La escritora natural de Checoslovaquia e hispano-catalana desde hace cuatro décadas ofrece un retrato narrativo de una mujer fascinante que fue clave en la vida de Kafka.
Toni Montesinos
© fotografía de la portada: cortesía de Fundación Teléfonica.
© de la autora en este reportaje: Drew Stevens.
FOTO 1: Milena Jesenska. © Desconocido.
FOTO 2: Foto anónima de Kafa. Klaus Wagenbach Archiv, Berlin.
En el 2016 aparecía entre nosotros un libro en que Michael Kumpfmüller convertía a Franz Kafka en personaje literario a partir de lo que pudo pensar, hacer, sentir en un tiempo muy específico y en torno al que fue su último amor, Dora Diamant, La grandeza de la vida (Tusquets). Y es que el autor checo y su entorno continuamente inspiran todo tipo de trabajos, incluidos los novelescos. En este 2024, que recuerda el centenario de la muerte del autor de La transformación, su compatriota Monika Zgustova publica Soy Milena de Praga, sobre una de las mujeres de su vida.
Políglota, pues escribe en checo, se rescribe en catalán y español, traduce de su lengua natal y del ruso –es autora de un diccionario catalán-ruso, ahí es nada–, a Zgustova no le son ajenos otros idiomas como el francés, el inglés y el alemán. Toda esa mirada internacional, haber vivido en un país comunista antes de poder radicarse de niña en Estados Unidos, la ha llevado a escribir sobre la Europa sangrante del siglo XX, en obras como la voluminosa La mujer silenciosa (Acantilado, 2005), que seguía la trayectoria de una vida, la de la aristócrata Sylva von Wittenberg, descendiente de checos preeminentes, primero niña solitaria carente del calor familiar suficiente, y pianista.
Por un lado, sus genes y cuna conservan la aureola de glamur heredado de su estricta madre –«Tú has de ser como una orquídea, bella y noble, fría e inaccesible»– y por el otro, las circunstancias sociopolíticas la atraparán en un mundo cambiante, absurdo, conspiratorio, donde los vencedores impondrán sus caprichos de poder. Zgustova, con este hito novelesco en su andadura, expuso una visión literaria ambiciosa que abrazaba la influencia de las artes en la existencia de las personas. Sylva es lectora de los clásicos griegos, se refugia en su piano, en el consuelo de los autores rusos, y propulsa la literatura checa en París.
Esta gran novela de Zgustova es una pequeña historia de la Europa centroeuropea del siglo XX, de los sufrimientos generados por las invasiones, la represión, el control gubernamental y de cómo sus víctimas, concretadas en la Praga dulcemente humanística, y abriéndose hacia la Unión Soviética, Alemania y los Estados Unidos receptores de las oleadas de exiliados. Constituye, pues, una referencia fundamental para ver qué inquietudes han acompañado a una autora que, asimismo, también ha escrito y publicado dos obras de teatro.
De entre sus obras en catalán destaca Menta fresca amb llimona, en que un crítico de arte, Vadim, conoce en San Petersburgo a una misteriosa pintora norteamericana de origen ruso, Patricia Pavloff. El argumento lleva al lector a la localidad donde vive Zgustova desde que se instaló en España, Sitges. En La dona dels cent somriures, a partir de la historia de tres mujeres que vivieron durante los tres últimos siglos, elaboró un tríptico con historias de la Duquesa de Alba, que recuerda antes de su muerte la relación que tuvo con Goya, de la escritora checa Bozena Nemcová, de la cual hablan los informes de una espía en un país dominado por Austria-Hungría, y de la escritora rusa Nina Berberova, para abordar mediante una serie de cartas tanto su vida como la de los artistas rusos que después de la revolución abandonaron su país para residir en París, Berlin y Praga.
Contes de la lluna absent o Jardín de invierno son otros de sus exquisitos textos, más lejanos en el tiempo, a los que se añaden obras de una dimensión histórica y humana extraordinaria; nos referimos al testimonio de nueve mujeres a las que encerraron en plena juventud y que compusieron Vestidas para un baile en la nieve (Galaxia Gutenberg, 2017); una serie de relatos en primera persona en la que diversas ancianas recordaban ―a menudo sin resentimiento alguno; es más, en una lección de vida y dignidad, evocaban la camaradería entre las reclusas y el afán por que la poesía y la confección de libros embelleciera el infierno que soportaban― su paso por el gulag.
