Un viaje por las geografías de la ficción
Desde Gotham City a Westeros nuestro imaginario literario está poblado de parajes tan proclives a la redención como a la condenación. La geografía de las ficciones traza un fractal de nuestro mundo. El Maycomb de Harper Lee se duplica en el Yoknapatawtha de Faulkner. La Plassans de Zola en la Vetusta de Clarín. La Metrópolis cinematográfica de Fritz Lang en el Ankh-Morpork de la saga libresca Discomundo. Proponemos un recorrido distópico donde perderse es la primera condición para reencontrarse.
De Yoknapatawtha a Maycomb
En la lengua de los aborígenes chikashaw, al noroeste del Mississippi, el término Yoknapatawtha se traduce como «aguas que dividen», en una clara referencia al río homónimo. Cuando William Faulkner la eligió para bautizar al condado imaginario de sus grandes novelas, alegó que significaba «agua que fluye lentamente sobre la pradera». Pero, a decir verdad Yoknapatawtha remite bastante más a esas «tierras divididas». Las de los feroces terratenientes de las plantaciones sureñas, como los Compson o los Sartoris, cuyo epicentro real era el condado de Lafayette. Basta echar un vistazo a su censo —seis mil blancos y veinte mil negros— para imaginarnos todo lo demás. Intrusos en el polvo que se debaten entre el ruido y la furia… mientras el viejo sur agoniza.
Sucede algo semejante con el Maycomb virtual de Harper Lee, la autora de Matar a un ruiseñor. Un escenario paralelo para el gran teatro de la segregación. Lee había nacido en un discreto municipio de Alabama, Monroeville: su modelo para Maycomb. El palacio de justicia preside su plaza mayor, entre el ayuntamiento y la prisión. Su principal avenida muestra las mansiones de los señores del algodón y el tabaco. La estirpe maldita se hacina en las afueras. Un espacio segregado en el cual todo es —y debe ser— tal como parece. Atticus Finch lo tuvo difícil para impedir el linchamiento de otro Tío Tom acusado de violar a la reina de la fiesta. Hoy es considerado un héroe racial… en un país donde se siguen matando ruiseñores.
De Fairview a Hellʼs Valley
Su polo opuesto nos lleva hasta el Sun Belt americano. El sol de California bendice las glamurosas viviendas de Fairview y las de Hill Valley. Fairview, el paradisiaco escenario de Mujeres desesperadas, tiene su epicentro en Wisteria Lane. Todo es paz y bienestar en esta ciudad imaginaria creada por Marc Cherry… cuyo parentesco con El show de Truman resulta evidente. Aquí un cándido redneck vive sin saberlo en una ciudad que es pura telerrealidad. Las superwoman de Mujeres desesperadas maquillan con cup-cakes el infierno de sus vidas domésticas. Curiosamente, aunque Fairview es una ciudad ficticia, en Irlanda y en Canadá se ubican otras tantas con el mismo nombre… a la espera de un Marty McFly que redima a sus princesas del calvario implícito en el «felices para siempre».
Marty es el protagonista Regreso al futuro. Vive en otro paraje ilusorio, Hill Valley. En sucesivas entregas, Marty se desplaza al futuro y al pasado. En la primera se encuentra ante un escenario donde la gente despierta cantando aquello de Mr. Sandman, bring me a dream. Sesenta años después el sueño se cumple: Hill Valley ha mutado su nombre por Hellʼs Valley, el Valle del Infierno.
Metrópolis, capital de Discomundo
También podría llamarse Gotham City, o Ankh-Morpork, la ciudad circular que capitaliza la saga Discomundo, según Terry Pratchett. Todas son la misma. La distopía Art decó de Lang surgió a la vista de los rascacielos de Nueva York, en 1924. Tenían cerca el mito de la Torre de Babel. Y el aliento de los nuevos totalitarismos en la nuca.
Metrópolis fiscaliza nuestras peores pesadillas, incluida la tecnocientífica. Más coches voladores, metros aéreos, incluso un anticipo de Internet plasmado en su «visiofono». ¿Qué decir de María, la Eva Futura, no por nada idéntica al C3-PO de Star Wars? El futuro es mujer, parece decirnos Lang. Pero bajo sus altares ruge una tenebrosa sala de máquinas alimentada por una subespecie de zombis dignos del mundo feliz de Huxley. Primos hermanos al cabo de los habitantes de Ankh-Morpork, entre los que se cruzan trolls, enanos y vampiros.
Todo gira en Discomundo. Una vuelta más y la pestilente ciudad-estado ha tomado tierra en Gotham City. Uno de los guionistas de la saga Batman, Neal Adams, la describe como un cruce entre el Chicago de los años Capone y el Pittsburg actual. Así como la Metrópolis de Lang, Gotham plasma el arquetipo de las ciudades neogóticas por su verticalidad y siniestras y opresivas en su entraña.
La ciudad como un estado de conciencia. Para los gotamitas la aberración geográfica se coteja con la moral. Crecemos tanto como nos hundimos, parecen decirnos su vertiginoso skyline.
