El prolífico escritor presenta una antología de los mejores momentos de su extenso diario, por un lado, y por otro, una novela protagonizada por un agente con una misión en la España de 1945.
Entre 1887 y 1896, y dividido en nueve tomos a lo largo de tres series, se fue publicando en París un diario único en el mundo de las letras por varias razones; primero, por ser de los primeros (si no el primero) en tener un marcado carácter socioliterario y no meramente privado o adscrito a alguna crónica viajera, por ejemplo, y sobre todo por estar concebido por dos personas, dos hermanos, que redactaban todo al alimón con una armonía y laboriosidad extraordinarias, caso de, por ejemplo, Germinie Lacerteux, novela aparecida en 1865 de la que Émile Zola dijo que fue «hija de su tiempo», totalmente un precedente de la corriente naturalista.
Eran Jules de Goncourt y Edmond de Goncourt, cuyos relatos la historia ha relegado al olvido pero cuyo apellido tiene un eco constante en el ambiente cultural galo y hasta internacional por el premio así llamado, el cual se empezó a llevar a término para cumplir con una voluntad que dejó dicha en el testamento Edmond. Este había muerto en 1896, y quedaba ya muy atrás la desaparición, en 1870, de su querido e inseparable hermano menor, en cuya memoria, pues, estuvo erigido este galardón que dio comienzo en 1903 y que tiene un casi inexistente premio en dinero pero una proyección comercial enorme.
La desaparición precoz de Jules destrozó a Edmond, que acabó por decidir que tenía que darle continuidad a lo que estaba siendo un gran trabajo a la hora de captar e inmortalizar acontecimientos, novedades y charlas de los grandes literatos del momento en Francia, y con la firma de ambos. Aquellas anotaciones diarias de casi veinte años juntos, desde que publican su primera novela ―tan atractiva para lectores que gustan de visitar los cenáculos literarios más íntimos, compuestos de chismes, juicios a obras ajenas, manifestaciones de tinte oral que acaban en negro sobre blanco acerca de libros y la vida en general―, llegó con una cuidada selección y traducción de José Havel.
Diario. Memorias de la vida literaria (1851-1870) (Renacimiento, 2018) daba así comienzo de una manera harto particular, cuando una mala casualidad hace que el mismo día en que se pone a la venta su primera novela, titulada En 18… (2-XII-1851), Luis Napoleón Bonaparte, presidente de la Segunda República Francesa, dé un golpe de Estado para erigirse en Napoleón III, lo que generaría como consecuencia directa en este ámbito literario el exilio de Victor Hugo y un clima de censura perpetrada en contra de los medios de comunicación.
A tenor de lo que se comentaba en este Diario, siempre tocando tabúes sociales o transcribiendo las punzantes ocurrencias de sus amigos escritores, que no tenían pelos en la lengua jamás, se originó al publicarse un gran escándalo aun habiéndose omitido algunos nombres propios. El puritanismo y la hipocresía generalizada no podían aceptar la libertad de expresión de la que hacían gala los Goncourt y, por extensión, los autores que más aparecían en estas páginas: Flaubert y Gautier ―fabulosas todas sus intervenciones, pues a través de estos o de los dos hermanos el diario acababa siendo un texto valiente y atrevido, que se posicionaba en contra de las convenciones sociales, atendiendo asuntos relacionados con el sexo o lo políticamente incorrecto―, más la narradora George Sand, el ácido crítico literario Sainte-Beuve y el historiador Hippolyte Taine. Asimismo, al lado de todo tipo de encuentros con grandes personajes, veíamos a los Goncourt centrados de manera incansable en su obra narrativa e histórica, dejando a la vez traslucir su punto de vista sociopolítico: por un lado, por medio de su mirada clasista y, por el otro, por la añoranza al siglo xviii y el rechazo al republicanismo.
Un salón para perderse
Toda aquella audacia del texto privado que, a la vez, quería ser un espejo del día a día del ambiente literario, individual y grupal, una continua observación personal que, por su contenido y enfoque, estaba llamada a ser compartida, tendrá una extensión infinita por medio de innumerables escritores que también han redactado diarios pensando en que vieran la luz, haciendo de sí mismos el tema de sus escritos en relación con el entorno doméstico, laboral o social. Y entre nosotros, nadie se ha dedicado con tanta profusión a tal cosa que Andrés Trapiello, desde hace más de treinta años, con su gigantesca obra caminante Salón de pasos perdidos, atendiendo a lo que apuntaba en versos de su libro Rama desnuda(2001): «… Sin presente no hay vida. / Que tu divisa sea: no hay ni un después ni un antes» (poema «Divisa»).
