«Tengo una predilección casi enfermiza por Modiano. Siempre me he dicho que si hay una obra literaria que yo hubiera querido escribir, esa es la suya»
Cuando ya creía que no iba a leer ningún libro más de Patrick Modiano, resulta que estos días se obra el milagro de otro título nuevo, después de recibir el premio Nobel de literatura que se le concedió en 2014. Estoy hablando de Recuerdos durmientes (Anagrama). No atino ahora mismo, en el momento en que escribo estas líneas, a encontrar a ningún autor contemporáneo europeo que haya sido, hasta el momento, tan coherente y persistente en el dibujo de su mundo narrativo como el escritor francés.
Debo de ser sincero con el lector. Tengo una predilección casi enfermiza por Modiano. Siempre me he dicho que si hay una obra literaria que yo hubiera querido escribir, esa es la suya. Pero además también hay una cuestión que para mí no es baladí. Modiano es de mi quinta. Algunas veces, me pregunté qué hacía Modiano en París mientras yo en Buenos Aires hacía algo concreto que mi memoria ha fijado para siempre. En la página 80 de Recuerdos durmientes, su narrador escribe: «Junio, Julio de 1965.
Transcurrieron los días de aquel verano en Montmartre, todos iguales, con sus mañanas y sus tardes de sol». En Buenos Aires, esos días correspondieron al invierno austral.
Pero puedo decir que es altamente probable que mis días también transcurrieran «todos iguales», incluso tengo fotos de esos días donde se refleja esa melancolía que ya sentía de París, la ciudad que siete años más tarde llegué a conocer. Perdone el lector el injustificable inciso. Recuerdos durmientes forma parte del territorio Modiano. Un muchacho de veinte años que recorre París, sus barrios, que alterna con mujeres misteriosas y se cruza con tipos peligrosos. En los libros de Patrick Modiano imperan los claros-oscuros. Los del alma y los de sus calles y hoteles. Su escritura sí es clara, transparente. Si se trata de describir lo que nunca más veremos, dada la fugacidad de su existencia, mejor que la escritura se sólo se limite a fijarlos para siempre. Por ello perdurará la literatura de Patrick Modiano.
Propongo la lectura de una novela que me ha sorprendido. Se trata de De repente la libertad (Lumen), de Évelyne Pisier y Caroline Laurent. Me ha sorprendido porque no sólo es un libro escrito casi a cuatro manos, sino cómo logró la editora Caroline Laurent terminar los esbozos de la politóloga y escritora Évelyne Pisier, sus recuerdos con su madre y su vida en Saigón y otros avatares de su vida. En el fondo este libro es un diálogo entre alguien que está escribiendo un libro casi oral y otro que la escucha, reescribiendo, interpretando y formando parte activa de la estructura de unas memorias. Tenemos por tanto, una escritura en estado balbuceante pero enormemente evocativa e inteligente, y otra interrogadora, incisiva. Otra obra no menor es Stop-Time (Libros del asteroide), de Frank Conroy. El libro son las memorias del autor norteamericano. Pero si uno no lo supiera, creería sin un asomo de duda de que se trata de una novela. Ya sé que decir esto es un tópico, pero sólo intento ser lo más gráfico posible. Es posible que Conroy (1936-2005) haya descubierto que su vida fue bastante novelesca. Yo creo que sólo así se puede acometer unas memorias. Que más que conocerte, a la gente le sirva leerlas. Quiero ahora hacer un rescate. Camino por mi piso y saco de la balda de unas estanterías un libro que se titula Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (Minotauro, 2002), de Emmanuel Carrère. Este libro me llegó y lo dejé dormir durante unos años. Unos años más tarde leí El adversario, del mismo Carrère, y lo asocié con la biografía de Philip K. Dick que no me había dignado a abrir en su momento. La leí hace dos meses. Un Carrère y un Philip K. Dick en un sólo volumen no te lo ofrecen todos los días. Y yo sin enterarme. Qué oprobio.
Ernesto Ayala-Dip