Un año después de la toma de posesión de Donald Trump, el mundo es más inseguro. Y al millonario de la máscara anaranjada aún le falta por cumplir buena parte de su programa.
Es un payaso. Se ha puesto una piel de nutria como peluca, se ha tintado el rostro de naranja y pasa buena parte de su tiempo diciendo sandeces en Twitter. Hasta a su esposa le resulta incómoda su compañía y rechaza en público la mano que él le tiende. Pero es un payaso maligno. El mundo es aún más peligroso desde que ocupa la Casa Blanca, hace ya un año.
Donald Trump se ha sumado a los males que hacen que tengamos la sensación de estar viviendo un tiempo apocalíptico, que nos preguntemos si la humanidad sobrevivirá al siglo XXI. No teníamos suficiente con el terrorismo yihadista, con el aumento de la pobreza y las desigualdades, con tanta gente ahogándose en el Mediterráneo al intentar huir de la guerra y la pobreza, con el cambio climático. No, también tenía que venir él.
Que tantos trabajadores contemplaran a Trump con esperanza, dice mucho sobre la crisis de las mediocres democracias occidentales.
Ganó las elecciones explotando el miedo. En noviembre de 2016, muchos de los norteamericanos que vivían acobardados votaron a Trump. Él se había dirigido a los varones blancos y anglosajones de las clases populares, apelando a sus temores reales o imaginarios: la pérdida del puesto de trabajo, la deslocalización de la empresa, el desahucio de la vivienda, los atentados terroristas, los inmigrantes de rostros oscuros, la igualdad de las mujeres, las reivindicaciones de las minorías sexuales, el declive de Estados Unidos. Se los metió en el bolsillo tan solo por el hecho de hacerse eco de lo que ellos hablaban en las tabernas.
Trump consiguió presentarse como el candidato antisistema en un momento en que mucha gente está hasta las mismísimas narices del sistema. Que lo hiciera siendo un multimillonario, tiene su mérito. Prueba su habilidad para conectar con pulsiones profundas de la actual sociedad norteamericana. Que tantos trabajadores lo contemplaran con esperanza, dice mucho sobre la crisis de las mediocres democracias occidentales.
Por supuesto, no ha solucionado en su primer año en la Casa Blanca ni uno solo de esos problemas reales o imaginarios de los varones blancos que son pobres y están cabreados. Tan solo ha conseguido aportar más miedo a la sociedad estadounidense. Ahora también lo tienen las mujeres, los homosexuales, los negros, los hispanos y los musulmanes. Miedo a que Trump les recorte o anule los magros derechos que habían podido ir conquistando.
Trump debutó con medidas expeditivas contra ciudadanos de países árabes y musulmanes que intentaban entrar legalmente en Estados Unidos. Eran tan absurdas e injustas que los tribunales las vetaron de inmediato. Pero ello no le despeinó. Fiel a su imagen de hombre que dice lo que piensa y hace lo que dice, se ha pasado su primer año presidencial intentando cargarse el raquítico sistema de asistencia pública sanitaria que con tanto esfuerzo había logrado implantar Obama. Y ello sin dejar de hacer comentarios machistas, contemplando con benevolencia el resurgir del Ku Klux Klan y predicando la xenofobia en un país donde todos, menos los indios, son descendientes de europeos, asiáticos o africanos.
No se le ha visto, en cambio, el menor atisbo de meter en cintura a Wall Street. Trump había hecho campaña denunciando la falta de corazón y de patriotismo de las grandes empresas y entidades financieras estadounidenses, capaces de sacrificar a los trabajadores de su país en aras de seguir aumentando sus beneficios en territorios extranjeros más propicios. Así conquistó el voto de parados y obreros en apuros. Una vez en la Casa Blanca, adoptó, como cabía imaginar, la agenda conservadora clásica: lo mejor es bajarle los impuestos a los que ganan mucho. Así estarán contentos e invertirán en el territorio nacional. Bajo la estola de nutria de la cabellera de Trump, asomó su rostro de tiburón neoyorquino de los negocios.