Ese presente que, captado con forma de diario en su día y que, pasado algún tiempo, se reescribe en clave más novelesca, llegó a su entrega decimosexta con Troppo vero (Pre-Textos, 2009), y tomamos este diario particular al vuelo porque podría pensarse que este tomo constituyó cierto punto de inflexión, a tenor de lo que el autor decía en el breve prólogo, tras un tiempo más que considerable de andadura literaria, tan abundante y prolífica. El propio Trapiello se asombraba ante las miles de páginas ya publicadas, pero la legión de admiradores de esa novela en marcha convertida en narración de lo visto, sentido y leído no hacía sino corroborar que el esfuerzo y la constancia bien merecían la pena.
Trapiello es consciente de las consecuencias de tantos años dando este Salón, de las expectativas que despierta, del temor o el deseo de unos u otros en aparecer en él ―siempre disfrazados de iniciales o tras la máscara de una X o Z―, y, tal vez cansado de que lo vieran como un polemista que se ha metido en algún que otro jaleo (una querella por insultos, contada aquí con su humor característico), buscaba redimirse por medio de una aparición divina que orientará sus pasos hacia la bondad sempiterna.
Esas páginas iniciales, tan cómicas, acaso fueran lo más ingenioso de un libro que, como no podía ser de otra manera, acogía asuntos muy diversos, correspondientes al año 2002, en función de lo que le ocurría al autor día tras día y de su mirada hacia las cosas, una veces cínica o escéptica, otras melancólica y taciturna. De tal modo que aparecían reseñados sus habituales paseos por el Rastro en los que compra postales y fotografías antiguas, varias participaciones en actos culturales (la más destacada, una concerniente a un álbum sobre Luis Cernuda preparado por la Residencia de Estudiantes), conversaciones con amigos de siempre (Ramón Gaya, Juan Manuel Bonet, Abelardo Linares), llamadas telefónicas convertidas en diálogos estrafalarios…
Todo es materia narrativa, y el placer de leer a Trapiello está por encima de que se compartan o no sus consideraciones, por ejemplo, en torno a C. J. Cela y José Hierro cuando después de sus muertes aporta su punto de vista ―muy duro el primero por considerar al Nobel un mal escritor; muy reflexivo el segundo por no encontrar verdadera poesía en poesía tan destacable sin embargo―, o al respecto de la antología Las ínsulas extrañas o las memorias de Gabriel García Márquez, «preso de su propia literatura», de su «prosa presumida».
Desde una casa de campo
Vehemente y recto en sus opiniones, Trapiello es uno de esos creadores que no transige ante la oleada imperante de lo políticamente correcto o la hipocresía sociocultural. En un campo nuestro como el de la crítica literaria, afectada de tantos aduladores y cortesanos, siempre constituye un alivio leer las palabras sinceras y valientes de un hombre cuya primera norma es el sentido común. Desde su casa de campo en Las Viñas, donde le gusta empezar y acabar sus diarios, Trapiello observa la naturaleza y de ello nacen tanto bellos fragmentos líricos como historietas desternillantes (véanse los párrafos en los que cuenta cómo una mariposa se le posa en el pene en plena micción).
Todo en el escritor es pensamiento y sentimiento a partir de escenas simples y evocadoras: unos niños que ve jugar al fútbol mientras vuelve al hotel sevillano donde se hospeda en los días en los que asiste al estreno de su adaptación teatral de El tío Vania, que le parece aburrida y lenta y con unos actores que sobreactúan; la descripción de un reloj de estación, el aturdimiento de enfrentarse a la calle tras todo el día trabajando, primero ajeno al mundo y luego enfrentado a sí mismo. Todos eran pasajes extraordinarios en los que, antes o después, asomaba su amor profundo por Juan Ramón Jiménez, para él una constante inspiración y ejemplo, y en el que se ofrecía un hombre tan culto y fino como sencillo y coherente, que atacaba con rotundidad la pedantería y la mixtificación imperantes.
