera idea surgió hace una década, trabajando sobre otro libro, lo que me suministró testimonios de vidas en el límite como la de este personaje. A lo largo de esta década pude recabar otros, que me servían para enriquecer el relato y el carácter del protagonista y que fui acopiando sin apresurarme. Antes debía sacar adelante los proyectos en los que entonces estaba inmerso, y que a diferencia de este atendían a unas coordenadas espacio-temporales concretas. Una vez escritas esas otras novelas, pude al fin sumergirme de lleno en esta, que tiene una pretensión más universal.
En muy habitual en sus obras el mundo del crimen, desde luego. Permítame ir a asuntos personales en busca de cómo se ha formado su mirada hacia el mundo de la investigación policiaca, etc. ¿Hasta qué punto ha influido en ello haber crecido en un entorno familiar relacionado con lo militar, la Guardia Civil…?
Una vez más aclararé que carezco de vínculo familiar con la Guardia Civil. Mi abuelo materno fue policía, pero de otro cuerpo, el de Seguridad y Asalto, y lo expulsaron en 1940 por haber sido leal a la República, yo lo conocí ya fuera. Tuve un tío abuelo que sí fue guardia civil, pero dejó el cuerpo por el mismo motivo antes incluso, en 1937, y tampoco lo tuve como referente a esos efectos.
Lo que sí soy es nieto de un militar de Infantería e hijo de un militar de Aviación, lo que me permite tal vez conocer un poco mejor la psicología de los uniformados, que desde fuera se entiende a veces poco y mal y se reemplaza por caricaturas algo toscas y con fuerte carga de prejuicios ideológicos. En todo caso, en su día a día, y al margen de su disciplina militar, los guardias civiles son policías, al servicio de la Administración de Justicia, y para entender a esos efectos su labor, que no es la de los polis justicieros de los telefilmes, quizá me ayude más haber ejercido la abogacía durante doce años largos.
La novela empieza de forma rotunda, con un punto de vista narrativo en primera persona que nos dice a bocajarro: «Soy una mala persona. Al igual que muchos otros, podría decir. Con la diferencia, podría alegar, de haber dejado de buscarme una disculpa para justificar mis fechorías». ¿Es para usted importante que haya en esta y en el resto de sus obras un componente moral, que haga que el lector se posicione frente a los personajes a partir de la conducta de estos, y dejar clara la tendencia malvada o bondadosa de cada personaje?
Los seres humanos somos seres morales, sin esa dimensión nuestra condición resulta simplemente incomprensible, y mal puede narrarse. Yo he conocido a criminales sin escrúpulos para maniobrar en lo suyo que sin embargo tenían en otros aspectos sus valores y sus principios, más férreos incluso que los de los probos ciudadanos. Simplemente sucede que los aplican en otra dirección, que no es la que nos sirve de guía a la mayoría, por fortuna.
Salvo casos extremos, coincidentes normalmente con seres humanos tarados o incompletos en algún aspecto de su personalidad, no hay nadie del todo bueno ni del todo malo, y en mi propio personaje hay impulsos nobles —lealtad, voluntad de sacrificio, desprendimiento—. Lo que sí conviene es aceptar que todos tenemos un lado oscuro, delimitarlo lo mejor que sepamos y aprender a controlarlo.
Púa sabe que su lado oscuro, como consecuencia de su biografía, es extenso e intenso y por eso toma conciencia de él, para intentar contenerlo. Somos lo que hacemos, y si aceptamos que a veces podemos hacer cosas que no querríamos hacer, somos en última instancia lo que queremos. Púa no sólo ha hecho el mal, sino que ha querido el mal para otros, con toda su alma. Y prefiere no engañarse sobre la condición que eso le confiere, justamente para vigilarla mejor. También porque su relato, que tiene un destinatario que se desvela al final, no busca la empatía del lector, sino otra cosa: la sinceridad, la asunción de lo hecho, la verdad que siente que no puede hurtarle a la persona a la que se dirige.
Ya lleva más de 25 años en la cresta de la ola, pues su inicio literario-editorial no pudo empezar mejor, con La flaqueza del bolchevique, que fue finalista del Premio Nadal 1997. ¿Cómo ve su propia evolución como escritor? Desde joven hasta ahora esencialmente ¿sus motivaciones u objetivos literarios han sido los mismos o han aparecido preocupaciones nuevas o cambiantes?
La veo como una historia sorprendente y de todo punto inesperada. Aunque escribo literatura desde los trece años, novela desde los quince o dieciséis y desde esa misma edad siento que escribir es mi lugar en el mundo y el único oficio que puedo creerme, yo había aceptado no tener ningún reconocimiento, mucho menos éxito, y verme obligado a pasar por ser otra cosa con la que tendría que convivir para ganarme la vida.
La flaqueza del bolchevique rompió para mí el muro del mundo literario —yo me sentía así, como alguien que escribía extramuros, que jamás sería admitido, como el agrimensor en El castillo de Kafka— y un año después Bevilacqua me hizo llegar a decenas de miles de lectores y escribir con mi propia vida una historia muy distinta de la que creía que me aguardaba. Eso me ha permitido desarrollar un camino más ancho, en el que he tratado de aprovechar la oportunidad, imprevista y tal vez inmerecida, para explorar todo lo que me interesa como escritor y asumir en ese ejercicio todos los riesgos que fueran del caso.
