Óscar Montoya (Alicante, 1975) es licenciado en Derecho y reside en Vigo, donde trabaja en una empresa dedicada al comercio exterior. Tras haber escrito y autoeditado su primera novela, Últimos días de maternidad (2017), AdN apostó en 2019 por De otro lugar (finalista del premio Silverio Cañada, de la Semana Negra de Gijón) y Lo que te persigue (2021). Ahora presenta Murciélagos blancos, una crónica hilarante a ratos, emocionante siempre, en la que nada es lo que parece, y cuya trama ahonda en reflexiones sobre la adolescencia, la emigración, la corrupción rampante de los adultos y el poder transformador de las palabras.
1987 y Lucas, Gloria y María Celeste, los protagonistas de esta obra, comparten un mismo sueño: ser escritores. Lo que quizá más sorprende es el lugar donde lo sueñan: la cueva de los Fiambres. ¿Cómo llegaste a una localización así?
La cueva de los Fiambres es, como todas las cuevas habitadas o abandonadas de Cuevas del Río, una antigua perforación en la loma efectuada por los agricultores de una población vecina para servirles de refugio provisional, es decir, para guardar los aperos o la cosecha, o simplemente para dormir, antes de regresar a casa después de la labranza. Con el tiempo, todas estas cuevas se convirtieron en viviendas, y el conjunto de ellas en pueblo, de ahí su nombre. Es, básicamente, la misma historia de Cuevas del Campo, la población originaria de mi familia. Los protagonistas simplemente se han criado en este tipo de hogares o los conocen desde niños, por lo que el lugar no tiene nada de excepcional para ellos; si acaso para Lucas, que es el único de los tres que nació y vive fuera del pueblo, en Valencia. Sin embargo, que unos adolescentes arrebatados se cuenten historias y se coman el coco en el interior de una cueva sí que tiene un simbolismo claro. La edad temprana de los chavales remite a los albores de la humanidad, a la protección de la gruta; su pensamiento distorsionado, a la alegoría de la caverna. Por eso la novela comienza con el amanecer y la salida de los chavales de la cueva. A partir de ahí, su percepción del mundo y de sí mismos se enfrentará a la pura, dura y cutre realidad.
Sin desvelar nada de la trama, podemos decir que la corrupción urbanística juega un papel importante. La trama transcurre a finales del siglo pasado, pero en ese sentido tiene una lectura muy actual porque el ladrillo sigue siendo uno de los focos de atracción más importantes de la corrupción en todas sus formas. ¿Qué te interesaba de ese trasfondo?
La trama gira en torno a la expropiación de unas tierras para construir un embalse. En este sentido, me interesaba mucho el contraste entre los cambios físicos de los protagonistas y la modificación del territorio. Gloria, la narradora que peor imagen tiene de sí misma, cuando se observa al espejo solo ve un cuerpo pudriéndose, un cuerpo que ha quedado sumergido bajo el tiempo como las tierras expropiadas de su padre bajo el agua. No hay vuelta atrás. El crecimiento es corrupción. Los tejemanejes de los adultos apestan. Cuanto antes lo acepte, mejor.
Para la novela has elegido una forma que podríamos denominar «Pasarse el testigo», cada capítulo sigue a un personaje pero la trama siempre avanza, nunca volvemos hacia atrás. ¿Qué te aportaba esta forma de contar la novela?
Dinamismo, algo que busco en todas mis novelas. Aquí los personajes no ofrecen su versión de la historia. Es la trama misma la que va puliendo y maleando a los personajes. Lucas, Gloria, María Celeste, un guardia civil, una jipi exiliada de la Alpujarra, una anciana con alzhéimer, todos se van pasando el testigo de la narración y, salvo excepciones, el relato va siempre hacia adelante.
Un elemento clave, casi marca de la casa, es el humor. Solemos relacionar la novela con crímenes a cierta seriedad, incluso a lo trágico, pero tú usas mucho el humor para condimentar unas obras que sin embargo no dejan de tener un punto trágico por ello.
Una vez me contaron que una persona había sufrido un infarto mientras le daba de cenar a un familiar ingresado en un hospital, familiar que también había sufrido un infarto. Esto es terriblemente trágico, pero te lo cuentan y te hace gracia; te hace gracia aun sabiendo que tú mismo puedes caer fulminado en cualquier momento; mientras escribo estas líneas, por ejemplo. No se trata de falta de empatía; simplemente, te sorprende el grado de patetismo que pueden alcanzar algunas situaciones de la vida. Te ríes no por no llorar, sino por no entender. Por eso me gustan los autores que no hacen ascos al humor negro. Me acuerdo de Philip Roth. Pocas veces me he reído tanto como aquel pasaje de La mancha humana en que un desquiciado veterano del Vietnam entra en un restaurante chino. La tragedia habla de nuestra insignificancia. El humor nos dice: «Ok, no sois nada, pero no lo vais a solucionar llorando».
En ese humor un papel importante lo juega el uso de ciertos tópicos que, en tus manos, aparecen podríamos decir renovados, a veces incluso retorcidos, para mostrarnos otro rostro y permitir otras lecturas.
Me encantan los tópicos. Solo les veo cosas positivas. Es una herramienta narrativa de primer orden que permite al autor comunicarse con el lector mientras escribe, porque es un lenguaje común. Los tópicos te ahorran un montón de descripciones, porque se las endosas al lector. Son un residuo del naturalismo del siglo XIX. ¿Cómo no iba a tener Cuevas del Río sus dos hermanos tarados al más puro estilo Puerto Hurraco? Con solo escribir «hermanos» me he ahorrado veinte páginas. Eso sí. Una vez mostrado el tópico, vamos a darle una pequeña vuelta.
Esta es tu tercera novela con AdN. ¿Qué has aprendido en este tiempo, de 2019 a hoy, sobre tu trabajo de escritor?
Han sido tres novelas en cinco años, así que todo ha ido muy rápido. No sé muy bien qué he aprendido, la verdad. He ido a festivales; las bibliotecas tienen mis libros; a una novela le ha ido mejor que a la otra; he conocido a otros escritores; y cada vez que me cruzo con un amigo, me recomienda encarecidamente el último libro que ha leído. Pero salvo esto, la sensación que tengo es que mi vida no ha cambiado absolutamente nada, y eso yo creo que es bueno. Lo importante es seguir escribiendo con disciplina, libertad y los pies en el suelo. Y no hay mucho más.