Decía en un libro Antonio Rivero Taravillo, Las líneas de otras manos, que el autor leonés «ha puesto patas arriba la prosa del yo en España, la cual se puede afirmar que ha conocido un antes y un después marcados por su entrega inaugural de 1990». Ciertamente. Un yo que se hace, como todos, más interesante cuanto más contradictorio se nos da: Trapiello escribe de sus cosas pero con el ánimo de despegarse de ellas, y es precisamente cuando usa un tono que lo distancia de sí mismo cuando la ironía se convierte en diversión de primera: su burla de sí mismo de forma genial, demostrando que el absurdo circundante también le atañe a él, como en los encuentros con políticos que dan pie a momentos hilarantes (con un alcalde madrileño una vez, otra con la ministra de Cultura) y sus charlas con otros artistas, caso de Miquel Barceló, que no tienen desperdicio alguno.
Llegar a ese equilibrio, en todo caso, es tarea ardua. En El escritor de diarios (1998), Trapiello afirmaba buscar en estas prosas «un poco de sinceridad y cierta intimidad. Esto último se presta a algunos malentendidos. Se cree que un diarista, por el hecho de hablarnos de su vida, está teniendo con nosotros la atención de invitarnos a su casa». Pero ¿qué es si no las páginas sobre sus tremendos problemas dentales o la alta fiebre que padece durante unas jornadas, sus momentos frente al espejo del baño o en la cama, una suerte de invitación a imaginarlo en su intimidad, en su hogar?
En el prólogo a Las inclemencias del tiempo (diario de 1996 publicado en el 2001) afirmaba que «en este negocio de los diarios creo que el secreto reside en hablar poco de uno mismo, y cuando no hay más remedio, en hacerlo como si se tratara de otro». Ahí está el quid de la cuestión en estos pasos perdidos: al tomar distancia de lo que le ha ocurrido, surge el Trapiello más brillante y estiloso; cuando algunas veces entra en aspectos domésticos o muy personales, la sensación del lector de que está entrando en una casa con familiaridad se hace explícita.
Reedición de diario más novela
Pero un libro como este, en su pluralidad de contenidos, llega a un mismo lector de muy diferentes maneras según la página que se visite. Y además, cabe considerar lo más relevante: el juego entre lo verosímil y lo imposible, lo verdadero y lo inventado, la infinita capacidad lúdica de la literatura. «La incertidumbre es la parte más valiosa de la verdad», afirmaba Trapiello en un precioso aforismo, retomando la idea que exponía en el prefacio, sobre cómo «lo que nace como veraz se hace verosímil, sin renunciar a la autenticidad, en su redacción definitiva para ser publicada. Así, pues, es como ve uno a la verosimilitud, fiel aliada de la ficción: llevando a veces hasta la verdad a muchos más lectores que la misma veracidad».
Con ese juego troppo vero (‘demasiado veraz’), año tras año, va construyendo su gran obra este escritor que, justo después de aquel 2002 convertido en diario, le iba a esperar la obtención del premio Nadal por su novela Los amigos del crimen perfecto y muchos otros libros más, como la adaptación al español actual, palabra a palabra, del Quijote, que provocó cierto revuelo e hizo aún más célebre su figura.
Ahora, Alianza publica Fractal, o dicho de otra manera, el inicio de lo que va a ser la republicación del Salón de pasos perdidos, tomo a tomo, y que se prolongará a partir del año 2025. En esta ocasión, tenemos una antología de los algunos momentos cumbre de toda la serie, tomada de los 20 primeros tomos publicados en la editorial Pre-Textos de Valencia entre 1990 y 2016. Se inició con El gato encerrado y se extiende por veinticuatro volúmenes y más de doce mil páginas. El libro tiene un subtítulo, «Una novela en marcha», y cuenta con un epílogo inédito del autor
«Esta mañana tenía el Rastro esa grandeza de los días de invierno. Apenas había amanecido y ya estaban desplegándose los primeros puestos. Todas las cosas que iban extendiendo sobre la acera parecían oxidadas, chatarra, latón viejo; hasta los libros tenían algo de escombros. El cielo, empañado de frío, no se sabía todavía si iba a ser azul o gris, y desde Mira el Río se veían allá abajo, uno aquí, otro más allá, los vivacs encendidos. Son fuegos que meten en calderos de zinc o en bidones que cortan por la mitad y en los que hacen unos agujeros para que las llamas respiren. A veces queman una cómoda entera, con cajones y todo, o la pata de una consola que recuerda el cuello de un cisne»… Tal es el comienzo de este libro.