Quizá he sentido que pesaba sobre mí, por poder hacer lo que tantos de mis maestros no pudieron, vivir de la escritura, un plus de responsabilidad que he tratado de afrontar. Pero la mayor de las responsabilidades es no traicionar, jamás, la ilusión y la fe con la que comenzó a escribir aquel chaval de trece años de un barrio periférico de Madrid que en la literatura encontró su reino y modo de mirar el mundo.
¿Cómo ha vivido este ascenso tan exitoso por medio de los premios más importantes del panorama español y el hecho de que cada vez un número más numeroso de lectores haya ido conociendo su obra? ¿Le ha afectado de alguna manera o le ha hecho variar su rumbo literario de algún modo tras la reacción del público?
Afirmar que te crees inmune o indiferente a lo que te pasa, si no es una mentira, sólo puede ser un sandez. Naturalmente que tener lectores, verte reconocido —también criticado, incluso agriamente, el éxito tiene esos amargores— y prever que lo que estas escribiendo no sólo no se va a quedar en el cajón sino que va a leerse, escrutarse y hasta desmenuzarse, es algo que cuesta apartar de la mente cuando te planteas un proyecto y lo llevas a término. Pero ante el acto solitario de la escritura, en esa conciencia agudizada de uno mismo y de lo que constituye el asunto del relato, creo firmemente que uno no tiene más remedio que ser fiel a lo que le dicta su instinto, su carácter y su convicción. Y como escribió Raymond Chandler, no olvidar nunca que en cada libro, no importa cuántos lleves, vuelves a ser el mismo joven que escribió el primero y, como entonces, nada te salvará en el empeño sino la pasión y la humildad.
¿Podría contarnos algo de la creación de los investigadores Bevilacqua y Chamorro? ¿Cuándo y cómo fue surgiendo en su mente su elaboración y qué se propuso literariamente con ellos cuando empezó su primera historia? ¿Se basó en otros personajes del mismo género, o dicho de otra manera, tiene referentes concretos dentro de esta clase de narrativa que le hayan inspirado especialmente a la hora de encarar sus propias obras?
Lo he dicho muchas veces y lo diré una vez más: yo no escribiría novela negra, o policiaca, o criminal, o como cada cual prefiera llamarla, si no me hubiera encontrado con Raymond Chandler y El largo adiós. Con ese libro y ese autor, y con la voz de su personaje protagonista, el melancólico Philip Marlowe, descubrí que este género era algo que podía interesarme como escritor, porque además del crimen y la pesquisa había una mirada poética sobre el hombre y sobre el mundo, una ambición de llevar a las páginas todo lo que puede contener la literatura, incluida esa poesía que, como también dijo Chandler, es donde empieza todo.
Sobre la premisa de ese deslumbramiento, en lo que no quería convertirme era en un epígono más del hardboiled, en una suerte de imitador mimético y servil del arquetipo del private eye yanqui. Quería hacer algo parecido a lo que vi en Chandler: un personaje singular y poderoso que me permitiera lanzar una mirada crítica y compasiva a la vez sobre la gente y la sociedad de mi tiempo y mi lugar. Y aunque entonces a muchos les pareció una idea disparatada, llegué a la conclusión de que mi personaje sería un suboficial de la Guardia Civil.
¿Por qué? Porque conocía a quienes en la realidad se dedicaban a la investigación criminal, muy alejados del cliché anacrónico que de ellos se daba en la ficción, y que tal vez explicaba que nadie se atreviera a convertirlos más que en personajes secundarios, grotescos o siniestros. Y porque esa sensación de que era un personaje con el que nadie contaba, al que nadie esperaba, me hizo intuir que era el mejor posible.
Volviendo a Púa, nos encontramos con una trama que toca la guerra sucia del Estado. Sin embargo, a veces los políticos hablan de las cloacas del Estado casi como una entelequia, algo invisible que ha de quedar oculto al ciudadano. ¿Qué son, cómo se articulan?, ¿son algo del pasado u hoy en día tienen una existencia operatoria, por así decirlo?
Las cloacas —que no sé si es la palabra más indicada, quizá sería mejor referirse a los subterráneos, que es algo más general y menos valorativo—, o lo que es lo mismo, esos espacios fuera de los focos donde quien administra el Estado se salta las leyes del Estado, aboliéndolo en cierto modo, son algo que existe en todas las épocas y latitudes, en formas más o menos virulentas.
No es raro que alguien que ocupa el poder, ante el apremio de procurar algún fin que considera perentorio, y que quizá también cree sinceramente que es justo y legítimo, resuelva tomar un atajo y dé instrucciones para ello, a otros que son los que al final se manchan las manos. Puede ser matar o torturar a alguien, en sus formas más extremas, pero también malversar o ignorar las leyes que protegen a las minorías en democracia, por ejemplo, lo que situaría en las cloacas a algunos que hablan mucho de las ajenas pero no están dispuestos a contemplar siquiera las que ellos construyen y operan bajo consideraciones análogas: el fin justifica los medios.
Por suerte diría que en nuestro entorno cercano esos espacios tenebrosos e ilícitos no tienen hoy la dimensión sórdida y violenta que tuvieron en nuestro pasado reciente, pero nadie debería vivir demasiado tranquilo al respecto. Hemos visto, sólo en el último siglo, cómo las más acrisoladas democracias recurrían a estas «operaciones especiales», cuando la amenaza era lo bastante traumática y perturbadora, como por ejemplo lo es el terrorismo. Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Estados Unidos… En todos estos países podemos encontrar episodios turbios, o muy turbios, sin necesidad de retroceder demasiado en el tiempo.
Toni Montesinos
Lorenzo Silva
Destino, 464 pp., 21,90 €