«Las dos fueron luchadoras bravísimas y visionarias. Ambas también lucharon por mantener su independencia creativa y económica frente a sus eminentes maridos»
Es curioso que en el momento de redactar estas líneas aparezca en La Vanguardia digital un reportaje encabezado con el siguiente titular: «¿Por qué hay tan pocas estatuas de mujeres en el mundo?». La autora, Lara Gómez, lo atribuye al «histórico déficit de reconocimiento social que sufren las mujeres, salvo que se trate de vírgenes, religiosas o reinas». Y ofrece varios ejemplos incontestables: en Barcelona hay ciento sesenta y ocho estatuas de hombres y solo catorce de mujeres (varias de ellas, personajes de ficción). En Estados Unidos se cuentan más de cinco mil estatuas, pero no llegan a cuatrocientas las protagonizadas por mujeres (la Estatua de la Libertad tampoco es real). En el Reino Unido hay erigidas novecientas veinticinco estatuas públicas, de las que solo ciento cincuenta y ocho son de mujeres… La mayoría de ellas pertenecientes a la familia real.
Tener una estatua no es tan relevante (la mayoría de estas representaciones despiertan poco interés para todos los seres vivos a excepción de las palomas), pero esas cifras no dejan de simbolizar un drama secular. En el caso que nos ocupa, que dos pesos pesados de la Literatura y la Filosofía mundiales como Mary Wollstonecraft y su hija Mary Shelley no tengan ninguna estatua en su país natal, Gran Bretaña, es lo más parecido a un enorme agravio (en el caso de Wollstonecraft, por cierto, se ha abierto una suscripción popular para instalar su estatua en Londres). De eso, entre otras muchas cosas, habla la biografía de las dos mujeres escrita por la poeta, ensayista y doctora en Historia y Literatura Charlotte Gordon (St. Louis, Estados Unidos, 1962). Su titulo es Mary Wollstonecraft/Mary Shelley, y ha sido publicada en España por Circe después de que en Estados Unidos ganara el National Book Critic Award for Biography. Se trata de un ambicioso proyecto de cerca de seiscientas páginas cuya autora ha sabido situarse en ese estrecho pasillo que se abre entre el ensayo farragoso y la narración efectista. Escribir una buena biografía no es fácil, y aún menos si es doble. Gordon recurre al formato de la acción paralela para contar al lector las peripecias profesionales y sentimentales de las dos biografiadas y hacer hincapié en la titánica lucha de ambas por mantener su independencia y su creatividad en un mundo ferozmente masculino. Titánica, sí. En la actualidad aún hay hombres que sufren un ataque de condescendencia cuando se habla del ninguneo al que han sido sometidas tradicionalmente las mujeres (Rousseau, que en relación a otros asuntos inspira cierta ternura, clamaba por la total sumisión femenina); a esos hombres habrá que recordarles que en el civilizado Reino Unido se aprobó en 1822 una ley que castigaba el maltrato a los animales, pero hubo que esperar veinte años para que otra ley castigara el maltrato a las mujeres; o recordarles que en ese mismo país, por ejemplo, no se revocó hasta 1891 el derecho de los maridos a encerrar a sus esposas en un armario (aunque se permitiera violarlas). A finales del siglo xviii y principios del xix, incluso los más aguerridos defensores europeos de la independencia de las colonias americanas o de la abolición de la esclavitud consideraban normal que las mujeres no tuvieran propiedades ni derechos sobre sus hijos. Y mucho menos que participaran en debates con ideas propias. Si lo hacían, como es el caso de las dos biografiadas, eran calificadas automáticamente (por la manada) de putas, de histéricas o de ambas cosas a la vez.
Ante tal panorama, los casos de Wollstonecraft y Shelley adquieren tintes que rozan la épica. Solo coincidieron un total de diez días (el tiempo que Wollstonecraft tardó en morir tras dar a luz a su hija), pero las dos fueron luchadoras bravísimas y visionarias.
Ambas también lucharon por mantener su independencia creativa y económica frente a sus eminentes maridos: el filósofo radical William Godwin, cuyas ideas inspiraron a Kropotkin, Lenin y Marx; y el poeta Percy Shelley, uno de los grandes artífices del Romanticismo. La intensidad de las vidas de las dos mujeres, que Gordon detalla con abundante documentación, deja sin aliento al lector: romances apasionados, intentos de suicidios, desórdenes emocionales, hijos muertos al poco de nacer, viajes, revoluciones… Mary Wollstonecraft (1759-1797) es conocida por su obra Vindicación de los derechos de la mujer, que sentaría las bases de la lucha por la igualdad de la mujer desde que Virginia Woolf la rescatara del ostracismo. Pero también escribió novelas y manuales de pedagogía que aun siguen vigentes: «Estoy harta de oír hablar de la sublimidad de Milton, la elegancia de Pope y la innata genialidad de Shakespeare», escribió. Ella pretendía que los alumnos dieran valor a su intelecto y cultivaran su propio criterio. Wollstonecraft, además, con su obra Cartas desde Suecia revolucionó la literatura de viajes, hasta entonces en manos masculinas, y le dio la dimensión actual: todo viaje debe ser una exploración interior. Por su parte, a Mary Shelley (1797-1851) podría haberle resultado una carga excesiva ser hija de una mujer de tal calibre; sin embargo, optó por el mejor camino: no quiso emular a su madre, ni competir con su fantasma, sino aprovechar sus enseñanzas para volar muy alto. Novelista excelente, investigadora, ensayista, Shelley es famosa por la legendaria Frankenstein, que escribió a los dieciocho años y que representa no solo la cima de un romanticismo moderno, sino también una genial puesta al día de la hibris griega, ese concepto fundamental que hace referencia a la transgresión humana de los límites impuestos por los dioses. Sus giros argumentales prodigiosos y sus connotaciones filosóficas fascinan aún hoy en día y son objeto de continuas revisiones. Frankenstein, además, es un emocionante ejemplo de lo que muchos años después Vargas Llosa llamaría los «demonios personales» del creador: como su famoso monstruo, Mary también se había visto injustamente repudiada por su padre. Un dato a pie de página: Shelley publicó la novela solo con sus iniciales, para que su criatura no fuera despreciada por el público y la crítica masculinos.
Por el libro de Gordon, además, discurre una galería fascinante de nombres: Sir Walter Scott, el padre de la novela histórica; los citados William Godwin y Percy Shelley; los grandiosos poetas Lord Byron, John Keats y Samuel Taylor Coleridge; el escritor y médico John Polidori, creador del vampiro moderno… Pero, por encima de todos ellos, se erigen esas dos grandes creadoras que se atrevieron a disparar contra la línea de flotación de una sociedad que despreciaba a las mujeres (un desprecio que, aún hoy y en muchos lugares, goza de excelente salud). Dos creadoras, volviendo al asunto de las estatuas, a las que uno se imagina riéndose con ganas de su ausencia en calles y plazas.
«Qué importan las estatuas», dirá una de ellas. «Al fin y al cabo, nunca consiguieron que nos quedáramos quietas».