Texto: Israel Rolón-Barada
Mi historia y vínculo con Carmen Laforet es, sin haberlo planificado, algo personal e íntimo. Al mirar en la estantería las portadas de mis ediciones de sus libros, como reflexión conmemorativa con motivo del aniversario de los 20 años de su fallecimiento, siento la necesidad de escribir una nota al calce sobre cada una de ellas. Un proceso interrumpido en muchas ocasiones, pero que ahora prosigo con gusto y satisfacción.
La publicación del epistolario con Ramón J. Sender que edité para Destino (mayo de 2003), después de hallar esas cartas de Laforet entre los remanentes del gran novelista en Huesca), me sirvió de piedra angular para la recuperación de la escritora y de su obra, algo que ella misma se había propuesto, pues en el año 2000 permanecía en el olvido. Gracias al reconocimiento de mis esfuerzos y al apoyo que recibí de Malcolm Otero y Joaquim Palau,editores de Destino entonces, pude comenzar la recuperación y reedición de sus obras completas y de su legado que, aparte de Nada, permanecía descatalogado por completo, olvidado y malinterpretado.
Al epistolario con Sender le siguió mi edición de La mujer nueva (Destino, septiembre de 2003). Con la foto de mi hermana Joanne en la portada a la salida del metro de Manuel Becerra en Madrid, cigarrillo en la mano (mi hermana nunca ha fumado en su vida) logramos revitalizar el personaje de Paulina que la novelista había plasmado en su novela feminista de 1955. Una obra que había sido malinterpretada en general como una novela católica, ya que la autora había utilizado el catolicismo como vehículo para reivindicar a la mujer durante la posguerra y pleno franquismo, mostrando su capacidad de independizarse de su marido, trabajar, y mantener a su propio hijo. Una gran hazaña por parte de Laforet en la literatura de posguerra al intentar la promoción de la igualdad de género bajo el régimen franquista a través de su novelística. El mejor reconocimiento a mi prólogo, reedición, y a la recuperación de esta novela lo recibí del marido de Laforet, Manuel Cerezales, crítico y editor, quien me dijo directamente, cara a cara, que era precisamente lo que su mujer había intentado realizar con aquella novela.
A La mujer nueva (una de sus mejores y más importantes novelas, a mi juicio) le siguieron, ya en 2004, mis ediciones de La insolación y Al volver la esquina, las dos primeras novelas de una trilogía que Laforet nunca llegó a terminar por diversas razones. Aunque La insolación se publicó con éxito y grandes expectativas en 1963, la segunda parte, Al volver la esquina, había permanecido inédita por más de 30 años en una maleta hasta esa primavera de 2004, un par de meses después del fallecimiento de la autora. Laforet nunca llegó a verla publicada, con excepción de la portada del libro que le llevé personalmente y puse en sus manos unos días antes de morir.
De acuerdo a mi investigación académica, la frustración por parte de la novelista, quien huía (equivocadamente) de la autobiografía en su quehacer literario, al no haber logrado trasladar su propia inspiración y versión de un clásico inglés al contexto sociocultural de la posguerra española y del franquismo como ella anhelaba, le impidió terminar su trilogía y seguir adelante con sus planes y producción literaria. La obra inglesa a la que me refiero se trata de Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh. La inspiración de la ambiciosa trilogía fue producto de un par de años que Laforet pasaría en Tánger como consorte de Cerezales, quien dirigía el periódico España a finales de la década de los años 50. En aquel ambiente liberal nacería una nueva y sólida amistad con Emilio Sanz de Soto, quien se convertiría en su asesor intelectual y proveedor de todo lo que acontecía en el panorama literario anglosajón por aquel entonces y prohibido en España por la censura franquista.
Los domingos en compañía de Emilio disfrutaría tanto de la playa como del análisis literario que le proveía su amigo. Ambos dejarían volar su imaginación en aquella playa repleta de efebos a su alrededor. Los personajes de su futura trilogía cobraban vida ante sus ojos. Recrear la historia de los protagonistas de Brideshead en la posguerra española, del joven pintor de una sexualidad ambigua y su amistad con aquellos hermanos excéntricos, se convertiría en un reto para ella. (Experiencia vivida hasta cierto punto por ella misma con su amiga Linka Babecka y su hermano Andrés).
Sin embargo, después de la exitosa publicación de La insolación en 1963, con el paso de los años y la evolución sociopolítica en España, le sería cada vez más difícil contextualizar el desenlace de las tres etapas de la vida de aquellos amigos tal como las había proyectado en un principio. Ya nada sería igual y su propia trayectoria literaria se quedaba atrás ante el ritmo sociopolítico y cultural vertiginoso que acontecía a consecuencia del declive y la decadencia del franquismo a principios de los 70. Ya no habría manera de proyectar el tercer encuentro literario de sus personajes, ni en el nuevo escenario veneciano que tenía planificado, a lo Evelyn Waugh, ni en aquella España lista para el destape. Ya no era necesario defender a los victimizados por la homofobia. Su «nueva obra» perdería todo interés para ella misma y para editorial Planeta, que llevaba una década esperando la entrega de los dos últimos manuscritos de la trilogía. Todo esto, aparte de su separación matrimonial en el verano de 1970, contribuyó a su silencio y a su fuga final del panorama literario español al que pertenecía como pionera femenina de la novela de posguerra desde la publicación de Nada en 1945.
Este recorrido a vuelo de pájaro, recordando a Laforet desde la distancia y a través de las últimas dos décadas, resume parte de mis labores, en compañía de Anna Cabellé, de su biografía Carmen Laforet. Una mujer en fuga (RBA 2010), que ya va por su cuarta edición. Sin mencionar mi hallazgo del manuscrito original de Nada en Madrid, en la primavera de 2001, que permanecía en el despacho de un librero de viejo llamado Carmelo Blázquez, quien a su vez lo había adquirido de los herederos de la hija de Ernesto Giménez Caballero.
Un domingo de Pascua, 15 de abril de 2001, caminando por la Cuesta de Moyano, en conversación con dueños de quioscos y casetas de libros usados, como un milagro caído del cielo, pude obtener el nombre de uno de los libreros de viejo más reconocidos que había adquirido el manuscrito original de Nada y que conservaba como un tesoro.
Después de ganar la primera edición del Premio Nadal en 1944, Laforet había regalado su manuscrito a una querida amiga y compañera de la Sección Femenina, quien le serviría de interlocutora mientras terminaba de escribir su obra maestra. Se trataba de la hija de Giménez Caballero. Tras su muerte súbita en un accidente automovilístico, sus hijos le vendieron a Blázquez el manuscrito conservado durante 50 años.
Una vez convocada la cita en su despacho a unos pasos de la estación de Atocha, pude tener el manuscrito en mis manos por primera vez. Aunque Blázquez esperaba mi mejor oferta, para mí era una meta que el mismo volviese a las manos de su autora. Misión cumplida, lo demás es historia.