El lobo debe morir
La mayor virtud de la literatura infantil tradicional es presentar al niño cómo será la vida que le espera cuando crezca, sin ocultarle los aspectos desagradables de la misma.
Por eso en el cuento de siempre encontramos en una misma narración lo bello y lo perverso, lo tierno y lo despiadado, lo noble y lo siniestro, bondad y maldad. La mente del niño necesita abrirse a esa vida de la que conoce tan poco y en la que encontrará lo mejor y lo peor del género humano; una sociedad capaz del amor y de la guerra, del beso y del asesinato. Esa es la función y dimensión antropológica fundamental del cuento o la literatura infantil: avisarnos de los peligros físicos y los pozos morales que encontraremos en nuestra vida adulta.
Reflexiones sobre los cuentos infantiles. Revista Qué Leer.
En la sociedad actual, la literatura infantil y el cuento tradicional se encuentran amenazados, tanto que yo les colocaría una de esas franjas rojas que nos avisan de que un animal está cercano a la extinción. El primer factor que puede hacerles desaparecer (no de manera literal, sino transformándolo tanto que acabe perdiendo su esencia) es producto directo de la sobreprotección que tantas familias ejercen hoy en día sobre sus hijos, que les lleva a desear un cuento edulcorado, detenido en el rosa estéril de la candidez total, congelado en una bondad improductiva. Padres que suponen a sus hijos una piel tan fina como para necesitar cuentos en los que la bruja no muere, sino que se vuelve buena y se hace amiga amiguísima de la protagonista. En los mismos cuentos hay dragones que no asustan, lobos que no matan ni son matados por cazador alguno, y monstruos bien integrados en la sociedad. Pues bien: el lobo debe morir. Y la bruja, dragón o aparición también. Y además deben tener una muerte horrible, explícita, sádica, como la que brindan la mayor parte de los cuentos, fundamentalmente porque ahí radica su mecanismo de justicia. El niño necesita empezar a conocer que, lamentablemente, hay personas que matan, que roban, que mienten. Todas las historias tradicionales para niños son a la postre un juego de fuerzas entre el bien y el mal, en los que (para su consuelo) siempre triunfará el bien y se hará justicia. Si no hay lobo que muere no puede haber Caperucita, porque es en el contraste de malos y buenos donde el niño ve la diferencia y aprende.
Se podría argumentar a lo dicho que los cuentos evolucionan con la sociedad, y sería verdad. Las historias tradicionales se adaptan siempre al tiempo que les alberga. Si uno lee versiones realmente antiguas de los cuentos, encuentra rasgos especialmente perversos que han desaparecido porque las sucesivas sociedades lo han rechazado. Así ha ocurrido con el incesto, por ejemplo, que era más que frecuente en las versiones primitivas de los cuentos folklóricos pero que fue desapareciendo paulatinamente porque la idea repugna. Con el paso del tiempo, también han limpiado mucho su carácter machista, aunque todavía mantengan numerosos rasgos. Pero la sociedad contemporánea no se contenta con matizarlo o actualizarlo, sino que lo manipula hasta negarle su esencia. Ese cuento sin buenos ni malos tiene un impacto menor en el niño, porque no está escrito en ese código bondad/maldad verdaderamente efectivo. Podrá entretenerle, pero no le enseñará nada, o al menos no a distinguir el bien del mal. Y estarán de acuerdo conmigo en que esta distinción es fundamental de cara a sus elecciones de adulto.
Estos últimos pensamientos nos dejan a las puertas del segundo gran peligro que amenaza a la literatura tradicional, que es la parodia y la adaptación destructiva. En este aspecto el cine es el gran devastador. En algún momento de su historia, la industria cinematográfica se dio cuenta de que los niños no van solos al cine sino con sus padres, de manera que las películas no tienen que ofrecer un producto atractivo solamente para el niño sino para todos. Eso ha provocado que las películas infantiles actuales se pueblen de guiños al espectador adulto, cuando no tramas enteras que pretenden divertir al mayor. Se roba parte de la película al niño, sustituyendo el material que debería estar recibiendo él por otro dirigido al que paga la entrada. Hay demasiadas ficciones contemporáneas que hacen burda caricatura de los cuentos tradicionales. El adulto no se da cuenta de que para él este folklore abastardado le resulta gracioso porque ya conoce el original, pero el fenómeno está provocando que el niño acabe viendo más manipulaciones del cuento que versiones fieles del mismo, de manera que el mensaje no llega. El pequeño tiene difícil saber cuál es la Caperucita original después de haber visto o leído decenas de manipulaciones del motivo.
Permítanme otra reflexión final. En una pulsión francamente contradictoria con todo lo dicho hasta ahora (nada sorprendente en un tiempo como el nuestro, en el que todo es contradictorio de principio a fin), nuestra sociedad está convirtiendo la literatura infantil en una especie de reserva protegida de la cultura, exigiéndole que aporte al niño toda una educación. El libro infantil contemporáneo debe ser a la vez ecologista, social, didáctico y no sé cuántas cosas más. Pero todo eso que nos parece imprescindible en la lectura no se le exige a videojuegos y series. Los mismos padres que están buscando en la librería un cuento que tenga un valor naturalista, integrador, transversal, tolerante y hasta científico permiten que sus hijos jueguen durante horas en consolas en las que el único escenario es disparar a gente por la calle o destruir una ciudad con un coche. Al final, con la literatura infantil está ocurriendo como con la escuela: que se le pide que ofrezca al niño todo lo que la sociedad le niega. Y encima sin respetar sus reglas y usos centenarios.
Rafael Ruiz Pleguezuelos