De nuevo, Zgustova se interna en este tipo de sucesos trágicos, ya que en Soy Milena de Pragapone voz a Milena Jesenska a partir de los escritos, artículos y cartas que se han conservado suyos, y de los testimonios de quienes la conocieron. Un recorrido este por las décadas de los años veinte y treinta del siglo XX. Milena fue detenida por la Gestapo en 1939 y recluida en el campo de concentración de Ravensbrück, donde murió en 1944 a causa de una infección renal. No sólo fue una amiga de Kafka, con el que tuvo una gran complicidad, sino también madre, periodista y traductora. Con el libro de Zgustova conocemos a esta escritora que se sentó en los cafés de Viena junto a autores tan insignes como Robert Musil, Karl Kraus, Franz Werfel o Hermann Broch, y que se convirtió en miembro de la resistencia cuando las tropas nazis invadieron Checoslovaquia. Hablamos de esta novedad literaria con su autora, y de su trayectoria en general.
¿Cómo ha sido su origen literario e idiomático? Checa radicada en Cataluña que escribe a la vez en español, checo y catalán.
Mis padres, con sus dos hijos, a mediados de los setenta se exiliaron en los Estados Unidos porque habían sido perseguidos por el régimen totalitario comunista que en aquel entonces hubo en la antigua Checoslovaquia. Yo apenas tenía edad para entrar en la universidad, pero el sistema universitario estadounidense me admitió a los diecisiete años básicamente a causa de mi preparación lingüística: sabía bien el francés y algo de alemán, además del checo y el ruso. El inglés, tanto el hablado como el escrito, se convirtió en uno de mis idiomas preferidos. Al instalarme en Barcelona –y es que lo mío son ciudades más que regiones– decidí aprender tanto el castellano como el catalán para ser como los habitantes de la ciudad que tenía ganas de hacer mía. En Barcelona durante bastante tiempo me dediqué a la traducción de la literatura checa al castellano y al catalán.
En su novela La mujer silenciosa presentó a una niña internada en un convento, paseando por Praga, contando “que la guerra se había acabado con la derrota de Austria-Hungría y que nosotros los checos ya no formábamos parte de aquel imperio, sino que vivíamos en un Estado independiente, en la República de Checoslovaquia”. ¿Cómo ha vivido la evolución de su país desde el tiempo totalitario hasta el democrático?
Además de lo que ya le he dicho, como estudiante tuve la ocasión de vivir unos meses en Argentina, en una dictadura de derechas, la de Videla. Entonces me di cuenta de que los regímenes dictatoriales se parecen y que lo contrario de una dictadura de izquierdas no es una de derechas sino una democracia. De modo que me alegré muchísimo cuando los países de la Europa Central y del Este se deshicieron del totalitarismo y adoptaron la democracia. Tras tantos años de autocracia cuesta que la población entera haya adoptado la democracia sin reserva. Lo vemos en Hungría y Eslovaquia, lo vimos hasta hace poco en Polonia. Vaclav Havel era lo mejor que podía pasar a ese bloque postsoviético. Yo era su traductora al castellano y una amiga: esta fue una de las cosas más maravillosas que sucedieron en mi vida.
En su anterior novela, Nos veíamos mejor en la oscuridad, se adivinaban asuntos autobiográficos. ¿Fueron unas memorias veladas? Si así fue, ¿por qué esperó tanto en contar lo que cuenta?
En esa novela tuve la necesidad de aclarar algunas cosas sobre los vínculos en mi familia, especialmente sobre mi relación con mi madre. Como muchas relaciones madre-hija, tampoco la nuestra fue fácil. Tras escribir la novela lo tengo todo mucho más claro y estoy en paz. La escritura es terapéutica. Además, en la literatura se manifiesta la verdad. En la novela creé a unos personajes ficticios que nos representaban a los cuatro miembros de la familia sin que realmente lo fuésemos del todo. A través de mi novela quise saber qué cambia el exilio en la vida de una familia, cómo son las relaciones hijos-padres a distancia, cómo puede mejorar una relación que parece insalvable. Y me di cuenta de que las personas se entienden mejor a las oscuras con una caricia que con las palabras a plena luz del día. De día solemos luchar por el poder, de noche nos relajamos y dejamos que se manifieste el yo verdadero. Por eso la novela se llama Nos veíamos mejor en la oscuridad.
Desde joven ha volcado en español lo mejor de la literatura checa, o autores rusos. ¿Qué ha significado para usted la labor de traducción y cómo le ha servido para su propia obra?
Para mí, una persona sin raíces, la traducción de los clásicos antiguos y modernos checos me hizo sentir arraigada en mi trabajo. Además, ejercer de puente cultural entre varias culturas me proporcionó una sensación de ser útil, de ayudar a una cultura a conocer los grandes tesoros literarios de otra cultura, la de mi país de origen. Y hay que pensar que cada día, durante años, estaba impregnada del rico y maravilloso mundo de esos autores. Cada día conversaba con el autor al que traducía, y penetraba en su mundo. Gracias a la traducción, y también a mi trabajo como periodista, pude conocer personalmente a aquellos autores que todavía quedaban vivos: Havel, Seifert, Kundera y Hrabal entre otros. Conocerlos y poder conversar con ellos suponía un increíble enriquecimiento que ya nadie me puede arrebatar, aunque todos esos autores ya han muerto. La traducción me dio bastantes tablas a la hora de escribir. Sin embargo, a veces antes de empezar a redactar un libro me cuesta decidir en qué idioma hacerlo. Este fue un tema del que solía hablar con Milan Kundera.
