José de María Romero Barea
Se abre paso una lúcida meditación sobre el seductor y reconfortante manto de la memoria y los peligros de rememorar para tratar de escapar de una amenazadora actualidad y una posteridad cargada de ansiedades: «Honraré la Navidad en mi corazón y trataré de celebrarla durante todo el año. Viviré en el Pasado, el Presente y el Futuro. Los Espíritus de los Tres lucharán dentro de mí» [mi traducción]. En su estilo como en su empeño, se despliega ante nosotros una forma de pretérito reanimado.
Las obras completas de Charles Dickens (Landport, Portsmouth, 1812-Gads Hill Place, 1870), como todos nosotros, están cortadas por el mismo patrón, y al mismo tiempo, se muestran obstinadamente individuales. Han sido escritas para otro tiempo y lugar, pero nos permiten entender mejor cómo somos. De entre todas ellas, ninguna como el relato Canción de Navidad logra denunciar nuestras falibles interacciones e inhumanidades huecas.
180 años después de haber sido editada, esta novela corta sigue cuestionando la naturaleza de lo auténtico. No en vano, para el británico un texto es un método de transporte entre diferentes modos de experiencia, un puente entre lo más alto y lo más bajo de la sociedad que los sustentan. Canción sigue aterrándonos al tiempo que nos emociona casi 200 años después de haber sido concebida, de manera que lo que leemos no es solo un vínculo entre ambas orillas del tiempo, sino una máquina narrativa siempre vigente.
De la mano de su autor viajamos entre épocas, «porque es bueno ser niños a veces, y nunca mejor que en Navidad, dado que su poderoso Fundador fue un infante». Su esfuerzo por rastrear nuestros orígenes sigue arrojando luz sobre quiénes somos en los mejores y peores momentos. Manifestaciones de los recuerdos infantiles asolan a Ebenezer Scrooge, el cascarrabias: la literatura consigue que los objetos de su ensoñación se materialicen frente al protagonista, en estado de trance, incapaz de defenderse.
La espectral presencia de su expareja comercial, Jacob Marley, evoca dosis fatales de sentimentalismo: “¡Negocio!”, gritó el Fantasma, frotándose las manos: “La humanidad era mi negocio; la caridad, la misericordia, la tolerancia y la benevolencia eran, todas ellas, mi negocio. ¡Los negocios de mi negocio no eran más que una gota de agua en el océano integral de mi negociado!”.
Scrooge se desespera entre apariciones que lo incineran en la hoguera del escepticismo de su propia creación. En su visita al futuro, el relato se convierte en uno de filosófica ciencia ficción, con el ritmo de un thriller y el pulso de uno de terror, el de un viajero “consciente de los mil olores flotando en el aire, cada uno de ellos conectado con mil pensamientos, esperanzas, alegrías y preocupaciones, olvidados durante mucho, mucho tiempo”.
Se ocupa el autor de Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836–1837) de estas y otras universalidades con atemporal detalle; redunda en los dramas y los melodramas que forman parte del imaginario dickensiano. Con habilidades tales, nuestro interlocutor responde la pregunta central: “¿Te crees capaz de decidir entre quienes han de vivir y quienes han de morir?”. Se nos mantiene a prudente distancia, para que sintamos cómo el lenguaje, cuando está dispuesto a ello, sabe cruzar los espacios entre la página y el corazón.
Los personajes secundarios se pierden en pensamientos e indagaciones sobre lo que ven afuera: no hay nunca un momento aburrido, la ruina o el escándalo siempre están a la vuelta de la esquina. Toda la viveza de la caracterización está aquí, al igual que el ingenio irónico con el que Dickens entrevera sus observaciones sobre la enajenación. Emerge el hacedor de Oliver Twist (1837–1839) como un ventrílocuo que emitiera su voz mediante sus avatares, como un hábil poeta.
No en vano, “Canción” siempre ha destacado sobre otros esfuerzos estacionales. Ya se agotó en la víspera de la Nochebuena, pocos días después de que se editara en diciembre de 1843. En ella, el avaro Scrooge es un inmisericorde empresario que se aprovecha las deudas ajenas para obtener egoístas ganancias. El estilismo de bravura del novelista victoriano puntúa los diversos matices con un oído delicado para las diferentes entonaciones de la pérdida y el anhelo.
Resuena el resultado cuando se nos pide que miremos con recelo a aquellos cuyos beneficios provienen del robo de nuestros ingresos. La escasez sigue siendo un problema con el que hay que seguir lidiando en nuestro siglo XXI. El creador de Tiempos difíciles (1854) no solo escribe sobre todo lo anterior, sino que nos permite experimentarlo a través de los espacios vacíos y las discontinuidades de perspectiva de su narración.
Malogrado, como Dickens, por el abandono infantil, el anciano prioriza la riqueza material por encima del amor, trabaja demasiado y paga menos de lo que debe su empleado, Cratchit. Detesta la Natividad, que considera “un momento para encontrarse un año más viejo y ni una hora más rico”. Marley, su socio, yace en la tumba, atormentado por las consecuencias de su tacañería.
En este cuento sobre la precariedad y la necesidad, la ignorancia y la miseria, la traición ronda una emotividad plena de relaciones truncadas. “Se requiere de todo hombre”, apostilla Marley, “que el espíritu dentro de él camine entre sus semejantes y viaje a lo largo y ancho; y, si ese espíritu no sale en vida, está condenado a hacerlo después de la muerte”. Al final, Scrooge debe encontrar una manera de amarse a sí mismo que reconozca la imposibilidad de llenar ese hueco. Alerta contra la sensiblería, el novelista de Grandes esperanzas(1860–1861) desentraña la trama con un sentido desarrollado de lo melodramático y lo potente de la peripecia.
En “Canción”, Londres es una invención más, un lugar de rememoración y mito. Miradas aviesas y olores infantiles conviven en esa urbe de ensueño construida mediante palabras. Se suceden las multitudes y los contrastes, el placer prohibido y la desesperación, el brillo y la turbiedad, la urbanidad y la decadencia. Es la esencia misma de lo cosmopolita: un lugar tan peligroso como deseable, un recipiente lleno de verdades emocionales o cínicas autojustificaciones.
Ambientada en el misterio de sus bulliciosas calles a medida que la ciudad avanza hacia el siglo XX, la misma Navidad es, según la tradición, una invención del artista inglés y “Canción” el informe de una redención inserta en una ficción de fantasmas, ambientada en una babilonia de desigualdad despiadadamente inhumana: en ella solo triunfan el vicio y la manipuladora corrupción.
Nouvelle adentro, los afectos son prueba de conexión. Son la nave en que la empresa familiar se abre paso a través de los huecos que dejan el abandono y la traición. En busca de consuelo, la seducción o el talento son todas herramientas que hacen falta para escalar hacia el éxito y, junto con el lucro, son un medio para adquirir puntos de apoyo en la cumbre.