Los ocho años de Obama en la Casa Blanca evidenciaron universalmente los límites del poder del presidente de Estados Unidos. Su Yes We Can no pudo con Wall Street, ni con el Pentágono, ni con la CIA, ni con Benjamin Netanyahu, ni tan siquiera con Guantánamo. Sin embargo, una de las cosas indiscutibles que pueden decirse de Obama es que no metió a la humanidad en nuevos líos. Heredó muchos de su predecesor ─Afganistán e Irak, entre ellos─, pero no amplió la lista. Debemos agradecerle que nos evitara esa confrontación con Irán que deseaban los ultras y desdramatizara el conflicto entre Estados Unidos y la Cuba castrista.
Una vez en la Casa Blanca, adoptó, como cabía imaginar, la agenda conservadora clásica: lo mejor es bajarle los impuestos a los que ganan mucho.
Ahora se cumple un año de la despedida de Obama, y todos los habitantes del planeta también podemos decir que tenemos más miedo que durante su presidencia. Trump no se ha puesto aún a construir el muro con México que prometió, pero ya ha retirado a Estados Unidos de la Unesco y del acuerdo de París contra el cambio climático. Lo segundo es un desastre quizá irreparable. Ahora, cuando es evidente que los veranos son más largos y calurosos, las sequías más colosales y las tormentas más salvajes, cuando incluso se deshace a ojos vista el Polo Norte, Trump devuelve al gigante norteamericano al culto del carbón y el petróleo. La máscara anaranjada de este individuo es verdaderamente diabólica.
A los presidentes de Estados Unidos suele gustarles que les llamen Commander in Chief. Poco duró el espíritu de no intervención en los asuntos mundiales con el que nació este país; la vocación de imperio no tardó en ir germinando a medida que fue siendo consciente de su poderío. El norte de México y los restos del imperio español fueron sus primeros bocados; pocos han sido desde entonces los titulares de la Casa Blanca que no han tenido su guerra. Y es que una intervención militar en el extranjero reanima lo que Eisenhower llamó el complejo militar-industrial, genera cientos de miles de empleos, silencia las críticas al presidente y agrupa en torno a su figura a la mayoría de la población. Estados Unidos es un país de creyentes. Si desde el Despacho Oval se les dice que tal o cual país es un enemigo para su seguridad y prosperidad, se lo creen a pies juntillas y God bless America.
Cabe imaginar que Trump también sueña con su guerra. Le resultaría decepcionante terminar su primer mandato sin haber salido en la televisión informando a sus compatriotas de que se ha puesto el uniforme de Commander in Chief y ha ordenado bombardear al Vietnam o Irak de turno. Quizá no se atreva con China, que ya es demasiado poderosa, pero no ha ocultado en los últimos meses las ganas que tiene de liarse a tiros con Kim Jong-un. En septiembre, amenazó explícitamente a Corea del Norte con una acción militar «devastadora», con su «destrucción total». Fue en su primer discurso ante la Asamblea General de la ONU.
Kim Jong-un debería tomárselo al pie de la letra. «La vocación de América se mide en el campo de batalla, desde las playas de Europa y los desiertos de Oriente hasta las junglas de Asia», dijo Trump en su discurso en la ONU. Y como Corea del Norte debió de parecerle poca cosa, también señaló con su dedo belicista a Irán, ridiculizando de paso los esfuerzos de Obama para buscar una salida pacífica al contencioso del programa nuclear de los ayatolás. Trump es pura megalomanía. De los de a más enemigos, más honor.
La piromanía es otra de sus cualidades. El 6 de diciembre, proclamó a Jerusalén como la capital indivisible del Estado de Israel, pasándose por el forro décadas de legalidad internacional, convirtiendo oficialmente a los palestinos en parias y arrojando más gasolina a un Oriente Próximo repleto de incendios. Respecto a Cuba, Trump ha saboteado la distensión de Obama. Le importa un comino dañar a miles de personas de uno u otro lado del Estrecho de Florida. Los seres humanos no cuentan para él. El periodista Mark Singer ya escribió hace unos cuantos años que Trump disfruta del «lujo máximo: una existencia sin el perturbador rumor de un alma».
