Este jueves se hizo entrega del Premio Nobel de Literatura 2017 al escritor británico de origen japonés Kazuo Ishiguro, siendo el segundo escritor en lengua inglesa consecutivo que consigue el Nobel, tras el de Bob Dylan el año pasado.
Con el Nobel de literatura a Kazuo Ishiguro, la academia sueca ha vuelto a la senda de la normalidad. El de este año es por tanto un galardón sin ruido, incontestable, sin ajustes nostálgicos con el pasado –eso fue para mí el premio a Dylan– ni estrategias aparentes que nos alejen de lo puramente literario. Ishiguro es un narrador sólido, de gran capacidad para lo sensorial y que sabe poner ante nuestros ojos ese pensamiento oscuro que habita en nuestro interior y sin embargo con tanta frecuencia permanece oculto. Anunciando el premio, la academia sueca afirmó que Ishiguro «descubre el abismo que se abre más allá de nuestro sentido ilusorio de conexión con el mundo», una definición que encierra cierta autocomplacencia en la expresión del jurado pero que tampoco anda descaminada; el británico es un escritor fino que ya desde aquella primera sorpresa agradable que se llamó Pálida luz en las colinas sabe explorar como pocos las dimensiones ocultas de nuestra conciencia. Es licenciado en filosofía por la Universidad de Kent, y ese sustrato se demuestra en la ética de la sospecha que con tanta pericia diluye en la trama y en esos narradores poco o nada confiables que nos recuerdan que el arte también está para llamarnos mentirosos.
A Ishiguro le llega el Nobel a la edad de sesenta y dos años, y después de una trayectoria sobresaliente. No es un autor especialmente prolífico, pues las novelas que ha entregado a imprenta no llegan a la decena, pero es constante y confiable en la calidad de lo que muestra. Hay dos rasgos que admiro de él: el primero es su capacidad para conjugar las tradiciones artísticas que conoce, tratándose de un nacido en Nagasaki y emigrado a Gran Bretaña cuando era niño. En los años de facultad tuve un profesor que nos explicaba esta capacidad de mestizaje de Ishiguro argumentando medio en broma medio en serio que era el más oriental de los escritores europeos y el más europeo de los orientales. El segundo rasgo es su capacidad para cambiar de registro y continuar siendo el mismo. Como si fuera una especie de Stanley Kubrick de la literatura, en cada novela explora un género diferente, vagando desde la detectivesca Cuando fuimos huérfanos, la ciencia ficción distópica de Nunca me abandones o la delicada fantasía de su última novela hasta la fecha, El gigante enterrado. Pasados los años, la obra más popular y difundida sigue siendo Lo que queda del día, en realidad porque James Ivory la llevó al cine en 1993 y además lo hizo bien. En ella se encuentra el mayor hallazgo de la carrera de Ishiguro: Stevens, ese sirviente que siente que la vida se le ha escapado entre los dedos y que nos hace recorrer años tan terribles como los del anuncio y desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Recomiendo leerle en orden cronológico siempre que sea posible, para poder percibir esa ansia del artista ambicioso e inconformista que se esfuerza por ofrecer a sus lectores algo distinto y mejor en cada entrega.
En las declaraciones posteriores al anuncio del Nobel, Ishiguro confirmó que tenía muy avanzada una nueva novela y expresó su temor de que el ruido mediático que se cierne sobre él afecte al resultado final. Sus palabras me parecieron una bella muestra de honestidad y profesionalidad, y señal cierta de que es un narrador incansable que no siente que el premio Nobel deba ser el punto final de una carrera.