El rey recibe
El año pasado, Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) fue galardonado con el Premio Cervantes de las Letras Españolas, que, merecidamente, creemos, reconoció oficialmente una larga y meritoria tarea como escritor. Mendoza, un señor de Barcelona, como se le conoce con toda justicia, es autor, entre otras obras, de La verdad sobre el caso Savolta (1975), que obtuvo el Premio de la Crítica, y La ciudad de los prodigios (1986), que en Italia mereció el Premio Grinzane Cavour y en Francia fue considerado como Libro del Año por la prestigiosa revista Lire, y que son dos libros de referencia en la literatura española contemporánea; en 2010, Riña de gallos. Madrid, 1936, se alzó con el Premio Planeta. Y muchas de sus obras han sido traducidas por los más acreditados sellos extranjeros: Du Seuil, Suhrkamp, Feltrinelli, Harvill Press, Consortium Book.
El rey recibe es la primera parte de una trilogía, que esperamos que el autor culmine en fecha próxima. Su editora, Elena Ramírez ─mejor dicho, la directora editorial de la casa que publica la obra, Seix Barral─, se pregunta retóricamente si esta nueva novela de Eduardo Mendoza es de las de risa o de las serias. Y se responde, nos parece que muy acertadamente, que se trata de una novela que sólo Eduardo Mendoza podría haber escrito. Encontramos en ella su mirada irónica sobre la realidad, personajes y situaciones que uno sólo podría describir como mendocinos, y su inconfundible forma de narrar, entre solemne y formal, que crea un fabuloso contraste con las peripecias contadas.
En la Barcelona de finales de los años sesenta del pasado siglo, Rufo Batalla, un joven veinteañero que trabaja como plumilla en un diario de la capital, recibe inesperadamente su primer encargo importante: cubrir la boda, en Palma d Mallorca, de un príncipe en el exilio con una bella señorita de la supuesta alta sociedad londinense. La noche anterior a la boda, la bella señorita se beneficia al joven plumilla en un plis plas, y el día del enlace, por la noche, el príncipe en el exilio, en lugar de cumplir con sus deberes conyugales, entabla con él una peculiar amistad que será un referente a lo largo de toda la narración.
El pretendiente al trono alecciona a un cándido Rufo Batalla: La política carece de validez y de futuro, como las ideas y creencias que la sustentan. El patriotismo es un engaño, la democracia es una estafa. Cuando la amenaza nuclear deje de justificar cualquier situación y cualquier conducta, el mundo se vendrá abajo. Entonces, como dice el Apocalipsis, surgirán los falsos profetas. Yo seré uno de ellos (pág. 45). En términos objetivos, el marxismo es una basura. Como filosofía es un refrito, como sistema económico es un desastre y como proyecto social es un crimen. Allí donde se ha impuesto, siempre por medio de la conspiración o la fuerza, la prosperidad ha desaparecido, la libertad y el derecho han sido aplastados y la condición de la clase obrera no ha mejorado en nada (pág. 46). (Un lector un tanto ingenuo, pero protestón: Perdón, perdón, pero el triunfo del comunismo en los países del Este sirvió, al menos, para que los obreros, de Occidente, por supuesto, viesen atenuada su explotación salvaje por el capitalismo puro y duro, atemorizado ante la posibilidad del contagio del peligroso virus).
El autor, a través de su alter ego, Rufo Batalla, refleja, sin aspavientos, el clima de pasividad fatalista con que en la España de la época se asumían las arbitrariedades del Régimen, convencido de que todo ciudadano era culpable hasta que no se demostrase lo contrario: No se me pasó por la cabeza preguntarles si eran policías y menos pedir que se identificaran. En aquella época no se hacían estas cosas, en parte por miedo y en parte por lógica: nadie se habría atrevido a suplantar a la policía (pág. 23). Y después de tantos años, los ciudadanos del común lo tenían claro: La represión sofocaba cualquier atisbo de movimiento popular, pero aun así, no había faltado alguna tímida huelga y actividades aisladas de una red de personas bastante bien organizadas, que fuera y dentro del país trabajaba para debilitar y desacreditar una dictadura a la que ya nadie confiaba en derribar (pág. 29). Así fue: el general Franco murió en la cama, y tuvo un entierro que algún incondicional calificó, sin segundas intenciones, como un éxito, y la persona nombrada por el dictador como sucesor suyo a título de Rey aguantó en el trono durante 39 años; su abdicación, a fin de garantizar la silla para su hijo, estuvo motivada, entre otros disparates reales, por el escándalo provocado por una cacería en Botsuana, en plena crisis económica, en compañía de una amiga entrañable.
El protagonista reflexiona: Manuel Fraga Iribarne fue uno de los pocos políticos españoles de cierta envergadura en el largo período del franquismo. Tenía una personalidad poco atrayente: era altanero, hablaba mal y no sabía disimular su mal carácter. Esto y la imagen poco apolínea de su baño en Palomares eclipsaron el verdadero alcance de su actuación (pág. 61). Su conclusión parece obvia: Después de la guerra, los militares habían administrado el país como un cuartel, ahora tocaba a los civiles administrarlo como una empresa <…>. En rigor, Fraga Iribarne no era un tecnócrata, sino un hombre de Estado <…>. Aunque sus inclinaciones políticas eran de cariz totalitario y las democracias le inspiraban desconfianza, a Fraga Iribarne le habría gustado ser una pieza del sólido e impecable mecanismo del Estado que habían sabido construirse los ingleses (pág. 63).