Trump quizá no haya leído nunca La carga del hombre blanco (The White Man’s Burden), de Ruyard Kipling, pero está claro que comparte su visión del mundo. En ese poema de 1899, Kipling exhortaba a los norteamericanos a sumarse sin medias tintas a los británicos en la misión que Dios les había impuesto: tutelar a las gentes de piel fosca e ir llevándolos por el camino de la civilización, aunque sea arrastrándolas por las orejas. Trump se cree destinado a resucitar el imperio del varón blanco, anglosajón y protestante. Urbi et orbi.
«La diplomacia del caos». Así calificó la política internacional de Trump un artículo publicado en Le Monde el pasado noviembre. El artículo señalaba que aún no había hecho todo lo que quería en la escena global, pero que había sido fiel a sí mismo ─«impulsivo, narcisista y provocador»─ en lo que había hecho. Cuando visitó Japón, dio instrucciones para que la carne de las hamburguesas que allí iba a comer fuera de auténtica vaca estadounidense, no de esa «extravagante» variedad wagyu de los nipones. Más tarde, le dio por imponer aranceles a las aceitunas negras españolas. Y lo que vendrá. A eso lo llama America First!
Pocos han sido los titulares de la Casa Blanca que no han tenido su guerra. Y es que una intervención militar en el extranjero reanima lo que Eisenhower llamó el complejo militar-industrial.
Trump gobierna su país con la misma zafiedad con la que se desenvuelve en la esfera internacional. Los ceses y las dimisiones de sus portavoces y ministros han sido continuos; las acusaciones de compadreo con la Rusia de Putin, numerosas e inquietantes, y si no ha logrado aplicar su programa tanto como hubiera deseado es porque ni tan siquiera ha contado con la adhesión incondicional de la mayoría parlamentaria republicana. Ésta solo ha sido unánime en una cosa: la rebaja de impuestos a los ricos, el pasado diciembre.
Estados Unidos le ha opuesto una saludable pero insuficiente resistencia democrática. Miles de personas acudieron a los aeropuertos para solidarizarse con los viajeros musulmanes a los que Trump había prohibido la entrada al país. Cientos de miles de mujeres salieron a las calles para rechazar su chulería machista. Los tribunales discuten sus decretos. Escritores y cineastas, desde Paul Auster hasta Jodie Foster, lo ponen a caldo. Y jamás se había hablado tanto de impeachment ─destitución─ en el primer año en el cargo de un presidente. Pero ya en sus convulsos tiempos empresariales, Trump demostró que se siente muy a gusto navegando en el caos y contracorriente. Cuenta con la lealtad de su pequeña corte: cuatro amiguetes y algunos familiares: Ivanka en el papel de la Primera Hija y Jared Kushner en el de Primer Yerno. Con eso y su palabrería, tiene gasolina para ir tirando.
Trump se cree destinado a resucitar el imperio del varón blanco, anglosajón y protestante. Urbi et orbi.
Trump se comunica con el mundo a través de su cuenta en Twitter, con más de 43 millones de seguidores. Allí publica sus propios mensajes o se hace eco de los que le gustan. Cuánto más extremistas, mejor. En noviembre, difundió los de Jayda Fransen, jefa de un partido minúsculo de la ultraderecha inglesa. El problema estribó en que los tuits de Fransen no solo eran islamófobos, sino que también estaban basados en groseras falsedades. Cuando fue advertido de esto por Downing Street, Trump replicó amonestando en público a Theresa May. El resto del mundo parece no acabar de entenderlo: la verdad es lo que diga Trump.
Para esta política de comunicación se ha acuñado la palabra posverdad, a la que se ha apuntado mucha gente en este último año. Yo prefiero el vocablo clásico: mentira. Trump no ha inventado nada que no hubieran inventado Goebbels y otros.