Derry, a un paso de Vigata
Basta con emparejar el Derry de Stephen King y la Vigata de Andrea Camilleri. ¿Qué distancia media entre Maine y Sicilia? Apenas dos libros. Porque el Derry ficticio donde King ancla sus novelas resulta perfectamente visible desde este arrecife de Porto Empedocle que Camilleri convirtió en Vigata. De la misma manera que bautizó a su comisario con el nombre de Montalbano, en honor a nuestro Vázquez Montalbán.
Vigata es el emplazamiento ideal para la mejor novela negra italiana. Calles desiertas, tramas latentes, cabezas de caballos en la cama, ni un turista. Pero adentrémonos en su Osteria della Lampara. La misma atmósfera «agro-pulp» que respiran los protagonistas —¿las víctimas?— de Stephen King.
Asesinatos de niños que apuntan a un payaso terrorífico, un clima de violencia latente. «Una única arteria atravesaba la ciudad —escribe King— de lejos, parecía una cicatriz». La cicatriz nos lleva hasta Irlanda del Norte, donde se localiza el Derry real. En 1972 fue escenario del Bloody Sunday. Una marcha católica pacifista que se saldó con quince muertos.
El héroe ucrónico de King en 22/11/1963 —Jake— no llegó a tiempo para impedir el asesinato de Kennedy. Entre tanto, la municipalidad de Porto Empedocle se plantea incorporar a su topónimo el de Vigata. En ese paisaje de arqueología industrial laten cien Vetustas a la espera de un Clarín que las despierte.
Otra Vetusta llamada Plassans
Pero nuestro Leopoldo Alas vino después. Primero fue Zola. Su Plassans provenzal no tiene nada que envidiar al Oviedo de don Álvaro de Pas y su Regenta. Zola tomó el nombre de una localidad cercana a Aix-en-Provence, Flassans, aunque su geografía es un calco de la primera. De ahí en adelante, los paralelismos entre las obras de los dos grandes del naturalismo resultan palmarios. Si en Vetusta todo se rige según el capricho de los Ozores-Quintana, en Plassans imperan los Rougon-Macquart. «Viven apartados de todo movimiento moderno —escribe Zola— aturdidos por el peso de las convenciones». ¿Qué diría Clarín, quien tuvo que publicar su novela en Barcelona para salvar el escándalo suscitado en la capital asturiana? A tanto llegó la indignación de los pudientes que el obispo dictó una pastoral condenándole virtualmente a la excomunión. Una condena equivalente a la que sufrió Zola tras la publicación de su Jʼaccuse.
Uno y otro vivieron experiencias comparables a la del Lord Jim de Conrad y los tres hermanos Geste, según P. C. Wren. Tras el hundimiento del Patna y atormentado por su cobardía, el primero se pierde en una isla imaginaria, Patusan, en busca de la redención. La misma que persiguen los protagonistas de Beau geste en otro enclave ficticio, Zinderneuf. Tanto da que el Patusan de Conrad sea una paráfrasis de Borneo, como que Zinderneuf remita a la Pentápolis argelina… trasladada a Arizona, donde se rodó la primera versión de la novela. En Vetusta, como en Plassans, no caben segundas oportunidades. El desierto es una página en blanco donde todo está por comenzar.
Al este de Westeros
¿Dónde acabar entonces? En esa metástasis global de toda la historia de la humanidad, desde los sumerios al tiempo de los imperios, pasando por Calígula, nuestros Borgia… y acaso Donald Trump.
George R. R. Martin ideó su Juego de Tronos siguiendo el modelo de la fundación de Roma. La ciudad de las siete colinas, los siete reinos. Westeros representaría su fase de esplendor, pero los señores de Winterfell saben que el invierno se acerca. Su Muro de Hielo recuerda tanto la Gran Muralla China como el Muro de Adriano que separaba en la Britania romana el mundo civilizado y el de los bárbaros. Los de Martin recuerdan un cruce entre los hunos y los vikingos. Parecen muy salvajes, pero sus atrocidades se quedan en juegos de niños si las confrontamos con las perpetradas entre los señores de los todopoderosos clanes —los Lannister, los Tyrell o los Baratheon— que pugnan por Trono de Hierro.
Conspiraciones florentinas, asedios bizantinos, reyes locos a la manera de nuestro Hechizado, y también consejeros —manos del Rey— que no tendrían nada que envidiar al conde duque de Olivares. Toda una enciclopedia de guiños históricos que rivaliza con los míticos de Tolkien. El Coloso de Rodas resucita en el que ve pasar entre sus piernas los navíos que acceden a Braavos, una talasocracia comparable a la Atenas de Pericles o a la Venecia de los Dogos. Essos, su rival, cataliza todos los esplendores de la Antigüedad. Como si lo mejor de Babilonia, Persépolis y Shangri-La se fusionara a la sombra de las pirámides. Sin embargo, todo ese friso de gloria apenas oculta una guerra milenaria que remite tanto al choque de civilizaciones como a los infiernos del poder dentro de cada una de ellas.
Un apocalíptico diría que esta síntesis de la Historia prefigura la inminencia del Fin de los Tiempos. Todo depende de si aplicamos la lectura del tiempo lineal o regresamos al circular. En cualquier caso, no es preciso acertar con un agujero de gusano. Basta con abrir cualquiera de estos libros para teletransportarnos, simultáneamente, al mañana y al día de ayer.
Álvaro Bermejo