El padre de Rufo Batalla es un hombre pusilánime, o realista, si nos atenemos al contexto de aquellos años de plomo: Para él lo más peligroso era destacar; lo más seguro, pasar inadvertido (pág. 59). Su hijo, consecuente con tales ideas, obtiene un puesto, como interino, en la Cámara de Comercio de nuestro país en Nueva York, donde pasa los días organizando un fichero de productos, naturales o manufacturados, cuya utilidad dependía de que fuera completo, cosa que nunca ocurriría, porque cada día salían al mercado productos nuevos o variedades de los mismos productos, lo que planteaba una disyuntiva insoluble: o terminar un fichero que por definición quedaría obsoleto ipso facto, o ir poniéndolo al día sobre la marcha, con lo que nunca habría tiempo para terminarlo (pág. 180) –Eduardo Mendoza, de 1973 a 1982, residió en Nueva York, donde trabajó como traductor en las Naciones Unidas; en 1986 publicó en Destino un libro sobre la gran ciudad-.
Ese trabajo anodino Rufo Batalla lo compatibiliza con una relación amorosa con Valentina, que igual que la que ha mantenido en España con Clara, no termina de cuajar. En la Gran Manzana, Rufo Batalla reflexiona sobre diversos aspectos de la vida del país que le acoge: Para la mentalidad americana, el grupo y la idea pesaban poco; el individuo lo era todo (pág. 348), y hasta tiene ocasión de asistir a un servicio religioso protagonizado por un predicador al uso: Esta forma de religión podía parecer exótica a un forastero. Los europeos tenían de ella una imagen infantil y ridícula. Pero si la religión era el opio de los pueblos, aquella variante era la cocaína (págs. 270-271). El protagonista reflexiona:
El libro finaliza con el atentado que le costó la vida al Jefe del Gobierno, almirante Luís Carrero Blanco, el 23 de diciembre de 1973: La noticia conmovió a la opinión pública, pero en lo sustancial, los efectos del atentado apenas si se hicieron notar (pág. 352).
Eduardo Mendoza ha escrito que en sucesivas partes se propone continuar con la peripecia vital del protagonista mientras a su alrededor el mundo sigue cambiando.
Todos sus lectores, que somos legión, aguardamos con verdadera impaciencia las nuevas salidas de Rufo Batalla.
Profesor Elbo
Algunas perlas
El rey recibe está repleto de planteamientos provocadores: El Liceo me había parecido un teatro apolillado y decadente, con señores aburridos y señoras que aprovechaban la ocasión para ponerse sus joyas y sus estolas de astracán (pág. 82). Los que pensaban así pronosticaban que los ácratas del presente serían los banqueros del futuro (pág. 88).Un artista ha de ser un canalla. Un canalla o un perro faldero, no hay alternativa (pág. 277). Detesto el jazz. Es un invento de los blancos para dejar en ridículo a los negros (pág. 280). La habilidad técnica de Velázquez empeora las cosas. Si no ha sido destruido ya es porque una tasación ficticia le confiere un valor económico desmesurado (pág. 285). El poder predica la democracia, pero en la práctica respalda la dictadura y desestabiliza cualquier conato de liberación (pág. 286). La Historia avanza, pero no progresa (pág. 312).
Pere Gimferrer, de la Real Academia Española, amigo de Eduardo Mendoza desde sus años juveniles, ha escrito a propósito de El rey recibe:
Si la persona a veces puede tener un aire de contenida apostura británica o britanizante, el autor es, a su modo pero de forma inequívoca, un escritor español. Ante todo, claro está, por el lenguaje, uno de los más ricos, variados y precisos de hoy; pero más aún por sus antecedentes literarios, que van acaso fundamentalmente de Cervantes a Pío Baroja. Frases en varios idiomas insertas entre tal o cual pasaje de El rey recibe nos recuerdan la formación cosmopolita del autor, pero la visión final del mundo deriva de la alianza entre la veracidad documental y las escapadas a la fantasía que caracterizaba tanto al hidalgo manchego como a muchos héroes barojianos.
Siempre es todo nítido, casi transparente en su limpidez expresiva; pero hay algo que, en cada peripecia y hasta casi en cada frase, huye hacia otra dirección, más sugerentemente evocada al trasluz que directamente expuesta. Esta escritura tan clara y elegante dice siempre dos cosas a la vez en alternancia o contrapunto: lo visible de buenas a primeras, con precisión clásica o paródica, y el trasfondo o contratado enigma que proyecta toda peripecia a un ámbito de imaginación irónica o melancólica. Es esta convivencia de dos aspectos de lo relatado en un solo estilo inconfundible siempre lo que hace de Eduardo Mendoza un escritor único.
© del autor: Joan Tomàs.
© de la fotografía de portada: Iván Giménez-Seix Barral.