(Virginia, 1930-New York, 2018)
Elegido para la gloria
Gracias a su fino oído, ambición y talento para la polémica, Tom Wolfe convirtió al periodista en firma y el periodismo en género literario. Admirado por unos, menospreciado por otros, siempre interesante, la cultura norteamericana de los últimos cincuenta años no se entiende sin su figura.
Quién
Thomas Kennerly Wolfe creció en un hogar adinerado y conservador. Alto, delgado, rubio y de aspecto aniñado, estudió literatura y periodismo, y al terminar la universidad hizo una prueba para fichar por los New York Giants. No lo logró y cambió el uniforme de béisbol por el suyo propio: trajes de tres piezas blancos, hechos a medida, camisas de seda con cuello alto almidonado, pañuelo asomando en el bolsillo, sombrero y zapatos blancos. Este característico atuendo, que él mismo definió como «una forma inofensiva de agresión», le sirvió para crear su personaje, de reportero excéntrico. «Creo que a la gente le divertía verme así. Pensaban que era un viejo. Un viejo raro de treinta años, me veían como a un estirado. Les encantaba esa idea, la del tipo con sombrero rígido de paja acercándose y preguntándoles cosas». Nunca dejó de ser el tipo educado que besaba las manos a las damas en las reuniones sociales. No tenía necesidad de cambiar. Había descubierto que no le hacía falta integrarse ni parecer un hombre de la calle para conseguir información. «Afortunadamente, el mundo está lleno de personas con la compulsión de contarte sus historias. Quieren decirte cosas que no sabes». Además, el traje blanco delataba dos constantes de su escritura: la atención a los detalles reveladores y la preocupación por el estatus social.
Vivía en un lujoso piso del Upper East Side con su esposa Sheila, diseñadora gráfica con la que se casó en 1978 y con quién tuvo dos hijos, Alexandra, reportera del The Wall Street Journal, y Tommy, escultor y diseñador de muebles.
Cuándo
A principios de los años sesenta «empecé a trabajar en los periódicos. En 1962, después de unas tazas de café aquí y allá, llegué al New York Herald Tribune». Fue entonces cuando Wolfe topó con un reportaje sobre el boxeador Joe Louis en la revista Esquire, en cuya redacción Gay Talese había empleado técnicas literarias y que «podía leerse como un relato breve». También en esos días, uno de sus compañeros del Tribune, Jimmy Breslin, se hizo un nombre firmando una columna en la que abordaba reportajes a modo de narraciones. Ahí Wolfe vio una veta en la que crecer y cumplir sus aspiraciones, a saber: «Hacer un periodismo que fuera absolutamente verídico y que tuviera la cualidad absorbente de la ficción».
Era una época en la que incluso los propios periodistas despreciaban el periodismo como algo que les daba de comer pero que no admitía pretensiones artísticas. Tal como recordaba Wolfe en su libro El nuevo periodismo: «La resolución elegante de un reportaje era algo que nadie sabía cómo tomar, ya que nadie estaba habituado a considerar que el reportaje tuviera una dimensión estética». En los Estados Unidos de los años sesenta, la novela era el arte en mayúsculas, la meta dorada. Cualquiera que supiera juntar un par de letras aspiraba a escribir la dichosa gran novela americana, incluso los mad men de la Avenida Madison.
Al menos, hasta entonces. La irrupción de Breslin, Talese, Wolfe, Joan Didion, Hunter S. Thompson y algún otro cambió la luz para siempre, iluminó a la sociedad americana desde nuevos ángulos. Y, según el propio Wolfe proclamaba a la menor ocasión, destronó a la moribunda novela como género literario número uno.
Qué
El nuevo periodismo es el empleo de recursos literarios en la escritura de una obra periodística (llámese crónica, reportaje o entrevista), normalmente de largo aliento.
Trascribir la realidad, sí, pero con un espíritu narrativo, aplicando técnicas del cuento y la novela, como la recreación de escenas, introduciendo diálogos y cuidando las descripciones. Mientras el viejo periodismo aspiraba a exponer los hechos de forma objetiva, el nuevo recreaba la noticia; el periodista cobraba voz, siempre a partir de la investigación exhaustiva. También era la búsqueda de enfoques diferentes a la hora de encarar la noticia.
Cómo
Wolfe llamó la atención enseguida gracias a su estilo sarcástico y enérgico, que se caracterizaba por un oído atento al habla coloquial, facilidad para la caricatura, una investigación profusa, un uso creativo del lenguaje y, ay, una puntuación excéntrica y un abuso de las onomatopeyas. Aunque aún en la actualidad tiene legiones de admiradores en las facultades de periodismo, al calificar su escritura se suelen emplear adjetivos como pirotécnica o histérica. Pero no pasa desapercibida. Byron Dobell, editor de Wolfe en Esquire, dijo de su lenguaje: «Está lleno de hipérboles; es brillante; es divertido, y tiene un oído maravilloso para expresar cómo se ven y se sienten las personas. Tiene ese don de fluidez que se derrama en su escritura de la misma forma que pasaba con Balzac».
La comparación con el escritor francés sin duda fue del agrado de Wolfe, pues era uno de sus favoritos junto con Dickens y Zola, y el espejo en que se miró cuando tras casi tres décadas de periodismo se pasó a la novela.
Por qué
Después de libros de no ficción tan celebrados como El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron, Ponche de ácido lisérgico o Lo que hay que tener. Elegidos para la gloria (el que acostumbra a destacarse como su obra maestra), Wolfe publicó en 1987 su primera novela: La hoguera de las vanidades. Una sátira mordaz sobre el culto al dinero, el poder y la vanidad que enseguida se convirtió en bestseller.
Cuando en las entrevistas se le preguntaba una y otra vez por qué había sucumbido a la escritura de un género que según él estaba muerto, Wolfe respondía sin sonrojo: «La gente acusa a los escritores de no ficción de no atreverse a cruzar la gran meta, que es la de la novela, así que me dije muy bien, vamos a probarlo. Tenía cincuenta y siete años y nunca antes había pensado en una novela, pero tuvo un éxito tan inesperado y gané tanto dinero tan rápidamente que me dije: ¡Dios, tengo que volver a hacer esto otra vez!».
Dónde
Wolfe es uno de los grandes retratistas del último medio siglo de Estados Unidos. Sus reportajes recorrían el sur del país, hacían parada y fonda en California y sobrevolaban ambas costas. Pero su gran territorio fue Nueva York, el zoo humano por el que se paseaba atento a noticias y personajes. Por ello no sorprende que muchos consideren que La hoguera de las vanidades es la gran novela de la ciudad.
Siempre con un pie en la calle y otro frente al escritorio, Wolfe visitó Atlanta para escribir su segunda obra de ficción, Todo un hombre, novela de igual ambición y voluntad de denuncia. Para la crítica a la frívola vida universitaria que supondría Soy Charlotte Simmons, llevó la acción a Carolina del Norte. Y para la que sería su última novela, centrada en la política y los conflictos raciales, escogió Bloody Miami como destino.