La mujer silenciosa acaba donde empezó todo, en una estación de tren y en la memoria de una mujer anciana, que lo ha visto todo y aún se emociona. Al acabar la lectura, podría pensarse que es una narración sobre el cuestionamiento de la identidad. «Quién soy, me pregunto mientras miro fijamente el agua. ¿Quién? ¿Alemana o checa? ¿Una condesa o una descendiente de un músico bien poco aristocrático, un hombre del pueblo?», leemos.
La cuestión de la identidad está en el centro de toda mi obra. La identidad tal como la percibimos íntimamente, y contrastada con la imagen que de nosotros pueden tener los demás. Puesto que la gran mayoría de mis personajes principales son mujeres fuertes, ellas suelen encontrar su identidad, su camino, aunque no siempre. Entiendo la identidad como conciencia, o lo que a veces se llama alma; los griegos antiguos insistían en el cuidado de la propia alma. En mis libros esta es una cuestión central. También lo fue para las mujeres que estuvieron encerradas en el gulag a las que entrevisté para mi libro de ensayo periodístico Vestidas para un baile en la nieve. Sándor Márai dijo que el individuo siempre es el mismo y no le cambia ningún régimen político. Yo opino lo contrario: creo que el individuo puede cambiar mucho en distintas circunstancias y me dedico a intentar aclarar esos cambios de personalidad. Puesto que los miembros de mi familia –y hasta yo misma de pequeña– conocieron distintos totalitarismos, me parece lógico y honrado escribir sobre algo que he conocido en la propia piel.
Al final de dicha novela viene la liberación final. «Me han desposeído de todo, incluso del piano. Me han privado de la posibilidad de moverme, de viajar, me han quitado a mi hijo y a mi amor. Ya no me pueden quitar nada más. No soy nada, no tengo nada, no deseo nada. Soy libre. Quizá ésta es la ironía del régimen: te lo quita todo y así te hace libre». Esta obra abarca desde la Primera Guerra Mundial hasta la Primavera de Praga de 1968. ¿Cómo vivió usted este acontecimiento y cómo fue tratar con Havel?
En 1968 yo era una niña, pero me daba cuenta de todo lo que pasaba a mi alrededor y de las conversaciones de los mayores. Un compañero de clase quiso parar un tanque ruso, pero el tanque no se paró y el chiquillo murió debajo de sus ruedas. Con Havel tuve una relación de amistad: hablamos mucho de sus temores como político, de sus dudas. Y es que un traductor conoce en profundidad a los autores que traduce. Creo que Havel fue una de las personas con más ética que he conocido en mi vida. Su vida privada estaba en segundo término; en el primero se encontraba la sociedad que lo había elegido como su presidente.
Otro de sus intereses ha sido la URSS estalinista, como Vestidas para un baile en la nieve, donde diversas ancianas recuerdan «el otro Holocausto», como recordaba usted con respecto al gobierno de Stalin, «porque durante los veinticuatro años de su gobierno perecieron muchas más personas que los judíos que murieron en la Alemania nazi». La elaboración de este libro debió de ser absolutamente memorable.
A finales de la primera década de este siglo fui a Rusia a entrevistar a algunas mujeres que pasaron un tiempo en el gulag, generalmente años o décadas. Las que sobrevivieron eran las más fuertes, naturalmente. Y lo que me llamó la atención es que las mujeres más fuertes eran las que provenían de un ambiente culto. La cultura ayuda a sobrevivir, proporciona humanidad y dignidad. Además, en un ambiente de terror donde reinaba lo feo y lo desagradable, además de las 12 o 14 horas de trabajo forzado diario, la cultura es una ocupación que ayuda a elevarse encima de lo terrible. Entrevisté a nueve mujeres, seis en Moscú, dos en París y una en Londres, y hablar con ellas me cambió la vida.
Valentina Íevleva, una de sus entrevistadas, pasó ocho años en el desierto helado de Kotlas por ser hija de un «enemigo del pueblo» que habían fusilado en los años treinta. ¿Qué aprendió de aquellas mujeres? Además, a usted le inspiró su novela La noche de Valia (2013).
Yo aprendí de ellas que la amistad, además de la cultura, es el valor más precioso que una persona pueda tener. Los que no hemos conocido la vida en un campo de trabajo forzado no podemos saber lo que es una amistad como la que se cultivaba allí donde una persona estaba dispuesta a entregar su vida por su amiga. En comparación con las mujeres que yo entrevisté y sobre las que escribí, nosotros nos movemos por la superficie de las cosas. Ellas vivieron una vida muy dura, pero llegaron a la profundidad.