Jamás se había hablado tanto de impeachment ─destitución─ en el primer año en el cargo de un presidente.
Trump se ve a sí mismo como un triunfador y lo es. El cineasta Michael Moore, que le detesta pero conoce bien su país, anticipó en 2016 que ganaría las presidenciales. Moore fue una excepción, la gran mayoría subestimó al multimillonario y sobrestimó a los estadounidenses. Nadie debería volver a cometer tamaño error. Trump es bufón, racista y misógino, sí, pero, atención, podría volver a ganar en 2020. A poco que la economía vaya bien, y si los demócratas no presentan un candidato con un mínimo de carisma, credibilidad y empatía con los sufrimientos de la gente, seguirá en la Casa Blanca. Quedan advertidos.
ENSAYOS PARA ENTEDER LOS ESTADOS UNIDOS DE TRUMP
El pasado septiembre, la editorial Simon & Schuster anunció que había vendido 300.000 copias de What Happened (Lo que ocurrió) tan solo en su primera semana en las librerías estadounidenses. Hillary Clinton, su autora, sigue teniendo numerosos incondicionales. A la promoción de What Happened se sumó el mismo Trump, que dio a conocer a través de Twitter su opinión sobre estas memorias políticas de su rival en 2016. «La deshonesta Hillary Clinton culpa a todo el mundo, menos a ella misma, de su derrota electoral», escribió.
Clinton, en efecto, se desahoga disparando a diestro y siniestro. En su opinión, Bernie Sanders, Putin, el FBI, el machismo y el sistema electoral norteamericano son, entre otros, los culpables de su derrota. A Trump le llama directamente «asqueroso».
Menos implicado personalmente en el asunto, el escritor mexicano Jorge Volpi alerta en Contra Trump (Debate, 2017) sobre los peligros de la presidencia de este tipo machista, xenófobo y nacionalista. Propone combatirla con el instrumento de la razón.
Hillbilly, una elegía rural (Deusto, 2017), del norteamericano J. D. Vance, explica las razones por las cuales buena parte de los trabajadores blancos de Estados Unidos prefirieron a Trump frente a Clinton. A través de la historia de su propia familia, Vance cuenta la creciente pobreza de ese grupo social y su frustración por sentirse abandonado por el establishment político, mediático y económico.
El show de Trump (Debate, 2016) es un espléndido retrato de Trump realizado por el periodista Mark Singer en un momento en el que el ahora presidente atravesaba una de sus horas bajas empresariales. Singer, que conversó con él durante meses y hasta viajó en su avión privado, llegó a la conclusión de que había alcanzado «el lujo máximo: una existencia sin el perturbador rumor de un alma». Años después, Trump consiguió otro de sus objetivos: que cualquier pakistaní viera su retrato y supiera quién era.
Cómo se hizo Donald Trump (Capitán Swing, 2017), del periodista David Cay Johnston, ganador de un premio Pulitzer, es un muy completo reportaje de las ideas, los métodos y las relaciones del tipo que terminaría conquistando la presidencia de Estados Unidos ante el asombro universal. Riguroso y fascinante es el relato de la habilidad de Trump para escapar de los fracasos de su carrera empresarial.
El filósofo norteamericano Aaron James anuncia su tesis en el mismo título de su obra: Trump. Ensayo sobre la imbecilidad (Malpaso, 2017). ¿Tan peligrosa es la imbecilidad del actual titular de la Casa Blanca? James no la minusvalora, en absoluto. Está dañando a Estados Unidos y todo el mundo y es urgente ponerle coto a través de una nueva propuesta de contrato social.
En cuanto a Trump, él mismo ha explicado en numerosos libros su filosofía de los negocios. En uno de ellos, Nunca tires la toalla (Ediciones Gestión, 2000), cuenta que su secreto es la tenacidad, no rendirse nunca en los momentos de infortunio. En el sector inmobiliario, afirma, aprendió a convertir las derrotas en victorias.